Quito (Ecuador). 24 dic 95. Marlon tiene ocho años de edad y
tres hermanos en prisión. El mayor de ellos no pasa de 12
años. Su madre, detenida en la cárcel del Inca, al norte de
Quito, mantiene de cualquier modo a los cuatros hijos que con
ella conviven en una celda de seis metros cuadrados, mientras
no deja de pensar en los otros cuatro que se quedaron afuera.
Es uno de los dramáticos casos de los niños en las prisiones.

Presos. Hacinados en un mundo de mallas y candados. Jugando a
la vida detrás de una puerta de rejas...

Los hijos de las internas de las cárcles del Ecuador no
conocen más mundo que el que les dan las cuatro paredes de los
centros de reclusión.

Cerca de 800 niños sobreviven con su madre, en una situación
que nada tiene de humana.

Pero si adentro su condición es muy dura, afuera solo tienen
las calles y el absoluto abandono.

Los hijos de la cárcel no están alterados psicológicamente ni
son futuros delincuentes. Simplemente crecen en un mundo de
violencia y promiscuidad. Son niños encerrados que creen que
la realidad es solo lo que ven. Para ellos no hay presupuesto
ni programas educativos. Solo el cuaidado de sus madres
presas.

150 niños presos

Ellos no deberían estar ahí. La ley no lo permite y tampoco
debería hacerlo el sentido común. Pero las cárceles del
Ecuador están llenas de niños, niñas y adolescentes que pagan,
junto a sus madres, la condena de delitos en los que no
tuvieron nada que ver.

Muchos de ellos han nacido tras las rejas. Otros llegan con
sus madres, y pasan toda su infancia en prisión. La mayoría
pertenecen a hogares desintegrados: sus padres también están
presos, han huído o nunca estuvieron. Sus familiares aceptan
cuidarlos por un tiempo, pero, al final se cansan y los
convierten en empleados sin salario o los abandonan.

Solo en el Centro de Rehabilitación de Mujeres del Inca, la
población infantil casi alcanza los 150 niños. Allí, según los
últimos censos, hay 333 internas, de las cuales solo 130 están
sentenciadas. Muchas de ellas -no existe una cifra exacta
porque el número fluctúa constantemente-tiene a sus hijos
consigo porque no tienen con quien dejarlos o han tenido malas
experiencias al mandarlos afuera.

En la cárcel del Inca hay niños de todas las edades: desde
lactantes hasta adolescentes de 13 o 14 años. Sin embargo, no
hay datos oficiales sobre ellos, porque, por ley, se supone
que no deberían estar ahí. Por eso, tampoco hay programas de
rehabilitación, centros educativos, ni atención médica (el
equipo de diagnóstico del centro apenas alcanza a abastecer
las necesidades de las internas). Y, por eso, tampoco hay
alimentación (el rancho único que reciben las internas es
repartido entre sus hijos -a veces tres o cuatro-), ni
espacio: en una sola cama tienen que acomodarse la madre y
todos los hijos que tenga.

La excepción son los niños más pequeños (de hasta cinco o seis
años) que asisten a la guardería que un grupo de voluntarias
mantiene en la prisión.

El resto permanece con sus madres en las celdas o en los
canchas. No estudian (pocos están ubicados en escuelas o
guarderías fuera de la cárcel y sólo cuatro en la escuela que
funciona en el interior).

Son los diarios testigos de la vida en la cárcel. Al igual que
sus madres, deben habituarse a una vida de encierro y
aislamiento, en la que tienen que sobrevivir sin saber porqué.
En algunos casos- según denuncias de las propias internas- son
utilizados por sus madres para ingresar alcohol o droga a la
cárcel; en otros son víctimas de robos o abusos por parte
otras presas. Algunos, los más grandes, conviven con internas
y otros presencian, desde muy pequeños, escenas de lesbianismo
o drogadicción. Otros, por el miedo de sus madres a que sea
dañados en ese ambiente, permanecen todo el tiempo al interior
de las estrechas celdas.

Los casos de maltrato son frecuentes porque, en el estado de
presión y angustia en el que se encuentran sus madres, se
convierten en el mejor medio de desahogo para ellas.

Ellos son los niños de las cárceles. Esos que no deberían
estar donde están. Esos que constituyen un dolor de cabeza
para las autoridades de los centros de rehabilitación que,
frente a las nulas alternativas que ofrece el Estado, deben
permitir su permanencia, pese a lo que dice la ley. "¿Cómo
arrancarlos de sus madres?", se pregunta uno de los
directores. "Después de todo... ¿con quién pueden estar
mejor?"

