Quito. 18 feb 2002. (Editorial) Entro en un tema molesto. Pocos hay que
tengan ideas claras que guíen su actuar desde una conciencia ética
formada en valores. Pensados en concreto, se nos muestran difíciles de
conciliar. Cómo conjugar misericordia con justicia y solidaridad, mirando
a los pobres que nos rodean. A aquellas y aquellos, ancianos, enfermos,
niños, lisiados... que nos piden ayuda de mil formas. En los creyentes la
conciencia golpea muy fuerte. La enseñanza de Jesús pide que nos hagamos
prójimos, próximos, cercanos del pobre y del necesitado. Que sintamos con
ellos y los remediemos dentro de nuestras posibilidades e incluso más. En
ellos nos topamos con Cristo: "A mí me lo han hecho".
Pero ¿todos los que nos piden en calles y plazas, en buses y mercados son
pobres de verdad? ¿Es cierto que ese que dice que acaba de salir de la
cárcel ha de volver a su casa, en la más lejana parroquia del país? ¿Será
verdad que a esa niña la van a operar y en el Seguro Social le exigen
medicamentos costosos que su madre pide? ¿Cuántos han hecho de la
mendicidad un modo de vivir? ¿Es pobre esa mujer que cada mañana nos pide
caridad junto a un guagua que todo nos hace sospechar que está drogado? Y
de los niños, ¿no hay investigaciones sociales que aseguran que son meros
empleados de explotadores? En nuestro Quito, sobre todo en el centro, no
es fácil saber la verdad. Conozco a bastantes personas que se niegan a
dar limosna sin más.
Les parece un escapismo que descarga la conciencia, mientras hace de la
mendicidad un oficio y una degradación humana. Otros dan con la piadosa
formulación: "mi parte es ayudar. Si ellos engañan, allá verán. Hice lo
que debía hacer".
Pero la pobreza es real: vivimos en un país empobrecido, sin empleo, con
familias rotas, con una caridad abundante, pero anárquica. Sin una eficaz
red de Asistencia Social que estudie los casos reales y les dé adecuada
atención. ¿A quién puedo enviar para que verifique lo que me dice ese que
se me presenta como refugiado de Colombia y que necesita volver a su
tierra?
¿Quién puede atender a ese padre que en la calle le está suministrando
una botella de suero a un pequeño? ¿Será verdad?
Es necesario que el Gobierno y los Municipios traten el tema como
políticas de Estado y de bien común. Ese es el reto. Aunque sea compleja
la solución.
Están disminuyendo los presupuestos para Asistencia Social. Y ciertos
hospitales y organismos gastan en burocracia lo destinado a sanar a los
pobres. Se necesitan soluciones eficaces que ataquen el quemeimportismo
gubernamental, la corrupción hospitalaria y la pobreza.
También nosotros hemos de separar de nuestro presupuesto personal y
familiar una parte proporcional a los ingresos que tenemos y que deben
destinarse a llenar el rubro de la solidaridad. Y la función social de la
propiedad: parte de lo nuestro, seguro que es de los pobres.
En el distribuir, vienen las opciones. Hay quienes piensan que esa plata
está bien empleada dándola directamente a personas conocidas como pobres.
Y está muy bien. Hay quienes lo dan a instituciones caritativas que
atienden a los menesterosos, a los ancianos, enfermos. Excelente. Hay
quienes lo reservan para el pobre que nos tira de la manga, que exhibe
sus dolencias junto a nosotros, aunque tal vez nos engañe. No es mala
solución. Lo justo, lo necesario es el acompañar a la justa asignación
presupuestaria, nuestro compartir solidario que nace de un corazón que
siente el dolor del otro.
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