Guayaquil. 12 jul 98. ¿Qué importa esperar meses?

Creo que la pasión, inigualada en intensidad y amplitud, que
suscita el fútbol se debe a que cada equipo representa
enteramente, aunque en miniatura, al conglomerado humano
-barrio, ciudad o país- del que proviene, es hechura de su
realidad y asume sus aspiraciones. De ahí que solo en las
competiciones internacionales, cuando los deportistas visten
los colores de su bandera nacional y entonan el himno de su
país, esos símbolos cumplen su destino: afirmar ante el mundo
la existencia de la patria cuya Historia, formada por las
hazañas que simbolizan o en las que fueron útiles, resumen. El
resto es la pequeña biografía de cada jugador, que aumenta y
culmina cada vez que de él depende una victoria y que no se
empequeñece por una derrota: exalta, más bien, el valor del
esfuerzo común, comparable solo al de las heróicas acciones
colectivas, al trabajo llamado, "de equipo", como el de una
orquesta, más precisamente, por su belleza corpórea, a un
ballet, símil convertido en lugar común.

El fútbol, y más aún el Mundial, es el único espectáculo que
tiene la categoría de rito universal: el papa Juan Pablo II,
en su carta apostólica, "Dies Domini", publicado precisamente
cuando se jugaban los cuartos de final, ha debido recordar a
los católicos que el domingo es día de acudir a misa y no a un
estadio. Pero, pese a la universalidad del cristianismo, la
misa no es un espectáculo frecuente en Asia y Africa, menos
aún en los países árabes, donde el fútbol, en cambio, ha
entrado a formar parte de su cultura y luego lo será de su
tradición: baste recordar que se calcula en 300 millones el
número de espectadores que ha tenido el Mundial en China, que
el equipo de Nigeria asombró, por su calidad, en Francia y
que, en uno anterior, un jeque, sin duda petrolero a más de
dirigente deportivo, logró, tras una conversación con un
árbitro soviético (¿qué pudo haberle ofrecido : la "libertad",
millones de dólares, asilo, amenaza de secuestro o asesinato?)
anulara un gol ya sancionado. Y ese carácter ritual lo han
confirmado, quienes, sin entender todo o nada de cuanto
entraña el fútbol, lo han definido, a propósito del Mundial,
como "opio de los pueblos", también lugar común, atribuido
otrora a la religión.

Más humildemente, ¿cuántas oportunidades tienen nuestros
pueblos de asistir, aun cuando fuera de lejos, y a menudo sin
pagar, a un espectáculo, si se exceptúa el a veces sórdido, y
jamás gratuito, de la política? Es verdad que uno se compadece
del pobre individuo que debe realizar una gestión u obtener un
documento en una oficina pública, porque nadie hay que lo
atienda, pero lo mismo sucede antes y después de esa fiesta:
al fin y al cabo, nada parece haber en nuestros países que, a
juicio de funcionarios, particularmente los de ínfima
categoría, no pueda esperar dos o tres meses. O años.

El gol de Martín Campaña

Q ue no le gustaba el fútbol decía, que nunca había jugado, ni
ido al estadio, ni sido partidario de un equipo, y peor mirado
el juego en la televisión. Pero mentía, sintiendo al hacerlo
un nudo en la memoria, en la garganta, en el corazón.

Al padre, a veces se le ocurría llevarlo a esos partidos de
los equipos interbarriales.

Los años, y esa tonta nostalgia con que a veces llegan, le
traían de nuevo la algarabía de esos muchachitos, gritando
ante los avances o las derrotas de sus favoritos, los olores
de la comida que pasaba ante sus narices de pobres, el fervor
de algún lejano e insignificante gol.

Y sentía una emoción secreta, un estremecimiento, algo que a
veces hasta le nublaba la vista. Pero se refugiaba en su tenaz
negar.

Las imágenes infantiles volvían, sin embargo, pese a todas las
negaciones, y él acababa, furtivo, mirando de reojo en algún
aparato de televisión los partidos importantes, leyendo las
noticias deportivas en los periódicos, y hasta apostando
mentalmente por algún equipo, en los campeonatos.

Y en secreto, conocía el porqué de ese disgusto, ese intento
de desprecio, y al mismo tiempo esa afición larvada, como
vergonzante, hacia un deporte que mantenía de tiempo en tiempo
en vilo a todos todos cuantos le rodeaban en la casa, la
oficina, el bus, la calle, o como decían en el viejo
catecismo, "en toda parte y lugar". Pero seguía bromeando, con
desdén, lejanamente.

Hasta que un día, se topó con un grupo de fanáticos, que ante
el televisor de un almacén se agitaban, discutían y gritaban,
con frenesí, por un partido, en el que parecía írseles la
vida. Y ya no pudo rehusarse más: el pasado retornó,
incontenible.

Cuando cumplió doce años, el padre le había hecho uno de los
pocos regalos de su vida: un pequeño radio de transistores.

El mundo giraba entonces, una vez más, en torno a una pelota.

Iba por la calle, con el aparato pegado a la oreja, en el
momento más vibrante de un partido: Pelé avanzaba solo, con la
pelota, contra el arco contrario y estaba a punto de anotar el
tanto definitivo. Varios locutores hablaban a la vez, cada uno
más exaltado que el otro, un estadio entero gritaba en alguna
remota parte del mundo, y Martín Campaña, posesionado de esa
emoción que avasallaba a las multitudes, hizo su propio y
único gol en la vida.