Le faltaba el amor de su madre

Cuando su madre fue detenida, Lorena tenía apenas dos años. En
ese entonces, ella no podía saber que la Policía se la llevaba
acusándola de cosumir y comerciar con drogas, ni entendía
porque, de pronto, su familia se desbarató, su madre se fue, y
ella quedó al cuidado de su hermana mayor.

Cinco años pasaron desde que Lorena cambió de mamá hasta que
-literalmente por accidente- volvió a recuperar a la original.
Sucedió que una tarde en que esta pequeña, silenciosa, de ojos
vivaces y flaca como una pluma, regresaba de la escuela, un
autómovil la atropelló y casi la deja inmóvil.

Lorena estuvo en coma por veinte y cinco días y cuando
recuperó la conciencia, recuperó también la necesidad
-agudizada- de sentir otra vez el calor de su mamá. Entonces,
después de una operación en la pierna y cuando por fin parecía
curada, ella comenzó a empeorar: no comía, no dormía y casi no
hablaba.

"Es que le faltaba el amor de su madre", dice Magda -una mujer
madura y cálida, que atiende el pequeño almacén de ropa y
juguetes de la cárcel de mujeres- mientras abraza a su hija.

Magda está ahí hace cinco años. Llegó a la cárcel allí por
culpa de la base de coca. Porque no podía dejar de metérsela
en el cuerpo -ni de tenerla en su casa- aunque le estaba
matando y desbaratando su hogar.

Ahora, convertida a la Iglesia evangélica, que tiene enorme
fuerza en el centro de reclusión, Magda está curada y serena.

Cuando se la ve atendiendo el almacén, haciendo fila en el
dispensario médico para que le pongan una inyección a su hija,
o reuniendo los productos elaborados por las presas para que
se los lleven a vender afuera, se entiende porque su amor fue
lo único que salvó a Lorena.

La pequeña, lleva tres meses en la cárcel. Allí se la puede
ver sentada con su madre en el almacén o caminando despacito
de la mano de alguna interna por los patios del centro.

"Ella nunca supo lo que era el cuidado materno porque yo la
dejé de muy chiquita", dice Magda. Y no deja que se le empañe
la risa, aunque sabe que, en dos meses más, sus hermanos
tendrán que llevársela de nuevo, para que vuelva a estudiar.

Desde el Condado

La cama ocupa casi la mitad de la celda. Sobre ella, en una
pequeña repisa de madera empotrada en la pared, varias prendas
de niño descansan en perfecto orden.

Una mesa, una silla, un espejo cuadrado. Una cuna, al pie de
la cama, y en el techo -colgados de varios armadores- algunos
saquitos de colores que se balancean con ritmo irregular.

La celda de Alexandra López -25 años, recluida desde hace uno
y medio en la cárcel de mujeres del Inca- resulta angosta aún
para una sola persona. Sin embargo, cada noche, cinco cuerpos
se acomodan en la diminuta habitación.

Son ella y sus tres hijos. Y es, además, otra interna
-embarazada- que duerme en el suelo porque las condiciones en
la cárcel no permiten el lujo de ubicar una presa por celda.

La historia de Alexandra parece inverosímil. Pero es similar a
muchas de las que se encierran entre las paredes de la cárcel
de mujeres.

"Hasta ahora no sé porqué estoy aquí", dice ella. Acusada de
narcotráfico y testaferrismo, Alexandra fue apresada el día en
que la Policía allanó la casa de su mamá (que ocupa otra celda
en el mismo pabellón). ¿La razón? La madre había arrendado un
local a varios extranjeros en Ambato. Los inquilinos metieron
droga en el lugar. El día del operativo, Alexandra había ido a
retirar a sus hijos de la casa de su abuela. La Policía no
hizo distingos...

En su propio eje

La música de una radio, activada a todo volumen, inunda los
corredores del pabellón "El Condado", donde está ubicada la
celda de Alexandra.

Adentro la fiesta es otra: mantener tranquilos a tres niños
pequeños en un espacio tan estrecho, resulta imposible.

"¿Para qué me llamaron?", le susurra Barbarita, de seis años,
a su hermano menor. "No sé", contesta Alberto, mientras, por
enésima vez, hace gritar al pequeño Jesús, un niño de siete
meses que, encaramado en un andador, da vueltas sobre su
propio eje.

