Quito. 7 feb 2002. (Editorial) El debate planteado por la prensa escrita
sobre la cobertura que dio la televisión a los accidentes de aviación de
las semanas pasadas me recordó varios de los conceptos argüidos por Ramón
Lobo, un periodista del diario español El Mundo, a raÃz de la muerte de
un colega suyo mientras cubrÃa la guerra de Afganistán. Sin duda, el de
reportero es un trabajo difÃcil: con frecuencia se debe viajar a lugares
donde suceden cosas, buscar noticias, rostros, nombres y voces donde a
menudo hay muerte. Porque somos, de alguna manera, intermediarios entre
el horror y la ignorancia. Esa es nuestra misión: la de poder contar
primero lo que sucede en un lugar conflictivo y difÃcil. No es locura, ni
insensatez, ni sensacionalismo, es solo un trabajo: caminar por
carreteras en dirección contraria a los que huyen de la guerra, caminar
durante horas, guiados por desconocidos, en ascenso de un volcán donde se
ha estrellado un avión; reportear desde una zona selvática para
encontrar, antes que nadie, un grupo de secuestrados, liberados poco
antes por una banda de fascinerosos. Es un trabajo del que, los que hemos
sido reporteros, nos sentimos siempre orgullosos.
¿Y por qué orgullosos? Porque más allá de la superficialidad de rasgarse
las vestiduras por la exposición del dolor humano, lo más importante del
reporterismo es esa capacidad de dar voz a los que no la tienen, de
convertir en noticia a los olvidados, de conmover a la sociedad con el
drama de un jubilado que ha perdido todos sus ahorros en Filanbanco, o a
sus seres queridos en el último accidente de TAME. El culpable no es el
reportero que lo muestra, sino aquellas instancias que hicieron posible
que la catástrofe ocurriera. Y con mucha frecuencia esos poderes tienden
a ocultar sus fallas con una cortina de olvido que el periodismo intenta
rasgar.
Porque aunque no lo crean, no es cierto que los periodistas (ni siquiera
los de televisión) nos alegramos cuando nos cae una desgracia. Ni
siquiera que nuestra venta de ejemplares, o el rating de los noticieros,
suba per se, sino cuando nuestra cobertura cumple los requisitos de
profesionalidad: primero, información correcta, contar los hechos tal
como han ocurrido; y después, analizar lo más objetivamente posible los
porqués. Ni tampoco es cierto que los canales de televisión tengan el
monopolio del amarillismo o del error. En estas dolorosas semanas, yo he
visto titulares de periódicos informando que todos los pasajeros de la
aeronave de Petroproducción estaban muertos, mucho antes de que la nave
siniestrada hubiera sido ni siquiera encontrada. He visto en todos los
diarios fotografÃas de los parientes de las vÃctimas, esperando,
angustiadas en los aeropuertos. He leÃdo sus historias, contadas
seguramente entre sollozos ante una grabadora, de la misma manera que
antes lo hicieron ante una cámara de televisión.
Pero no me atrevo a cuestionar la ética de nadie. Ni siquiera de aquellas
empresas periodÃsticas que editan un diario serio por la mañana, y otro
sensacionalista por la tarde. Solo señalo lo que a mi juicio son señales
de debilidad en el rigor periodÃstico de gran parte de la prensa escrita.
Mientras la televisión instalaba señales satelitales, y enviaba varios
equipos en la búsqueda de un avión que los militares aún no encontraban,
gran parte de la prensa escrita se quedó cómodamente sentada en sus
escritorios, para luego acusar de truculentos a quienes hicieron bien su
trabajo.
En su último editorial, Diego Araujo, se lamenta de la medianÃa
generalizada de los programas de televisión, de los que no se salva, a su
juicio, ni la mayorÃa de los noticieros. El debate es fundamental. Pero
quizá sea conveniente extender también el análisis a los demás medios.
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