Quito. 11.03.95. ¿Se va dónde la patrona?, pregunta doña
Atanasia Chiluisa a todos los que pasan por su pequeña
vivienda de adobe. "¿Se va a la casa grande?", repite con
insistencia desde el umbral del cuarto oscuro que le sirve de
cocina. Pero nadie la escucha. Todos saben que ella -con sus
casi noventa años a cuestas- ha olvidado ya que, hace tiempo,
la hacienda se convirtió en un montón de retazos de tierra,
que la casa grande ahora es un museo y que la "patrona" murió
lejos, lo más lejos posible, de ese lugar. La anciana cree que
muy poco ha cambiado desde que ella, como ordeñadora, y su
esposo como mayoral, trabajaban en la hacienda. Recuerda
cuando siendo muy joven salió de la Argelia para seguir a su
marido a Solanda. "Era un hacendón -dice doña Atanasia- había
rejo, ganado, repelo, ceba, repollo para vender; el Segundo
trabajaba como huasicama". "Yo vine guambrita, aquí tuve a mis
diez hijos, aquí me envejecí...", dice. Habla despacio, como
si escogiera con cuidado cada recuerdo. En su rostro lleno de
surcos se dibujan -con fuerza- los años. También en sus
manos. Atanasia Chiluisa fue una de las ocho personas que
recibió como pago por el trabajo en la hacienda un pedazo de
tierra y una casa de adobe. Igual que ella, Rafael Cantuña,
Floresmilo Cantuña, Jorge Vega, Camilo Tacuzi, Luis Tipán y un
indígena de apellido Anatoa pasaron de huasipungueros a
pequeños minifundistas, cuando las grandes haciendas
comenzaron a lotizarse. Así nació el Palmar de Solanda. Los
ocho propietarios se unieron, las familias se multiplicaron y
los lotes se subdividieron por herencia y compra-venta. El
resto de la hacienda heredaron los jesuitas y más tarde lo
urbanizó el Banco de la Vivienda y surgió un barrio marginal
del sur de 27 mil metros cuadrados de extensión. Pero
Anastasia Chiluisa no lo sabe. No sabe que sus hijos se fueron
y que llegaron otros. No sabe que allí ya no viven 8 familias,
sino 180. Lo que le importa es encontrar a alguien que vaya
hasta la casa de hacienda, pues ella, con sus pasos lentos,
tardaría demasiado. Por eso, no se cansa de preguntar a todo
aquel que pasa frente a su casa de adobe: "¿Se va a ver a la
patrona?" La verdad es que lo único que quiere es enviar un
mensaje. "Si le ve dígale que se acuerde de nosotros, que a
los antiguos ya no nos queda nada...".

YA NO PUEDEN CON EL MAL OLOR

"Pero nuestro principal problema es el alcantarillado",
insiste Manuel Varela cuando -con cada nuevo descubrimiento-
la conversación quiere tomar otro rumbo.

"Es que como no lo tenemos, no podemos pedir que se pavimenten
las calles", explica, mientras señala los caminos de tierra
que, por el invierno, son más bien de lodo.

El único acceso empedrado es el que fuera el camino principal
de la hacienda. Los demás son senderos deteriorados por los
que se hace difícil caminar.

Pero la gente del barrio se las arregla. Lo que dicen ya "no
soportar", es la presencia -en el límite norte del barrio- de
la quebrada de Shashayacu, por la que corren las aguas
servidas de todos los barrios e industrias aledañas.

"Es un foco de infección y además un peligro porque tiene como
8 metros de profundidad", explica el presidente del Comité.

"Cuando llueve, el agua se desborda y hace dos años tumbó
algunas casas", asegura.

Según Varela, el barrio solicitó hace tres años a la Empresa
de Alcantarillado que construya un colector en el lugar.
"También pedimos que nos ayuden con los estudios técnicos para
el alcantarillado, pues el que construímos nosotros (a base de
mingas) tiene problemas a cada rato".

El barrio estará incluido dentro del Plan Maestro de
Alcantarillado y los estudios se hacen a nivel general, para
luego empezar con los trabajos.

Ellos lo entienden, pero no quieren esperar más. "Ha de ser
por lo menos un año -dicen- nosotros solo pedimos los estudios
técnicos, lo demás lo arreglaremos".

SOLANDA TIENE SU TIWINTZA

En 1986, el Palmar de Solanda fue, por fin, legalizado.

Por fin, pues el proceso para hacerlo tardó cerca de tres
años.

Y es que la simple voluntad no es suficiente cuando hay
trámites burocráticos de por medio.

Eso, ellos lo saben bien: "Nosotros queríamos hacerlo para
poder acceder a los servicios de manera legal", explica Manuel
Varela, presidente del Comité Barrial.

"Así que solicitamos al Municipio que nos apruebe la
solicitud", señala. Pero "el problema era que las ordenanzas
exigen que el 10% de la extensión sea destinada a áreas verdes
y nosotros no teníamos ese terreno".

Tuvieron entonces que pedirle al Municipio una extensión de
tierra de para cumplir con el requisito y, luego de casi tres
años, presentarse en las oficinas municipales para decir que
ya tenían lo exigido.

