Quito. 02.12.93. Tremendo fue el desenfreno sexual de los
conquistadores españoles en América, especialmente de frailes y
soldados. Y, como hemos dicho antes, las autoridades buscaron
controlarlo mediante una variedad de leyes y disposiciones
represivas.

Mas no bastaban las prohibiciones legales para refrenar la
rijosidad de esos aventureros. Al menos, parece que eso fue lo
que pensó la corona española, que por Real Cédula de 1526
autorizó a Bartolomé Cornejo para que pudiera fundar en Puerto
Rico "una casa de mujeres públicas... en sitio conveniente,
habiendo necesidad de ella para excusar otros daños". Poco
después, una disposición similar autorizaba a otro proxeneta el
establecimiento de una casa de prostitutas en Santo Domingo.

Con el avance del tiempo y la consolidación del sistema colonial,
se endureció el moralismo de las autoridades metropolitanas. Y
especialmente riguroso se volvió ese moralismo respecto de la
prostitución, que pasó a ser un delito público activamente
perseguido, estableciéndose fuertes sanciones para las mujeres
que la ejercían y también para sus clientes.

Buen ejemplo de esto fue lo ocurrido en Quito, hacia fines de
1785, cuando don Pablo de Unda y Luna elevó denuncia al Ministro
de Indias, don José de Gálvez, acerca de "que el Provincial de
los Frailes de San Agustín, llamado Fray Nicolás Saviñón,
siguiendo en su vejez con tenacidad una vida abandonada a la
prostitución venérea, a puesto al Tribunal de esta Real Audiencia
en la necesidad de desterrar de este pueblo a una mujer de su
torpe trato; no obstante de esto, él permanece en buscar otras y
otras de la misma naturaleza; con una conducta tiene en
alteración su comunidad, y en escándalo a la ciudad".

Ante esta denuncia, el ministro ordenó, el 26 de abril de 1786,
que el presidente Villalengua y Marfil informase sobre la
situación y conducta del mencionado religioso. El 18 de octubre
de 1786, el presidente elevó al ministro de Indias una respuesta
calculada para calmar las inquietudes del monarca y evitar una
sanción al fraile. Decía en ella: "Noticioso el Tribunal de esta
Real Audiencia de la escandalosa vida de Rosa Sarate, mujer de
don Pedro Cánoba, la cual traía relaxada la juventud (de Quito),
mandó a los 25 de octubre del año pasado de 1784 comisionar al
oidor semanero, don Fernando Cuadrado, para que seguida sumaria a
la citada mujer, se resolviese lo conducente de su contención, y
escarmiento de otras de la misma especie.

De estas diligencias resultó que uno de los sujetos comprendidos
en su torpe comercio era el padre fray Nicolás Sabiñón, con cuya
justificación fue determinada la reclusión de la expresada mujer,
por el término de dos años, en el Monasterio de Monjas de la
Villa de Riobamba... (Y en cuanto) se asegura que el expresado
religioso continúa relaxadamente con otras mujeres,... nada me
consta en este particular,... pues aunque he oído alguna especie
suelta, ha sido sin el menor fundamento, producida quizá de
emulación, u otros fines semejantes, de que usan con frecuencia
estas gentes..."

El 13 de mayo de 1787, el rey quedó enterado de la situación pero
no convencido de la repentina rehabilitación moral del agustino.
Así, pues, ordenó al presidente de Quito que, de todos modos,
"observe la conducta del religioso para poner remedio si fuese
desarreglada".

EL QUITO ALEGRE

Desde sus comienzos, Quito, la alegre capital de la audiencia,
pareció ser una ciudad irreductible a las disposiciones
moralistas de la metrópoli. Y es que los mismos españoles habían
creado en la ciudad tal clima de liberalidad sexual que,
finalmente, este terminó contagiando a los sectores sociales
subalternos y creando una suerte de "cultura del amor libre".

Javier Ortiz de la Tabla (1992) señala, para el siglo XVI, varios
ejemplos de esa libertad de costumbres que reinaba en la ciudad:
"El licenciado Auncibay fue acusado de cinco o seis adulterios
con la gente "más granada de Quito", incluida la segunda esposa
del viejo conquistador, contador y encomendero Francisco Ruiz y
de otros "siete u ocho desfloramientos de doncellas"; "no ha
dejado negras e indias de quien tiene hijos ni mujeres viudas con
quien no haya tenido acceso carnal".

