Quito. 11 feb 2002. (Editorial) Ultimamente, el Ecuador informativo ha
vuelto sus ojos a sus jóvenes con motivo del accionar de las pandillas,
de la violencia y los escándalos de corrupción en la aulas y de la
adopción medidas para protegerlos por parte de ciertas autoridades.
Las subculturas de las bandas, sus luchas y enfrentamientos, toda la
violencia que manifiestan son los signos de una gran protesta social. Los
jóvenes de las clases trabajadoras y pobres de nuestras ciudades reclaman
a gritos. A través de sus organizaciones, de lo que pretenden sus
pandillas, su forma de vestir, sus ritos de iniciación y pertenencia al
grupo, nos están diciendo que se sienten mal, muy mal en nuestra
sociedad, en nuestro Ecuador actual.
La pandilla, el clan, la nación... son su hogar. La matriz de su
identidad.
Allà se encuentran los jefes, los hermanos, los panas, las células de los
que le arropan y defienden. El pertenecer a la pandilla, a la jorga, en
el fondo es encontrar lo que se no tiene en casa: un núcleo de relaciones
y amores, de reglas, órdenes y deberes en los que aprenden a
socializarse, a vivir con los demás, aunque sea en manada y rebaño.
Un buen entendimiento y una buena relación padre-hijo, donde la madre
tenga su rol peculiar, sientan las bases de una personalidad consistente,
que da suficiente autoestima, esa cualidad tan escasa entre nosotros.
Pero, ¿cuántos padres y madres están entre nosotros en capacidad de
relacionarse bien y en comunicarse honda y frecuentemente con sus hijos?
Vivimos en una sociedad de puertas afuera, de padres sobrecargados de
horas de trabajo, de machos competitivos que han de trabajar largas
jornadas para ganar lo suficiente para hacer vivir a los suyos y que,
agotados, llegan a la casa solo para ver la tele y que nadie les
complique la vida. Este modelo tiene una variante: aquellos que después
de la jornada laboral, queman su tiempo alrededor de las cervezas con sus
compadres y amigos, solos entre ellos, encontrando allà las confidencias,
el descanso y satisfacción a su modo.
Cuando ese varón, joven o no tanto, llega a la casa, no entra como un
esposo solÃcito, un padre dispuesto a acercarse a sus hijos. Llega tarde
y con poca lucidez, si no es que el alcohol lo pone al borde de la
agresividad. Terrible y temible.
¿Y la madre? Sobrecargada de hijos y de tareas. Completando el sueldo del
marido, superada por los deberes que los hijos le presentan, sin la ayuda
de un compañero. Su amor se agota en la impaciencia de tener que acudir a
los requerimientos de unos y otros.
En ese pésimo modelo estructural de familia, los hijos pronto saben que
son huérfanos. Los que tienen suerte, emigran espiritualmente y se van
adonde otros jóvenes con actitudes positivas: catecismos, Cruz Roja,
equipos deportivos... Tal vez encuentran a Dios y a sus hermanos. Los
otros, como lobos esteparios, tienen una salida abonada: las pandillas.
El esquema es simplista. No he hecho referencia a estadÃsticas fiables de
las parejas divorciadas, de dobles hogares, de los que padecen
enfermedades o la agotadora cruz del desempleo, la conflictiva solución
habitacional...
Tampoco a lo novedoso: los padres que se van al exterior. Y otro
importante escollo: si averiguamos bien, los pandilleros son hijos de
migrantes internos. De personas que dejaron culturas aldeanas simples y
humanizadoras y padecen ahora el desarraigo de los que se siente extraños
a la cultura de la ciudad en sus zonas suburbiales.
Es necesario implantar una cultura emergente en la que la familia pueda
ser lo que se espera que sea. Desde ahÃ, los lobos esteparios
encontrarán, tal vez, el dulce calor de la manada humana.
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