QUITO. 18.01.91. (Opinión) Ante el espectro pavoroso de la
guerra, la humanidad entera clama por la paz. Cuando el paso
y el peso de las legiones romanas, detentadoras de la fuerza,
eran única clave para una supuesta "pax" nacida, no del libre
acuerdo de voluntades, sino de la subyugación al poderío
hegemónico del imperio, el mensaje revolucionario de Cristo
fue precisamente "Paz a los hombres de buena voluntad".

Durante veinte siglos, la guerra siguió siendo factor
preponderante, y hasta en los cortos lapsos en los que el
estruendo bélico parecía cesar, la precaria paz se
fundamentaba en la doctrina del "equilibrio de fuerzas", que
no era sino recíproco temor entre las grandes potencias.

La historia humana, entonces, aparece apenas como sucesión de
conflictos y muchos han proclamado que el enfrentamiento entre
unos y otros es parte de la naturaleza humana: "Homo homini
lupus".

Larga ha sido la evolución del pensamiento para reconocer
errores inverterados en la concepción del mundo y el hombre.
La esclavitud estuvo vigente hasta 1926, cuando una convención
universal la abolió.

La guerra de conquista, considerada legítima, fue instrumento
de expansión y gloria en la que cimentaron su fama muchos
líderes. Los campos de batalla fueron palenques válidos y
hasta deseables para la grandeza de las naciones. Pero todo
ello estaba fundamentado en la fuerza, como "ultima ratio", y
ésta desencadena la invitable lucha de todos contra todos:
los medios más repudiables se vuelven aceptables y hasta
necesarios: mala fe, maquiavelismo, calumnia, usurpación,
crimen son elevados a la categoría de medios idóneos para
conseguir los más protervos fines. Y Leviatán parece triunfar
definitivamente sobre Ariel.

Mentes lúcidas, sin embargo, han insurgido contra tal modo de
pensar y actuar, anticipándose a los tiempos. Entre
nosostros, por ejemplo, el magnánimo Sucre, después de Tarqui,
proclamó que "la victoria no crea derechos", principio que
demoraría más de un siglo en ser aceptado por la comunidad
internacional, aunque siga siendo con frecuencia incumplido.

La Liga de las Naciones, tras la I Guerra Mundial, no llegó a
proscribir el enfrentamiento bélico y, aunque no se le puede
culpar como organismo del fracaso que significó la II Guerra
Mundial, cuya responsabilidad compartieron todos los líderes
envueltos en la pavorosa contienda, pero en especial la
desequilibrada mente de Hitler, sí cabe reconocer que dejó
abierta la puerta para que precisamente el Fuhrer renovara la
doctrina nefasta de la fuerza como razón suprema.

De nada valió la luz que surgió del Pacto Briand-Kellog,
primer tratado internacional que estableció la renuncia a la
guerra como instrumento de política internacional y proclamó
la solución pacífica de todos los conflictos, sucrito el 28 de
agosto de 1928, del que fueron parte Estados Unidos, Francia,
Gran Bretaña, Alemania, Italia, Japón, Polonia,
Checoslovaquia, Bélgica, los dominios británicos y
posteriormente la URSS.

La II Guerra Mundial restableció la mala fe como norma de
conducta entre las naciones, volvió a considerar los tratados
como "chiffon de papier", despedazó al planeta con el fragor
de sus batallas, bombardeos masivos, destrucción de ciudades y
bienes culturales, millones de muertos, heridos y
desaparecidos, genocidios, campos de concentración, cámaras de
gas, hornos crematorios y finalmente, la bomba atómica -que
coloca el nombre de Truman entre los grandes criminales de
guerra de todos los tiempos-.

Este conflicto sin paralelo hasta entonces obligó a
reflexionar y permitió el surgimiento de la Organización de
las Naciones Unidas el 26 de junio de 1945, esperanzadora
expresión de los afanes de toda la comunidad internacional por
hallar rutas de paz, seguridad, respeto a los derechos y
dignidad de la persona y vigencia permanente de los principios
jurídios en las relaciones entre los pueblos.

La guerra fue declarada objeto ilícito en el Derecho
Internacional público, se condenó la agresión, la
intervención, el colonialismo, el irrespeto a los derechos
fundamentales del hombre, la solución armada de los
conflictos, la injusticia social. Una nueva alborada permitió
renacer las esperanzas de la humanidad.

Pese a vacíos, equivocaciones, intentos hegemónicos de las
grandes potencias y hasta errores manifiestos, la ONU ha
significado avance positivo en la estructura jurídica del
mundo.

El proceso descolonizador que ha permitido el acceso a la
independencia de numerosos pueblos antes subyugados, la
proclamación universal de los derechos humanos con la serie de
convenciones que procuran hecerlos respetar y el desarrollo
progresivo del Derecho Internacional con múltiples normas
jurídicas en todos los campos, son logros significativos que
no pueden quedar echados en saco roto por la vesania de
líderes que desafían a la comundiad internacional al vaivén de
megalomaniacos impulsos.

El moderno Jus Gentium solamente permite dos posibles usos de
la fuerza: primero, cuando un Estado agredido se ve obligado a
inmanente derecho de legítima defensa, y segundo, cuando la
comunidad internacional, por órgano del Consejo de Seguridad
de las Naciones Unidas, se ve en el caso de utilizar medidas
coercitivas para obligar al infractor del derecho vigente
entre las naciones, culpable de agresión y quebranto de la
paz, a respetar el ordenamiento jurídico universal.

En los actuales momentos es dolorosamente grave que, por
tristes experiencias y viejos prejuicios, mucha gente piense
que la situación que vive el mundo, drama que bien puede
convertirse en apocalíptica tragedia, es solo un conflicto
entre Estados Unidos e Irak, cuando en realidad se trata de un
enfrentamiento entre la comunidad internacional e Irak, por el
reiterado desacato de Saddam Hussein, dictador totalitario y
fanático, contra todas las normas del Derecho Internacional
vigente. (A-4)



EXPLORED
en Ciudad N/D

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