Su casa, con cuatro deudos y tres criados, fue definida por el
presidente Barros, como "escuela de vicios y carnalidades"; doña
Magdalena de Anaya, viuda de don Cristóbal Colón y mujer del
oidor Venegas de Cañaveral, fue calificada por este presidente de
"libre y licenciosa"; el oidor Hinojosa "vivió como un Eligabalo"
(sic); el presidente Narváez murió teniendo a su manceba al lado;
el fiscal Morales Tamayo se vio involucrado en "adulterios y
virginidades" y el fiscal Peralta mató a su mujer y al joven
encomendero Diego Martín Montanero al encontrarlos en adulterio."

En el siguiente siglo colonial, el de la gran producción textil y
mayor bonanza económica de Quito, se acentuó esa liberalidad de
costumbres. La aristocracia colonial, formada por ricos obrajeros
y encomenderos, así como los no menos ricos comerciantes,
volvieron consuetudinario su antiguo modo de vida desenfadado. A
su vez, los curas pícaros y la creciente chusma citadina -formada
por artesanos, pulperos, pequeños comerciantes, arrieros,
sirvientes de casa grande, etc- aportaron un espíritu musical y
festivo a ese modo de vida quiteño que, finalmente, se convirtió
en una verdadera cultura urbana, que diferenció notoriamente a
Quito del resto de ciudades y pueblos del país.

Una cultura en la que confluían y se entrelazaban la picardía y
la beatitud, el libertinaje y la religiosidad, el festejo
nocturno y la ceremonia religiosa, el amor furtivo y la
formalidad matrimonial. En fin, una cultura de doble moral que
ocultaba, detrás de una imagen de ciudad pacífica y franciscana,
la pícara faz de una ciudad hedonista, que vivía a las sombras de
la noche la humana libertad que el colonialismo encadenaba
durante el día.


Por acá, en el barrio de San Marcos, menudeaban las serenatas y
los grupos de jóvenes serenateros. Por allá, en San Roque, las
cantinas de la "Esquina de las Almas" y de la "Esquina de la Cruz
Verde" abrían sigilosamente sus puertas a la clientela conocida.
Acullá, por la Mama Cuchara, los alegres frailes dominicos
competían con los jóvenes del pueblo en cuestiones de canto y
baile. Entretanto, en el Tejar Bajo, la casa de un oidor sureño
congregaba a gente de la aristocracia y servía de escenario para
que la anfitriona, una bella chilena pelirroja, enseñase a los
asistentes los coquetones pasos de la cuenca, con tan buen éxito
que ese ritmo austral se incorporó a la cultura popular quiteña y
el mismo barrio terminó llamándose "de la chilena".

EL QUITO DIECIOCHESCO

Para el siglo XVIII, Quito era ya una afamada "ciudad alegre", a
la que Jorge Juan y Antonio de Ulloa terminaron por darle "mala
fama" universal mediante sus "Noticias secretas de América". En
efecto, estos dos notables militares y científicos españoles, que
llegaron en marzo de 1736, acompañando a la Misión Geodésica
Francesa, descubrieron al mundo la existencia de una recoleta
ciudad andina que por las noches se transformaba en una especie
de Sodoma o Gomorra.

Entre sus observaciones anotaron que el vicio "más escandaloso y
más general (era) el del concubinaje, en el cual están
comprendidos europeos y criollos, solteros, casados,
eclesiásticos seculares y religiosos". Particular atención
mereció de estos marinos españoles el fandango, atrevida fiesta
con baile que era tradicional en la ciudad y donde, según Juan y
Ulloa, no había "culpa abominable que no se cometa ni indecencia
que no se practique".

En la misma perspectiva, analizaban finalmente la conducta
femenina, afirmando: "No es regular en (Quito) haber mujeres
públicas o comunes, cuales las hay en todas las poblaciones
grandes de Europa, y... tampoco lo es el que las mujeres guarden
la honestidad que es correspondiente a las que no se casan, de
suerte que, sin haber rameras, está la disolución en el más alto
punto a donde puede llegar la imaginación."

Muchos años después, a comienzos del siglo XIX, llegaba a Quito
la expedición científica presidida por Alejandro de Humboldt, a
la que luego se integró el joven botánico neogranadino Francisco
José de Caldas. Estos nuevos huéspedes extranjeros hallaron que
Quito seguía siendo una ciudad tan libertina como antes.
Horrorizado, el pobre Caldas escribió: "El aire de Quito está
viciado. Aquí no se respiran sino placeres. Los escollos de la
virtud se multiplican y parece que el templo de Venus se hubiera
trasladado de Chipre a esta parte." Humboldt, más maduro y
mundano, se limitó a consignar: "En ninguna ciudad he encontrado,
como en ésta, un ánimo tan decidido y general de divertirse".


EXPLORED
en Ciudad N/D

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