Quito. 09.02.95. El escritor peruano Mario Vargas Llosa, en un
artículo publicado por el periódico español El País, el pasado 8
de febrero, expresa su punto de vista sobre el conflicto
fronterizo, entre Ecuador y Perú.

En la primera parte, Vargas Llosa defiende los argumentos que
históricamente ha mantenido el Perú sobre el Protocolo de Río de
Janeiro, y que son ampliamente conocidos.

En la segunda -que transcribimos a continuación- analiza los
últimos episodios de lo que denomina una "guerra absurda".

Por Mario Vargas Llosa

Entre la Cordillera del Cóndor y las orillas del río Cenepa,
territorio que según el Protocolo de Río se halla de manera
inequívoca en la parte peruana de la frontera, los militares
ecuatorianos instalaron una pequeña guarnición -falsa Paquisha-,
que, al ser detectada, dio origen al choque armado de 1981, el
que culminó con el retiro de aquella. Pero en los lustros
siguientes hubo nuevas infiltraciones, y en 1991, los entonces
cancilleres del Perú, Carlos Torres y Torres Lara, y del Ecuador,
Diego Cordovez, firmaron un "pacto de caballeros" por el cual el
gobierno peruano autorizaba la presencia de aquellos "puestos de
vigilancia" del Ecuador y éste se comprometía a respetar el statu
quo fronterizo. El acuerdo era curioso por decir lo menos, pues,
una de dos, o el Perú renunciaba a la soberanía sobre ese
centenar y medio de kilómetros cuadrados o no lo hacía, pero, en
este último caso, no se comprende que, al mismo tiempo, aceptara
la permanencia de tropas extranjeras en esa zona. La razón de ese
"pacto de caballeros" fue populista: permitir al presidente
Fujimori visitar el Ecuador y ser presentado por la prensa adicta
como el estadista que había puesto punto final al viejo diferendo
"entre las dos Repúblicas hermanas".

En realidad, lo que el gobierno peruano había hecho era enviar
una señal equivocada a su vecino y a sus Fuerzas Armadas. Estas,
ni cortas ni perezosas, en los tres años siguientes procedieron a
reforzar discretamente aquellos "puestos de vigilancia" hasta
convertirlos en verdaderas guarniciones. Se trataba de crear una
situación de hecho que resultara irreversible. Hay pruebas más
que suficientes de que el Gobierno del Perú tuvo conocimiento de
lo que estaba ocurriendo en las cabeceras del río Cenepa desde
hace meses, y -con absoluta certeza- desde noviembre del año
pasado. ¿Cuál fue la razón para que no lo denunciara a la opinión
internacional, y alertara a los países garantes?

La razón era que entre 1991 y 1994 el Perú había pasado, de una
democracia, a ser un régimen autoritario y que, a estas alturas,
la primera prioridad para el ingeniero Fujimori y los militares
golpistas que gobernaban teniéndolo como figurón no era el
problema fronterizo, sino la perpetuación de la dictadura, es
decir, la reelección de Fujimori. ¿Qué mejor que ofrecerle al
pueblo peruano, como plato fuerte de la campaña electoral, una
victoria militar del mandatario reeleccionista contra los
invasores del territorio?

Por increíble que parezca pero no hay razón para la sorpresa:
además de la brutalidad, la estupidez ha sido consustancial a
todas las dictaduras que hemos padecido, ésta parece la causa de
la demora del gobierno peruano en actuar, con el agravante de
que, además de tarde, cuando se decidió a hacerlo lo hizo con
tanta torpeza que ante buena parte de la opinión internacional
ahora el Perú no parece estar defendiendo, su soberanía, sino
agrediendo a su vecino.