"A mi no me gusta que salgan, me da miedo de que se pongan a
pelear con otros niños o que les roben. A Albertito una vez lo
agrarraron, le taparon la boca y le dejaron casi desnudo en
las canchas", asegura esta mujer frágil y menuda, de enormes
ojos cafés. "Cuando voy a coger el rancho o a bañarme prefiero
dejarlos con la puerta cerrada hasta volver". La música opaca
la conversación. Alberto no deja de moverse. "Quieto papito,
no ve que estoy hablando".

"Los niños están conmigo desde hace siete meses. Cuando me
detuvieron, Barbarita y Alberto estaban presentes. Ellos
vieron todo y ahora les tienen terror a los policías. Al
principio, vivían con mi esposo en la casa de una amiga mía.
Allí los cuidaban, pero cuando pasaron más de seis meses y yo
seguía aquí comenzaron a cansarse. Mi marido es oficial de la
Marina y tiene que trabajar. Mis hijos ya no estaban bien ahí.
Entonces me los trajo".

La hora del rancho empieza a pasarse, al tiempo que avanza la
conversación. Alguien golpea la puerta: una interna -acusada
de asesinato- entrega, sin decir palabra, su plato de caldo a
Alberto.
El niño se acomoda en la silla y empieza a comer.

Alexandra no se ha acostumbrado a la cárcel. Tiene pocas
amigas y sus esposo -asegura- ha comenzado a cansarse de tener
que visitarla en ese lugar. "Ahora cuando viene a verme, solo
peleamos, no sé que irá a pasar", señala. Su rostro se
ensombrece.

Dos metros por dos y medio. A eso se reduce su vida.

El "show" para nomás de dar a luz

Ella no sabía que estaba embarazada. Lo supo poco después de
que su vida se redujo a cuatro paredes y a tres ranchos por
día.

Entonces -y pese a las circunstancias adversas- no se imaginó
que dar a luz su tercer hijo sería casi una odisea. Ni que sus
gritos de dolor, cuando llegó la hora del parto, podrían ser
confundidos por las guías de la cárcel con una excelente
representación histriónica, parte integrante de un plan de
fuga.

Lo cierto es que Jesús, el último hijo de Alexandra, nació
hace siete meses, en el asiento trasero de un auto, camino al
hospital. Allí, después del esfuerzo del alumbramiento, su
madre le salvó la vida sacándole, con sus propias manos, un
coágulo de sangre que obstruía su garganta.

Ahora lo tiene junto a ella -y a sus dos hermanos mayores- en
la cárcel. "Me da pena que no puedan ir a clase, pero difícil
que se queden con mi esposo porque no hay quien los cuide
cuando él trabaja", asegura.

Alexandra luce serena. Pero aún se le hace difícil pensar que
esta será su segunda Navidad en ese lugar y la primera para
sus hijos. De todos modos, piensa pedirle a su esposo que no
venga esta vez. "La vez pasada estuvo triste por tener que
pasar la Navidad en una cárcel"...

Ella sobrevive. Hace poco estuvo en el hospital por una
infección renal y cada cierto tiempo debe tramitar un permiso
para salir a SOLCA, pues los médicos le diagnosticaron un
cáncer al útero.

Pero, al menos, sonríe. Tiene consigo a sus hijos. Y ya no
cubre -como antes- la pequeña ventana de la celda con cartones
o telas para evitar tener que ver el sol desde adentro.

Por el delito de ser niño

Su presencia facilita los ilícitos en las cárceles. Se
convierten, muchas veces, en "mulas" que transportan drogas o
licor desde afuera hasta el interior de las centros de
reclusión. Son testigos diarios -y protagonistas regulares- de
agresiones físicas y verbales.

Tienen una vida sexual precoz (un estudio realizado en 1983
por la Dirección Nacional de Rehabilitación Social a 65 hijos
de internas demostró que la mayoría de ellos tenían vida
sexual activa desde los seis años).

Conviven diariamente con la promiscuidad y la drogadicción.
Son la causa de hacinamiento en los centros de reclusión. Y
también -a la hora del "rancho", especialmente- el motivo de
discordias y riñas entre las internas.

Sus edades oscilan entre los 0 y los 17 años. En algunos casos
asisten a guarderías al interior de los centros o son
institucionalizados afuera. En otros, no hacen nada.

