RUINAS JESUITICAS, por Luis Alberto Luna Tobar

Quito. 03.11. 90. (Opinión) Me ofreció la vida oportunidad
que se la agradezco. Mantuve años en mi imaginación,
alimentadas por lecturas de todo orden, diversas y hasta
contradictorias expresiones de uno de los valores históricos
más grandes de esta Amerindia nuestra: las reducciones
paraguayas. A pesar de cierta vagabundez gitana,
trotacaminos, tan común entre eclesiásticos y religiosos,
habiendo corrido mucho tierras americanas, no había tenido la
suerte de descubrir lo guaraní. Creo que para todos y desde
el primer instante, el Paraguay tiene un embrujo creciente,
una novedad incansada en el encanto sutil de cada paisaje, de
todo rincón, de cualquier persona.

Con José Ortega y José Luis Caravias, dos jesuítas que
vivieron años en Cuenca su exilio del Paraguay y que
regresaron a su jurisdicción religiosa dejándome gratitud y
amistad profundas, huésped de ellos y guiado por su fidelidad
a esta tierra de misiones, la he recorrido en la semana
pasada, cargando mi alma de sorpresas inimaginables y de
fascinaciones que sobrepasan todo nivel.

Abriendo cruces hacia todos los horizontes de un mundo verde,
quiebran los caminos paraguayos repetidos anuncios
impresionantes: "Ruinas jesuíticas". Cualquier jacobino
habría sonreído triunfante ante la posibilidad de encontrarse
con esas ruinas de la Compañía. Pero en el Paraguay, tanto
"ruinas jesuíticas" como "compañía" tienen un significado con
tanto apremio de valor y de importancia, que resulta un
triunfo encontrarse con las ruinas y una invitación a vivir la
más rica soledad descubrir una "compañía".

Se llama compañía, palabra que la ha adoptado como propia un
guaraní celoso de la autenticidad de su idioma, cualquier
comunidad cristiana, base de las ligas agrarias que lucharon,
luchan y lucharán, desde la época de las reducciones hasta el
día de hoy, por la amorosa posesión de la tierra de parte del
campesino que la trabajó y trabaja. Con Ortega y Caravias
visité muchas compañías, sobre todo aquellas en las que estos
dos hermanos trabajaron y sufrieron, desde su empeñó de
misioneros hasta su dolor de perseguidos y expulsados. Fui
testigo del amor, nunca olvidado, nunca apagado con el que les
recibieron, las familias que dieciocho años antes se
beneficiaron de su apoyo evangelizador y de su guía
constructora de comunidades.

Sintiendo vivamente el amor de esta "compañía", compañía de
Jesús entre campesinos, puede contemplar con el alma liberada,
exonerada de toda presión inhumana, aquella que el turismo
llama "ruinas jesuíticas": San Ignacio, Santa María, Jesús,
San Cosme y Damián y, sobre todo, la Santísima Trinidad. No
se puede comprender cómo se construyó tanto monumento de
humanidad; no hay piedra sin noble sentido humano, en estas
reducciones de los jesuítas en el Paraguay.

Si cada piedra tiene su sentido; si la ubicación de cada
recinto dentro del conjunto monumental de toda reducción
respondía a un profundo respeto de la personalidad indígena y
a un delicado ensamble de su cultura original con la fe
cristiana; si lo que se expresaba en cada ambiente
arquitectónico, sagrado o civil, comulgaba una confesión de
amor por lo aborigen con una declaración de convencimiento del
poder social de una fe nueva... si todo era tan grande como
delicado, tan monumental como nimio, tan personal como social,
porque las reducciones no se mantuvieron, por qué se las
destrozaron, abandonaron, destruyeron...

Corriendo caminos con estos dos hermanos jesuítas, Ortega y
Caravias, su silencio hondo de muchos momentos y sus palabras
guaranís de cada encuentro con los campesinos, contestaron
todas las preguntas que las ruinas jesuíticas formulaban a mi
corazón aventurero y contemplador. Lo que queda de las
reducciones paraguayas y que el poder turístico llama "Ruinas
jesuíticas" son un grito vivo, erguido, grito de piedra viva y
noble contra los poderosos que piensan que la verdad, el arte,
la fe y la comunidad se pueden enterrar, empedrar, derruir,
arruinar. Las piedras gritan... (A-4).

EXPLORED
en Autor: Luis Alberto Luna - Ciudad Quito

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