Pero los pobladores del Palmar de Solanda tuvieron más
problemas: al haber nacido como asentamiento, no cumplían con
otras especificaciones. Finalmente, la ley fue flexible y les
permitió conseguir la legalización.

"Ni un paso atrás"

Pero los problemas no se terminaron allí.

El terreno destinado para áreas verdes queda prácticamente
fuera del perímetro del barrio. Al no contar con ningún tipo
de infraestructura ni cerramiento, se parece demasiado a un
terreno baldío y los vecinos han puesto sus ojos en él.

Ahora, en el Palmar de Solanda hay un conflicto limítrofe. El
barrio ha tenido que ceder casi la mitad del terreno para que
sus vecinos no sigan avanzando. La condición es que se
respeten al menos 5 mil metros, en los que ellos han levantado
"un hito" que marque los límites.

"Desde ahí ni un paso atrás", bromea uno de los vecinos.

Se trata de un local que funciona como casa comunal pero que,
por estar tan lejos, no tiene agua ni luz. Menos aún,
protección o mantenimiento: los techos y las ventanas están
rotos, las paredes rayadas y los pisos sucios. Es el Tiwintza
del barrio y sirve para frenar el avance de los vecinos,
quienes, al no poder llegar a él, se han dedicado a lanzar la
basura desde fuera. "Esto es un regalo de a lado", bromea la
gente del Palmar de Solanda al ver el montón de desperdicios
amontonados, justo frente al hito que demarca su territorio.

CATZOS: UN SOFISTICADO ALIMENTO

La gente del Palmar de Solanda también come catzos. Solo que
aquí los pequeños animalitos se preparan de manera distinta
que en Cangahua Bajo, donde descubrimos la semana pasada el
curioso placer por comer este insecto. No importa mucho la
hora, ni la forma de atraparlo. Y tampoco parece importar
demasiado el color.

"Lo que interesa -según explican en el Palmar de Solanda- es
hacer que durante dos días el catzo se llene de harina para
que expulse todo lo que tiene adentro" Después, para "terminar
de matarlo" se le ahoga en agua sal y solo entonces se le
quitan las alas, la cabeza y las patas.

"De ahí se les fríe y ya", dicen. "Si se comen con fritada
saben a fritada, pero si es con tostado, entonces saben a
tostado", aseguran.

Lo cierto es que en el Palmar de Solanda, comerlos es lo
importante.

Quizás por eso, el proceso tiene menos de rito que en Cangahua
-donde la gente sale diez minutos antes de las seis de la
mañana y se dedica a perseguirlos hasta las seis en punto-
pero sí mucho más de sofisticación culinaria. Aquí los atrapan
-sin distingos de color- cuando éstos aparecen en el aire. Los
preparan durante dos días y luego, se los comen sin más.

QUITO Y LAS HACIENDAS

Por: Xavier Gutiérrez*

Muchos de los asentamientos populares de Quito, antiguamente
formaron parte de grandes haciendas. En nuestra ciudad, a
diferencia de la mayoría de las ciudades del mundo, los
asentamientos poblacionales periféricos o marginales en su
mayoría no se han producido por las "invasiones", sino
mediante la subdivisión de tierras de las antiguas haciendas
en torno a Quito.

El proceso se inició alrededor de la promulgación de la
primera ley de Reforma Agraria (en el año de 1963) con la
entrega de tierras a los trabajadores agrícolas por parte del
IERAC, en unos casos, y por entrega voluntaria de los
terratenientes, en otros. Las superficies de los terrenos son
en general de 5.000 a 10.000 metros cuadrados y estaban
destinados a la producción agrícola y al usufructo personal de
los campesinos. En un principio, su forma de vida manifestaba
elementos de una vida comunal. Eran pocas familias, muy
cercanas entre ellas, con problemas y aspiraciones comunes.

Poco a poco los terrenos se fueron fraccionando entre los
herederos o se los puso a la venta, hasta llegar a conformar
grandes asentamientos, alejados ya de las tradiciones rurales.

Para algunos investigadores, tres elementos han caracterizado
a este proceso: el precio alto que tuvieron que pagar los
sectores populares. Las significativas ganancias de los
propietarios. Finalmente las inversiones que el municipio
debió asumir.

¿Cómo viven actualmente sus pobladores?

Generalmente la tierra es inadecuada para el uso de vivienda,
(en especial las que se encuentran en las laderas de las
montañas o en lugares alejados del área delimitada como
urbana), sin infraestructura ni servicios básicos y con muchas
dificultades para su obtención.

La entrada sur de Quito es la que más presenta este tipo de
asentamientos. Aquí podemos encontrar casas o edificaciones
que llegan a los 80 o 90 años, acompañadas por construcciones
frágiles y espontáneas que manifiestan las condiciones de
pobreza en las que se encuentran las familias.

Si bien es cierto que las autoridades municipales son las
encargadas de encontrar las soluciones a falta de vías, agua,
transporte, alcantarillado, son logros que demandan la
participación de estos pobladores que, poco a poco han
conformado organizaciones sólidas y con resultados positivos.
Quizás, el recuerdo de pertenecer a un pasado común, puede
convertirse en un aliado para lograr la identificación de sus
miembros (y de hecho muchos barrios lo han logrado). (12B)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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