DE LA PROFECIA AL DESCONCIERTO*, por Jorge Enrique Adoum

Quito. 25.11.90. Se me ocurre oportuna una reflexión general
sobre estos dos decenios, cargados de dolor y ruina, el
primero, y de una esperanza rota el segundo, antes de entrar
en la sombra mala del desconcierto que ahora parece
proyectarse hacia lo que falta del siglo. Llegamos a estos
veinte últimos años con confianza en nosotros y certeza en el
porvenir: al fin y al cabo, la década de los años 60 comenzó
con el sacudimiento latinoamericano de la Revolución Cubana
-reflejado particularmente en nuestra súbita conversión en
profetas de una América Latina que justificara su definición
de continente del porvenir- y terminó con la hermosa travesura
revolucionaria que la poesía cometió en las sociedades de
consumo a partir de París, en mayo de 1968.

Pero en los años 70 volvieron, como una infamia recurrente,
las dictaduras civiles y militares, y en lugar de la utopía de
la esperanza la literatura latinoamericana fue por el mundo
exhibiendo la nostalgia del país que nos habían quitado, como
si esos regímenes hubieran sido de generación espontánea y no
excrecencias del mismo sistema aborrecible. Luego asistimos,
en el decenio que termina al "retorno a la democracia"
-expresión engañosa que entraña la afirmación de que la
habíamos conocido antes de los dictadores- y, con ella, el
retorno a la misma pobreza pero agravada, al Estado como
siempre autoritario, al país inmóvil. O sea que en treinta
años pasamos de la visión, entonces clarísima, del futuro que
era para mañana y estaba a la vuelta de la esquina, a una
nostalgia del pretérito perdido y de allí a la actual
aceptación de lo buenamente alcanzable (...).

Los intelectuales que se habían sentado en el borde de la
acera "a ver pasar el cadáver del imperialismo", y los otros
que, mártires a su manera, quisieron ser los que le dieran el
tiro de gracia, lo único que han enterrado es esa utopía,
puesto que parece gozar de mejor salud que nunca gracias a esa
suerte de salto hacia atrás que ha dado la otra mitad del
mundo, volviendo a la economía de mercado y al capitalismo
que, como "forma final de gobierno humano", según un ideólogo
del Departamento de Estado, constituye el modelo escogido por
quienes trataron de ser diferentes. (...) Pero lo realmente
grave es que, durante unos cincuenta años -y hablo solamente
de mi generación- nos "dieron duro con un palo y duro también
con una soga", nos encarcelaron y desterraron, nos torturaron
y nos mataron a algunos de los mejores, dejando trunca la
literatura, y un día, de golpe, nos dijeron que no había sido
por ahí la cosa y pedían perdón por haberse equivocado, pero
nos reprochaban nuetra equivocación. Entonces, sin estar muy
seguro del error y menos aún de su rectificación, y a
sabiendas de que tardaremos mucho en sanar de esta mordedura
de la historia, me resisto a denigrar nuestro pasado y perder
así el futuro y me repito que el hecho de habernos equivocado
no prueba que los otros tenían razón.

Por una curiosa coincidencia, mientras un poeta mexicano
convocaba a celebrar "el fin del comunismo", aquel ideólogo
norteamericano anunciaba "el fin de la historia", porque ya no
hay más brujas que cazar, supongo. Sucede que el fantasma que
el siglo pasado recorría Europa, ya no asusta ni siquiera a
América Latina, por donde inició una pequeña gira: el borrador
de socialismo no pudo pasarse a limpio, en el caso de
Nicaragua, debido a la "arrogancia de la revolución" (según
uno de sus dirigentes mayores) y está en peligro de borrarse,
en Cuba, gracias a la reconciliación imposible, tras 70 años
de divergencia, del internacionalismo proletario con el
retorno a la economía de mercado. Así parece abolirse la
noción misma de enemigo, porque, si, por un lado, los profetas
de la utopía no tienen ya qué ofrecer a sus lectores -menos
aún a sus pueblos-, los que se hallaban a sus anchas en la
persistencia del pasado se han quedado sin nada que justifique
de modo convincente la intervención extranjera, los golpes de
Estado ni la interpretación militar de la República, platónica
sólo en la persecución a los poetas.

En los momentos mismos en que se produce esta suerte de
"vacancia ideológica" mundial, llega a la literatura, o se
aleja de ella, toda una generación víctima de la crisis de los
valores y de la crisis a secas (...), que desconfía de los
principios que desconoce y tampoco elabora otros ni se fija
fines, a quienes nadie les habla ya de la esperanza, que (...)
convierte el lenguaje popular de la poesía en erudición de la
palabrota como manifiesto de su desconcierto.
Coincidentemente, aterra esa ¿indetenible? degradación del
lenguaje político que corresponde, como siempre, a una
degradación moral, caracterizada por el deterioro de la
dignidad, la inutilidad de la honradez, la adopción de la
calumnia como comportamiento, el escupitajo como
argumentación. Y los estudios profundos sobre la viabilidad
histórica de nuestro país -si es que la tiene-, los programas
inaplazables para hacer que la república entre en el siglo XX
antes de que éste termine, los planes urgentes para lavarnos
algún día la miseria del cuerpo que penetra hasta el alma, se
reducen a un elogio desmesurado y sexualmente dudoso de los
propios testículos o de la calidad metálica de los pantalones
de quienes se preparan para gobernar.

