Quito. 18 feb 2002. (Editorial) Las conductas que el Estado declara
intolerables, por afectar a valores o principios vitales y necesarios
para la sana existencia del cuerpo social, son las que el legislador
describe en una disposición legal con sanción penal. Los comportamientos
que no son tan graves, sin perjuicio de contravenir normas, se los deja
bajo el imperio y tratamiento de áreas jurídicas de otra naturaleza con
una represión, así también, menos severa y hasta impersonal. Lo dicho,
para significar que cuando una acción se inserta en una ley penal es
porque ha afectado algún valor de especial importancia y ha alarmado a la
sociedad toda.
Pues bien, el hecho de recibir lo que sabían que no era debido por parte
de personas vinculadas al sector público a título de derechos,
gratificaciones etc., se encuentra claramente descrito en el Código Penal
como una "...violación de los deberes de funcionarios públicos..." y
reprimido con una pena de dos meses a cuatro años. Es un delito que
únicamente lo puede cometer quien trabaje para el sector público del país
y, en este contexto, tanto lo puede cometer la persona que atiende en una
ventanilla como un alto oficial de las Fuerzas Armadas, pero que,
enfatizo, atenta contra la majestad y probidad de la administración
pública y, por ende, afecta al cuerpo social en su totalidad.
La Constitución Política proclama en el Art. 191 la unidad jurisdiccional
y, en una de sus disposiciones transitorias, ordena que todos los
magistrados y jueces, incluidos los militares y de policía, pasen a la
Función Judicial.
Más allá de que la ausencia de decisión política y de regulaciones
secundarias no haya permitido la aplicación de lo dicho, es claro que el
pensamiento social, lógico y técnico va orientado a que la capacidad de
administrar justicia en el Ecuador recaiga en un solo sistema al servicio
de la ciudadanía toda. Ya no se desean cortes sectorizadas o propias a
ciertas instituciones, tampoco se desea que empleados de la
administración pública funjan de jueces, esto resulta discriminatorio y,
en ciertos casos, proclive a la impunidad.
El tema en cuestión de un delito que hace relación a la gestión estatal,
en tal virtud, resulta arrogante y equivocado que los implicados en el
caso del reaseguro para la flota aérea ecuatoriana se rehusen a
comparecer ante la Fiscalía General y que, además, el presiente de la
Corte de Justicia Militar reclame la competencia en tal juzgamiento. No
basta vestir uniforme para reclamar justicia propia, las infracciones
relativas a las charreteras o a las insignias tienen su propio marco
regulatorio, este no es un delito militar, sino un delito común,
cometido, supuestamente, por oficiales de las Fuerzas Armadas, que no es
lo mismo. Ni siquiera, hasta donde conozco, el informe de la Contraloría
se refiere a malversación o peculado en general de recursos militares,
sino que hace alusión a "recibir lo que sabían no era debido" en la
gestión de un negocio del Estado. No cabe, entonces, refugiarse en lo
dicho para reclamar la competencia de la justicia militar.
Son actitudes como estas, aquellas de conducirse como un feudo, las que
han coadyuvado a que la credibilidad y el prestigio ante la ciudadanía
haya decaído paulatinamente, como lo reflejan las encuestas. Es necesario
entender que somos un solo país, una sola nación, y que la solidez de
nuestras instituciones en mucho depende de las posturas y conductas de
sus personeros.
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