La pregunta del millón

"La pregunta es: ¿dónde están mejor: con sus madres al
interior de las cárceles o libres pero en condiciones de
abandono y totalmente desvinculados de una estructura
familiar?", dice Grimaneza Narváez, ex directora de
Diagnóstico y Evaluación de la Dirección Nacional de
Rehabilitación Social y actual funcionaria de la ILANUD, un
programa de las Naciones Unidas que trabaja por el bienestar
de los internos en las cárceles del mundo.

Ella, que ha trabajado durante 22 años con los presos, asegura
que el Estado no tiene, por ahora, ninguna respuesta. "Ha
habido varios intentos por solucionar el problema. Buenas
iniciativas que han empezado a dar frutos, pero que, con los
cambios de gobierno y la falta de continuidad, han quedado
truncas", dice Narváez.

Y cita algunos ejemplos: "en 1974 se empezó el trabajo con los
menores hijos de internas. Aparecieron, a partir de entonces,
programas de guarderías privadas, gestiones de voluntariado y
acuerdos con el INFFA para la creación de hogares de menores
que, en algunos casos, todavía funcionan".

"Se hicieron estudios médicos, sicológicos, sociales de estos
niños. En Ambato hubo un programa que pretendía ubicar a los
niños en situación de riesgo en un centro de cuidado especial
y en Guayaquil llegó a funcionar, en el gobierno de Borja, una
especie de hogar en el que grupos de siete u ocho niños tenían
un "tío" encargado de cuidarlos y vivían una vida normal, sin
perder el contacto con sus madres".

Pero, una vez más -como la mayoría de proyectos que se
iniciaron y de los cuales Narváez tiene un registro detallado-
el programa quedó en nada cuando se terminó el período
presidencial. Entonces, los niños volvieron a las cárceles y
el problema a su estado anterior.

No hay quien lo haga

Narváez -opuesta a la institucionalización de los hijos de
internos, por tratarse de niños "en circunstancias
especiales"- asegura que las líneas de acción están claras,
pero que falta liderazgo para concretar las inicativas. "Ya se
sabe que los niños deben permanecer máximo hasta que tienen 3
años con sus madres; que, a partir de ahí, requieren programas
que consideren la autogestión y en los que ellos puedan tener
atención permanente, educación, cuidados y que existe la
alternativa de ubicarlos temporalmente en otras familias sin
que pierdan el contacto con su familia natural", dice Narváez.
"Se sabe lo que hay que hacer, lo que hace falta es alguien
que lo haga"...

¿Por qué están allí?

Porque sus madres estaban embarazadas al momento de ser
detenidas. Porque fueron concebidos durante la permanencia de
ellas en las cárceles. Porque no tienen a nadie afuera que vea
por ellos, ni que se encargue de cuidarlos. Porque sus
familiares no tienen las condiciones económicas para ocuparse
de su vivienda, su alimentación y su cuidado.

Porque no hay suficientes instituciones de protección infantil
en las que puedan ser ubicados, y porque, en muchas de las que
existen, los hijos de presos, son estigmatizados, maltratados,
o simplemente, rechazados.

Porque, debido a su comportamiento -no anormal, ni
desequilibrado, pero si agresivo y desordenado, como
consecuencia del tipo de ambiente en el que se desenvuelven-
muy poca gente sabe como tratar con ellos. Porque sus madres
se resisten a enviarlos afuera, debido a las experiencias
amargas que han tenido algunas (fugas de los menores, muertes
en ciertas instituciones por falta de cuidado, abusos
sexuales, etc).

Porque, a pesar de las buenas iniciativas privadas y de
voluntariado, que ayudan a paliar medianamente el problema, no
existe una política global de Estado, ni un presupuesto mínimo
para los hijos de la justicia.

O, simplemente, porque tuvieron la mala suerte de nacer en el
lugar y en el momento equivocado. Por eso, los niños están en
las cárceles.

El arte de desaparecer

Hasta 1986, el problema de los niños de las cárceles existía,
pero no era tan grave como el actual. Fue a raíz del
incremento del delito de narcotráfico -y de la promulgación de
la Ley de Tráfico de Estupefacientes en 1990- que el conflicto
se agudizó. ¿La razón?
El 90% de mujeres detenidas en centros de reclusión del
Ecuador han llegado allí por problemas con drogas (el
narcotráfico es actualmente la primera tendencia delictiva en
el país).