El momento elegido para tratar de desalojar de las orillas del
río Cenepa a los intrusos fue oportuno para los aprendices de
brujo del régimen. En la última encuesta oficial, Fujimori había
descendido diez puntos y en el ámbito externo su imagen se dañaba
con la huelga de hambre de la señora Fujimori, a quien, luego de
impedirle postular a la presidencia, se le había tachado la
candidatura al Parlamento, y con la voluminosa documentación
sobre preparativos de fraude electoral hechos ante la OEA por
Javier Pérez de Cuellar y otros candidatos de oposición. Pero,
sobre todo, acababa de estallar un mayúsculo escándalo con nuevas
pruebas sobre la colusión orgánica entre jerarcas del régimen y
el narcotráfico, que comprometía al viceministro del Interior,
Edgar Solís Cano, y al general del Ejército Manuel Ortiz Lucero,
del Comando Conjunto, cuyos nombres, direcciones y teléfonos
oficiales y privados habían sido descubiertos en la agenda de uno
de los capos de la banda de los López Pacheco, la más importante
de las organizaciones de narcos que operan en el Perú. Solís
Cano, que ha ocupado cargos claves en los ministerios de Justicia
y del Interior, es -nada menos- abogado del Estado y protegido
del hombre fuerte del régimen, el celebérrimo capitán Vladimiro
Montesinos, y el general Ortiz Lucero, brazo derecho del jefe
supremo de las Fuerzas Armadas, el general Nicolás de Bari
Hermosa. Se entiende que, desde la perspectiva de estos pilares
del régimen, fuera providencial una acción bélica que distrajera
la atención pública, acallara todas las críticas y estableciera,
por la consabida razón patriótica, la unidad nacional detrás de
los defensores de la patria. (Nunca tan bien recordada la
sentencia del doctor Johnson: "El patriotismo es el último
refugio de los canallas").

Las cosas, sin embargo, no salieron como se habían previsto.
Desalojar a los infiltrados no fue la operación militar rápida
que había sido en 1981, entre otras cosas porque el Ejército, en
razón del golpe de Estado del 5 de abril de 1992, fue víctima de
abusos y maltratos sin cuento por la pequeña cúpula de militares
felones que, con Fujimori como escudo, violentó el orden legal.

Centenares de oficiales decentes y competentes fueron pasados al
retiro, o metidos en puestos administrativos, o enviados a la
cárcel o al exilio, que es donde se encuentra, por ejemplo, el
general Jaime Salinas Sedó y el general Robles por el delito de
negarse a secundar el "putch" o por denunciar los abusos
cometidos por el régimen. Y, a juzgar por las noticias que llegan
de la Cordillera del Cóndor, los secuaces de Montesinos y Bari
Hermosa son más eficaces matando estudiantes -el secuestro,
asesinato e incineración de los diez universitarios de La Cantuta
fue una impecable operación militar- que combatiendo a cara
descubierta en las fronteras del Perú.

Pero acaso más patética que la inefectividad militar haya sido la
incapacidad diplomática del régimen para explicar lo que ocurría
y hacer conocer al resto del mundo el punto de vista del Perú. El
Ecuador ha conseguido una gran victoria informativa y política
internacional, al extremo de que, en Europa, por ejemplo, en
diarios y televisiones se dan como verdades canónicas que el Perú
ha sido en este caso el agresor y el Ecuador una víctima al que
aquel arrebató media Amazonía. En los fantásticos mapas que se
publican veo que se considera territorio ecuatoriano irredento a
los departamentos de Piura y de Tumbes, donde pasé mi infancia, y
al de Loreto, en cuyas inmensas selvas he vivido acaso mis más
ricas experiencias peruanas. Y no hay una sola voz oficial que
comparezca para contradecir esas ficciones y explicar la
realidad. También esto se entiende, desde luego. Una de las pocas
reparticiones que había alcanzado en el Perú un alto nivel de
profesionalismo y competencia era el Ministerio de Relaciones
Exteriores.

Tal vez por eso la dictadura se encarnizó con él, expulsando del
servicio a decenas de decenas de los diplomáticos más capaces,
pues no se mostraron lo bastante serviles (Fujimori explicó que
los echaba "por ladrones y homosexuales"), y poniendo en su lugar
a dóciles nulidades como el ministro del "pacto de caballeros" o
como el invisible canciller actual, un próspero empresario que
sin duda carece de la más elemental información sobre los asuntos
limítrofes del Perú.

Este desgraciado conflicto debe ser la ocasión para que se zanje
de una vez por todas la demarcación del pequeño tramo sin señalar
de la frontera. Este es un problema mínimo, que puede ser
resuelto con un poco de buena voluntad recíproca y mucha presión
internacional, a la que tanto el Ecuador como el Perú son hoy
vulnerables. Una vez salvado ese escollo -un formulismo
transitorio, en verdad-, ambos podrán emprender la tarea conjunta
de la que depende que dejen de ser los pobres países
subdesarrollados que son: la lenta disolución de esas fronteras
que hacen correr sangre inútil, la progresiva integración de sus
economías, sus gobiernos y sus pueblos en esa única nación que
fueron cuando el Incario y el Virreynato y que no debieron dejar
de ser tampoco en la República. (6A)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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