Solo era una piedra menuda. Diminuta. Y el vidrio del
escaparate del señor Argundi, enorme, como una cancha de
fútbol.

Y volvió a vivir ese instante de estallido y parálisis,
mientras en el pequeño transistor seguían gritando goool,
goool, goool, y el feo rostro deforme del señor Argundi crecía
infinitamente sobre él, sobre sus tristes doce años, y sobre
la única conquista futbolera de su vida.

¿Y si voto por Zagallo?

G racias a Dios, el mundial de fútbol está terminado. Una
semana más y nadie aguantaba: hubiésemos reventado todos. No
solo los 80 mil fanáticos de cada partido en cada uno de los
estadios franceses, y los que se encaramaban en la torre
Eiffel y el Arco del Triunfo, cuando no alcanzaban las
entradas.

En casa, los maridos, los más necios de este deporte, no hacen
otra cosa que ver fútbol, en uniforme de futbolistas
inclusive, y hablar de fútbol. Y hasta en la cama, el momento
de la verdad, solo quieren ser goleadores.

Las mujeres... nadie como ellas para emocionarse con un gol o
siquiera con una volada de Chilavert en el voluptuoso aire de
Francia. Ni hablar cuando se trata de sufrir, porque para
sufrir, llámenlas. Por ejemplo en el partido Brasil-Holanda de
las semifinales, con el cabezazo del empate de Kluivert a los
87 minutos. Se morían. Sobre todo por Zagallo, tan viejito y
en esos trotes. Le podía dar un paro, pobrecito.

Pero, claro, lo compuso todo Taffarel con sus dos penales
tapados, Dios santo. Fue cuando ellas ensordecieron a los
maridos con sus gritos. Y lo declararon héroe, santo, dios. Y
dijeron que los brasileños debían cambiar por él al Cristo de
38 metros del Corcovado. Y que le iban a poner Taffarel a la
mascota más amada, quitándole Coky.

Si eso ha sido así con equipos ajenos, como hubiese sido si
Ecuador clasificaba. El acabose. Ya no nos hubiese importado
un bledo el bucaramato de nuestros pecados ni el alarconato de
estos últimos días. Ni los destrozos de El Niño, ni el precio
de las cosas. Ni que los peruanos se metieran al Amazonas
donde les cupiera. Nada.

Y no es que yo tenga nada contra el fútbol. Al contrario, si
no vengan a ver la pelota made in Pakistán firmada por Pelé en
uno de sus hexágonos que tengo. Nada como el deporte. Y como
suda uno levantándose de la butaca a cada gol, a cada volada y
comiendo canguil y bebiendo cerveza como mudo. Y como se libra
uno de pensar y de todo.

Tanto amo el fútbol que tengo miedo de que este domingo doce,
en vez de ir a votar por Jamil vaya a votar Ronaldo, Chilavert
o Zagallo. Amén.

El fútbol, delicia de multitudes

El fútbol es fervor, emoción, dolor, dicha, ansiedad, abismo y
éxtasis. Por 90 minutos la vida se suspende. Todo cabe en un
hilo.

Atrás quedan las deudas, los sentimientos, la inflación, los
desencantos. Todo se aplaza hasta que termine el partido y
volvamos a pisar la realidad. Realidad de pobreza y
decepciones, realidad electorera de promesas mesiánicas.

Es un caudal de emociones que fluye como un torrente que nos
hace abrazar al enemigo, saludar al desconocido, reir y gritar
con la multitud.

Es la catarsis de la que habla Eduardo Galeano. Su disfrute
une a intelectuales y analfabetos, ricos y pobres; concilia al
radical conservador con el revolucionario a ultranza.

Consigue lo que ningún poder político puede hacer: uniforma
criterios, contagia emociones, hace crecer la estatura moral
de un pueblo. Concentra a gentes de diversas culturas que caen
hipnotizadas bajo el letal hechizo.

Con el fútbol una vida insignificante se vuelve protagónica,
el individuo se siente hombre-multitud.

Posee la magia de convertir en un instante a cenicientos de
barriadas populares en verdaderos dioses. Tal fue Maradona.
Catapulta a otros al mundo de la política y el cine: Pelé.

Desmond Morris, antropólogo inglés, ve en el origen de la
agricultura el germen de lo que hoy es el fútbol. Este autor
lo compara con lo que fue la caza para el hombre primitivo. El
correr de la oncena tras una pelota para introducirla en la
meta y provocar la alegría del grupo, es lo mismo que el
juntarse para lograr la cacería de una presa.

Este deporte tiene su rostro oscuro.

La violencia es su pariente próxima: las barras bravas, el
hincha que destroza la casa y golpea a su mujer abrumado por
la derrota de su equipo favorito.

Es una pasión que puede provocar insólitas reacciones en grupo
de delincuentes que fungen de fanáticos.

A veces sirve como pretexto para avivar otras disputas,
despachar ciertas rencillas entre países.

Y puede, naturalmente, ser utilizado por el oportunismo de los
políticos como velo, engaño y opio de la sensibilidad popular.


El fútbol, la pasión colectiva actual. (Texto tomado de El
Comercio)
EXPLORED
en Ciudad Guayaquil

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