"Las mujeres son, con mucha frecuencia, las "mulas" de carga o
los contactos entre las bandas que trafican droga; son
prostituidas y utilizadas y caen con facilidad al hacer el
trabajo de correo", afirma Grimaneza Narváez. La consecuencia
obvia de el aumento de la población femenina en las cárceles
es el aumento de la población infantil.

¿Qué hacer con los hijos de los presas?, sigue siendo la
pregunta primordial. La mayoría de internas en el país no
tienen sentencia y no han sido declaradas culpables de ningún
delito. Por lo tanto, no han perdido la patria potestad sobre
sus hijos y no habría -según Narvaéz- un argumento legal para
separarlas de sus pequeños.

Las razones humanitarias -de las que hablaba uno de las
autoridades carcelarias entrevistada por BLANCO y NEGRO, y que
prefirió no identificarse- también pesan a la hora de decidir
el destino de los hijos de las internas. Y existe, además,
otro factor: cada vez que alguien intenta realizar un estudio
sobre los hijos de las cárceles, cada vez que alguien intenta
contarlos o acrecarse a esta realidad, los niños "desparecen"
de las cárceles como por arte de magia. Se trata del miedo. De
ese humano miedo que siente cualquier madre ante la
posibilidad de querdarse sin su hijo.

"Es algo sin nombre"

El doctor Augusto Durán, presidente de la Corte Nacional de
Menores, inclina su cabeza sobre un subrayado Código de
Menores y dice: "Es terrible que los niños tengan que
acompañar a sus madres a pagar sus penas".

La Corte debería tomar contacto con los organismos estatales
responsables de los menores de edad, para impulsar una gran
campaña que permita garantizar la libertad de esos niños, que
no tienen la culpa de pagar las penas de sus madres, señala el
juez.

Esta situación es una responsabilidad de toda la sociedad
civil del país y de las instituciones comprometidas con la
causa de los menores. "Me parece algo sin nombre que los niños
estén en ese lugar", se lamenta el magistrado. Augusto Durán
informa, además, que el Código de Menores impide que los niños
estén en la cárcel, por lo que sería un atentado a la ley la
situación actual.

"Me comprometo, porque tengo la facultad de ello, a pedir en
el Consejo Nacional de Menores, una solución este problema tan
grave", ofrece el presidente de la Corte.

Detenidas Menores Menores en centros Edad
en la cárcel de protección promedio



Quito 334 150 138 0 y 15años
Ibarra 57 51 3 -
Machala 60 65 - 0 y 12años
Quevedo 40 35 9 1mes y 8años
Esmeraldas 54 30 35 1mes y 12años
Guayaquil 211 80 - 1mes y 14años
Ambato 36 15 15 -


N: Promedios actualizados de las principales ciudades del país
El número de menores oscila constantemente en el años (por
vacaciones, Navidad, etc).

A Sally alguien le hizo algo

Sally es una pequeña negra de enormes ojos cafés. Tiene el
pelo ensortijado y oscuro y una nariz pequeñita. Es silenciosa
y frágil. Llora con facilidad, especialmente cuando alguien
que la ha abrazado -a Sally le encanta que la abracen- se
separa de ella y la deja junto a los demás niños. También
cuando a algún niño se le ocurre quitarle el cromo de un
jugador de fútbol de Barcelona que ella exhibe orgullosa, como
si fuera la foto de su papá.

Su madre se entristece mucho cuando cuenta que Sally no se
deja vestir con facilidad y que grita desesperada cuando ella
intenta ponerle la ropa interior o asearla. "Alguien le hizo
algo", dijo una vez la mujer. "Alguien; un familiar..."

La madre supone que sucedió hace más o menos ocho meses,
cuando la pequeña abandonó la cárcel temporalmente. Pero como
hacerle un examen resultaría traumático para la niña y ella no
puede contar lo que todos creen que le pasó, la psicóloga de
la guardería trabaja con ella bajo el supuesto de que sí; de
que alguien abusó de Sally y la marcó para toda la vida.

Sally tiene ahora dos años y medio y es una de las pequeñas
que pasa el la mañana en la guardería infantil de la cárcel
del Inca y la noche con su madre, al interior de los
pabellones. Igual que Pablito, el hijo de una interna que fue
violada por 10 soldados en el oriente. El pequeño -fruto de
esa violación- llegó hace poco tiempo a la guardería y parece
un niño tranquilo. Sin embargo, no es tan afectuoso como los
demás.