¿Y los intelectuales, en medio de esta abominación general?
Tras haber señalado repetidas veces que era injusto exigirles
a los escritores que fueran, además y al mismo tiempo,
conductores de la juventud, teóricos de la revolución,
estrategas de la guerrilla -con lo cual se daba a entender que
la literatura era lo de menos- me pregunto si por una jugada
del destino no recae hoy día en cuantos piensan y escriben una
responsabilidad insólita frente a este país moralmente
arrasado. Así como en escala internacional la cultura ha
sabido saltar siempre las fronteras -y la integración
literaria es la única alcanzada hasta hoy en América Latina,
tal vez porque no han podido impedirla ni los ejércitos ni las
oligarquías-, en lo que toca a nuestra provincia ecuatorial
estamos hermanados en la misma tarea -"dedicados a las
ocupaciones del espíritu", según el diccionario- por encima de
nuestras dudas ideológicas y de las certezas del militante
cívico. Y porque, originales en todo, el péndulo político
latinoamericano se mueve hacia cuatro lados -por lo cual vamos
del militarismo más torpe al populismo más canalla a la
derecha más obscena a la socialdemocracia más ineficaz-, acaso
nos toque ahora, urgentemente, salvando nuestras decepciones,
contribuir a la recuperación de la dignidad del individuo a
través de la dignidad del lenguaje y combatir la insolencia de
la mediocridad -ésa que utiliza el supuesto fracaso de un
sistema en Europa como exaltación de la sociedad de mercado y
de mercadeo que ha sangrado a América Latina- con un esfuerzo
mayor: reinventar, lejos de los grupos de poder, la utopía de
la democracia posible, una vez fracasada la otra: ésa que,
llenándose la boca con declaraciones de principios, ha
consistido en consultar a la policía del mundo y a sus Bancos
acerca de lo que nos está permitido y en dejar impune a los
salteadores de caminos que pusieron en vigor regímenes
indecentes cuya estructura económica y política se basa en la
delincuencia y cuya cédula de identidad y tarjeta de visita es
el antipensamiento.

Creo asimismo que si en la última década del siglo, nuestros
poetas (y entre ellos incluyo a los indígenas que, tras
haberles tapado la boca durante quinientos años, parecen
decididos, en algunos países por primera vez, en otros
nuevamente, a alzar la voz de su reclamo y de su canto) no son
capaces de crear una poesía que sea a la vez ideología y
utopía factible -una utopía nueva, diferente, nuestra, que
sólo nosotros podamos hacer realidad o destruir- su papel en
la sociedad será más marginal que nunca: hasta hace poco, por
lo menos para los jóvenes, la poesía era guía de caminantes,
libro de horas, manual del amante o del combatiente; hoy ni
siquiera se plantean dudas sobre el hombre ni sobre la poesía,
y quizá tengan razón, ante el espectáculo desventurado del
mundo, de preferir las ocupaciones lúdicas a los quehaceres
lúcidos. Pese a ello, me cuesta creer que tenga mi edad ese
poeta, oscuro y anónimo, que escribió en una pared de Quito lo
que yo he sido incapaz de expresar con toda esta palabrería:
"Cuando ya tenía respuestas a la vida, me cambiaron las
preguntas".

Pero siempre me han parecido sospechosos los escritores que,
por estar de regreso de la esperanza, se ponen contra la
esperanza, lo que con frecuencia conduce a escribir poemas al
reverso de cheques de banco. Por eso, fiel a mi viejo
pesimismo combatiente, prefiero recordar la historia del
príncipe que estaba leyendo cuando el verdugo le tocó el
hombro diciéndole que había llegado el momento, y que,
levantándose, puso un cortapapeles para señalar la página, y
luego cerró el libro. El tiempo le ha dado ya una palmada en
el hombro a nuestro siglo: dentro de diez años habrá de
levantarse e irse, dejando para después las páginas no leídas
de esa poesía escrita al borde de abismo imaginados que
resultaron ser abismos verdaderos.

* En el presente trabajo se reproducen largos fragmentos de
una ponencia presentada por el autor en el V Encuentro de
Poetas del Mundo Latino (México-Guadalajara, 8-14 de octubre
de 1990) y de su discurso en la sesión inaugural del V
Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana (Cuenca, 12-17 de
noviembre de 1990). Los subtítulos son de la redacción.
EXPLORED
en Ciudad Quito

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