Sonríe poco y casi siempre juega solo, encaramado en un
pequeño caballo de ruedas.

En la guardería de la cárcel de mujeres hay regularmente
cincuenta niños (28 niñas y 20 niños). Un poco menos de la
mitad del total de los que habitan en la cárcel. Ellos son
atendidos por cuatro profesoras (una de ellas es una interna),
un pediatra, una psicóloga y la directora del centro. Se
alimentan y se curan gracias a donaciones permanentes de
empresas privadas y a acuerdos con hospitales y servicios
médicos.

En la guardería, los niños pueden permanecer desde que son
lactantes, hasta que tienen cinco años. Sin embargo, hay
pequeños hasta de siete que siguen jugando con rompecabezas o
cubos, mientras sus contemporáneos -afuera- aprenden a leer,
escribir, sumar y restar.

Las profesoras lo permiten porque saben que, en la mayoría de
los casos, cuando abandonan la guardería, los niños no van a
la escuela ni reciben ningún tipo de formación. Simplemente
permanecen junto a sus madres esperando la hora de la
libertad. Sin embargo, muchas veces, todo el trabajo de la
guardería se pierde cuano los pequeños vuelven a sus estrechos
"hogares" de rejas.

Madres

Una puerta de malla y un enorme candado -que las madres solo
pueden cruzar en casos especiales (si tienen que dar de lactar
a sus hijos o si han sido llamadas por el personal de la
guardería)- resguardan la guardería.

El lugar es una especie de remanso en el centro de
rehabilitación. Allí, todas las mujeres -las presas por
drogas, acusadas de narcotráfico, asesinato o robo- todas, son
simplemente madres que desfilan diariamente por la puerta de
la guardería dejando algún alimento para sus hijos,
averiguando si tendrá turno para ir al dentista o preguntando
si se ha portado bien.

Los casos son difíciles, pues los niños, a su corta edad, han
visto demasiadas cosas. Pero las profesoras -o "tías" como las
llaman los niños- se han acostumbrado a tratar con ellos.

Niños al fin al cabo

Los hijos de las internas están presos también. Y eso tiene
sus consecuencias: son niños inestables y conflictivos;
desobedientes y, a veces, muy agresivos. Tiernos y con una
enorme necesidad de afecto, pero también desconfiados y
desordenados.

María Augusta Cruz, directora de la guardería infantil de la
cárcel de mujeres, es una de las personas que mejor los
conoce. Ella se resiste a sumarse a la corriente que cataloga
a los niños que crecen en las cárceles como la generación de
los "futuros delincuentes". Sin embargo, no deja de reconocer
que si no se toman medidas urgentes para rehabilitarlos, el
futuro no presenta mayores opciones. "Se trata de niños que
tienen que aprender a defenderse desde muy pequeños; que han
visto de todo y llegan con muchos traumas. Aquí reproducen el
lenguaje y los comportamientos que ven adentro en la cárcel".

"Son niños carentes, en muchos casos, de la imagen de una
estructura familiar o del sentido de privacidad y de los
límites". Pero niños, al fin, como cualquier otro niño...
pequeños que juegan, pelean, corren y alborotan a las "tías"
de la guardería. Que se lanzan al abrazo cuando alguien les
sonríe. Y que esperan ilusionados -como cualquier otro niño-
la llegada de Papá Noel la noche de Navidad.

Papá Noel no vino por ellos

"Jo, jo, jo, jo"... la risa de viejo Noel se escuchaba esa
mañana, desde la puerta de entrada a los pabellones de la
cárcel hasta la última de las celdas.

La música de Navidad comenzó a regarse por los corredores y
las canchas; por entre la ropa de niño colgada en los
ventanales de las celdas, por sobre unas pocas cunas hacinadas
junto a las camas, y por entre las cabezas de un montón de
bebés dormidos en los brazos de las madres.

"Dulce Jesús mío, mi niño adorado, ven a nuestras almas
niñito, ven no tardes tanto..."; los villancicos se escuchaban
claramente al acercarse al comedor. "Ahí están comiendo
helado", le decía un pequeño a su madre, mientras intentaba
jalarla hasta el lugar del que provenía la fiesta.

Pero, esta vez, era una fiesta privada. Se trataba de un
homenaje navideño que -cargado de guitarras, caramelos,
regalos y noeles- llegó esa mañana para las presas colombianas
y sus hijos.

"A pesar de que, por desfortuna, ustedes están aquí, para
nosotros siguen siendo unas buenas ciudadanas y esta vez hemos
venido a traerles un mensaje de esperanza": la voz del
embajador de Colombia sonaba emocionada. Varias lágrimas se
deslizaron por los ojos de una de las presas cuando el
sacerdote bendijo a los niños.

Ellos, por su parte, tuvieron su propia fiesta. Corrían de un
lado a otro y bailaban al ritmo de la música que pasó de
villancicos a vallenatos.

"Acórdate Moralitos de aquel día..." Las internas de primera
fila rompieron el baile; las de más atrás permanecían en
silencio.

Caramelos y un regalos para los niños. Esperanza de
repatriación y libertad para las madres. Y del otro lado de
una de una de las paredes del comedor -tras una rejas altas y
estrechas- un montón de niños que, entre gritos y silbidos
intentaban llamar la atención de un Papá Noel que, esta vez,
no había venido por ellos.

Estás detenido 30 años...

"Aquí se ven cosas feas. Una vez, dos chiquitos estaban
jugando y el uno le cerró la puerta de una celda al otro y le
dijo: está detendido, no puedes salir en 30 años"... Michelle
Estrella, la reina de la cárcel de mujeres del Inca, se
estremece cuando habla de las cosas por las que tienen que
pasar los hijos de las presas, en las cárceles. Es quizás
porque su propia infancia -no muy lejana: Michelle tiene 17
años- la vivió en un ambiente sórdido y en medio de un hogar
destruído.

"Ellos aprenden cosas feas, dicen malas palabras, se gritan y
se pelean por cualquier cosa, igual que sus madres", dice esta
morena, robusta y bonita. Ella tiene planes con los niños,
cree que es posible convencer a las madres que lo mejor para
ellos es asistir a una guardería, estar en un mejor ambiente.
Piensa que durante su reinado -y con el apoyo de la Reina de
Quito, que "también trabaja en eso"- podrá lograr que se
termine el problema.

A Michelle no le gusta hablar de su infancia y tampoco de las
razones que le llevaron allí. "Yo estoy sola y así como entré
en esto, tengo que salir", dice. No sabe cuando lo hará, pero,
por lo pronto prefiere pensar en lo que puede hacer adentro.

Como ella, hay otra internas que están preocupadas por los
niños de la cárcel. Una de ellas es Mariana Miño, madre de
nueve hijos y profesora con más de 20 años de experiencia que,
por problemas de droga -ajena- terminó en la cárcel. Allí,
esta mujer ex militante del MPD y ahora evangelista
convencida, quiere organizar una escuela "para iniciar a los
niños en el estudio de la Biblia y el rescate de los valores".
Su solicitud todavía no pasa de las manos de las autoridades.

Noche Buena con mamá

Un juguete dibujará la sonrisa de cada hijo de las 211
internas de la Penitenciaría del Litoral en esta Navidad.
Aunque el juguete sea de plástico es algo que alegrará a
pequeños que viven en un mundo desconocido por ellos.

BLANCO Y NEGRO estuvo allí y comprobó que los tres pabellones
de la cárcel de mujeres denotan un ambiente de fiesta. Un
arreglo navideño adorna el interior de las celdas, mientras
las reclusas esperan el juguete que entregue alegría.

Son varios los ofrecimientos. El Municipio ha prometido algo,
igual la Gobernación del Guayas. También varias fundaciones
privadas, los comerciantes de la Bahía, la Iglesia y, por
supuesto, los políticos.

La población infantil está conformada por 80 niños menores de
seis años que viven en forma permanente junto a sus
progenitoras en cautiverio, y una población flotante de casi
200 niños, cuyas edades fluctúan entre seis y doce años, y que
por ocasión de Navidad se encuentran al interior desde inicios
de diciembre. Sin embargo se sabe que el número real de hijos
de las internas sobrepasa los 300.

Esta cárcel de mujeres ha cambiado, ya no se nota ese ambiente
de promiscuidad y violencia que caracteriza a los centros
penitenciarios. A decir de las internas, la mano de la
directora ha hecho cambios, incluso confían en ella, y la
directora se confunde en goce de plena camaradería. "Es muy
buena persona, nos atiende, ella misma nos trae la comida
desde los mercados, incluso los días domingos. Parece como si
estuviéramos en familia", comentó Mercedes Silva, una mujer de
40 años, tres hijos, pero que demuestra más edad por el
sufrimiento.

Sin más ni más, el espíritu de Navidad ha invadido la
Penitenciaría.

Nada como una madre

En la cárcel de Ambato pernoctan únicamente los menores
lactantes. El resto de niños viven con familiares o en centros
infantiles de Quito y Ambato. "Pienso que existen unos seis o
siete niños", expresó la visitadora social del centro
carcelario, Inés Valle, quien dio muestras de desconocimiento
total sobre el estado en el que se encuentran los infantes.

Mientras las trabajadoras sociales de los Tribunales de
Menores de Tungurahua señalan que los menores no deben
permanecer en el Centro de Rehabilitación Social, junto a sus
madres, la directora del Hogar Santa Marianita, Eulalia
Vásconez, señaló que los infantes deben estar junto a ellas.

"El factor afectivo entre la madre e hijo es fundamental para
el desarrollo del individuo, aunque permanezcan en un ambiente
desfavorable. Es responsabilidad de Gobierno y autoridades
provinciales que en las cárceles existan guarderías infantiles
y educación escolar", indicó Vásconez. El Hogar Santa
Marianita ha recibido únicamente a dos niñas que actualmente
estudian en la escuela 3 de Noviembre de Huachi Chico, debido
a que en la cárcel no contaban con ninguna persona que les
imparta educación escolar.

Dio a conocer que al retirar a los menores de sus madres les
hacen daño, ya que el sistema de formación del Hogar Santa
Marianita es diferente al de su madre y familia. "Aquí tienen
apoyo moral, juguetes, comida, ropa buena y el cariño de las
madres cuidadoras, pero cuando sus madres salen de la cárcel y
deben regresar a su ambiente propio sufren mucho", puntualizó.

Entre tanto, Graciela Robles, trabajadora social del Tribunal
de Menores N+2 de Tungurahua, señaló que los funcionarios del
Centro de Rehabilitación de Ambato deberían reportar el estado
en el que se encuentran los niños de las internas, a fin de
buscar las instituciones que les brinden protección hasta que
sus madres cumplan la condena, "pero no recibimos información
alguna", dijo.

En una celda busca la paz

El pequeño Marlon estaba impaciente. A él no le importaba si
su madre estaba en una entrevista o si solo conversaba con una
amiga. Lo único que quería era que ella le prestara atención y
le resolviera el terrible problema de conseguir un recipiente
para recibir el arroz que, en ese momento, las guías repartían
entre las internas. Marlon, un morenito delgado y de ojos
vivaces, vestido de short y camiseta, tenía en sus manos una
olla con sopa caliente e -impaciente- hacía graciosos
movimientos con sus pies para llamar la atención de su madre.

El sol, calcinante a la hora del rancho, hacía más molestosa
su espera. Después de todo, cuatro bocas hambrientas más (la
de su madre y sus tres hermanos que también viven en la
cárcel) nos eran un problema fácil de resolver, sobre todo
cuando el asunto del rancho causaba constantes peleas e
insultos entre las internas.

Pero Dayra lo calmó. "No te preocupes hijito, ya nos van a dar
cogiendo el arroz". Y aunque Marlon siguió dando graciosos
saltitos sobre el piso de cemento de la cancha, su madre -y
madre de siete hijos más- no se desesperó. Después de todo, ya
le habían pasado demasiadas cosas -un año y medio en la cárcel
por haber estado en el lugar equivocado a la hora equivocada y
haber sido acusada de narcotraficante, sin tener nada que ver
con drogas- eran algo muy grave, como para perder el control
por algo tan pequeño.

Así que, mientras relataba su historia, Dayra despachó a su
pequeño, habló de su otros cuatro hijos fuera de la cárcel,
sonrió, lloró y pidió justicia en su caso, en el que aún no se
dicta la sentencia.

Contó, además, como cada día, encerrada en su celda les enseña
a sus pequeños las vocales, los colores y los números. Y como,
cada noche, se imagina que está en su casa y, amontonada en su
cama con sus cuatro hijos y en medio del ruido insportable del
pabellón, intenta contarles un cuento, o cantarles una
canción, para que ellos se duerman en paz. (Social) (Blanco y
Negro No. 86) (Diario HOY) (págs 1-8)
EXPLORED
en Ciudad Quito (Ecuador)

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