LA PAX AMERICANA DEL GUERRERO AMBULANTE, por Richard J. Barnet


Washington. 3 y 4.02.90.(Opinión). Mientras prosiguen los
ataques con misiles y los pozos petrolíferos de Kuwait vomitan
nubarrones de humo, el mundo advierte con angustia que se
avecina el comienzo de las grandes batallas terrestres.

No hace falta esperar el resultado de estas operaciones
bélicas para adquirir conciencia de que esta guerra es una
terrible derrota para la humanidad.

El hecho de que la coalición formada por las naciones más
poderosas, encabezadas por la potencia dominante del planeta,
no haya podido concebir una estrategia menos miope, menos
bárbara y más apropiada para la construcción del "nuevo
ordenamiento mundial", enjuicia a la política y la moralidad
que prevalecen a fines del siglo XX.

Saddam Hussein ha recitado la parte del clásico demente sin
escrúpulos que dispara las armas para abrirse paso a la
inmortalidad.

Pero la más grave responsabilidad de esta guerra le cabe a
quien la orquestó y la inició: el presidente de los Estados
Unidos.

Si esta fuerza militar mayoritariamente norteamericana se
apunta una aplastante victoria con muy pocas bajas, el
presidente George Bush recibirá una recompensa política y su
popularidad irá en aumento, al igual que las acciones en la
bolsa de valores.

Y al paso que vayan concluyendo las operaciones de limpieza
en el desierto se irán debilitando los sectores que sostienen
que la guerra fue un error o pudo ser evitada.

Si por el contrario los costos humanos, económicos y políticos
superan lo esperado o lo considerado aceptable por el pueblo
norteamericano, el presidente será culpado por la guerra.

Lo mismo que Harry Truman y Lyndon Johnson será castigado por
no haber obtenido una victoria categórica o suficientemente
rápida. Lo que sucederá después dependerá de la claridad y la
firmeza con que la movilización internacional por la paz
presente una alternativa pacifista practicable.

Precisamente, esta guerra podría no ser fácil ni breve. Y
cualquiera sea su desenlace militar, lo más probable es que
nos conduzca a un prolongado periodo de desorden y no al tan
proclamado y tan poco debatido "nuevo orden mundial".

La visión del presidente norteamericano -en cuyo nombre ya se
ha lanzado una lluvia de bombas que supera con creces el poder
explosivo de la bomba de Hiroshima- se asemeja cada vez más a
una "pax americana".

La guerra ha creado una situación política y militar en Medio
Oriente que clama por un acuerdo garantizado por una genuina
fuerza internacional. Pero lo más probable es que en la
región se instalen por largo tiempo un ejército y bases
permanentes de los Estados Unidos.

Cuesta imaginar que el epílogo de esta guerra sea una buena
paz. Los "scud" lanzados por Irak contra Israel han
resucitado en el estado hebreo sentimientos de temor y odio
contra los árabes y en particular contra la OLP que aplaudió
los ataques.

No es pensable que de las cenizas de esta hoguera surja un
equilibrio de poder estable.Cuanto más abrumadora sea la
victoria de los Estados Unidos, más odios concitará este país
por parte de las masas árabes y más arduo le resultará obtener
el respaldo de los líderes de los países árabes.

Con la euforia del triunfo los Estados Unidos emerjerán como
el poder militar incontrastable de Medio Oriente. Pero esa
fuerza militar resultará impotente para edificar un sólido
ordenamiento regional.

Las matanzas harán mucho más dificultosa la superación de los
conflictos del área: el enfrentamiento árabe-israelí, la
rivalidad árabe-iraní, la lucha contra el feudalismo, el
acceso a los recursos naturales y las obscenas disparidades
económicas que se suman a la amenaza permanente de guerra
permanente.

La desconfianza, el temor y el rencor sembrados por las bombas
han destruido los frágiles sostener colocados por la
diplomacia.

La "operación tormenta en el desierto" le presenta a Estados
Unidos la oportunidad -que para algunos es una obligación
irrecusable- de asumir en gran escala el papel que la potencia
británica desempeñó en la región hace ya más de dos
generaciones.

Se trata de una trampa. La asunción del clásico papel
imperial en una situación histórica en que los rivales
industrializados de Estados Unidos siguen compitiendo
exitosamente en el plano económico y no muestras deseos de
cambiar de juego, no solo convertirá a Washington en el
gendarme del mundo sino también en la víctima propiciatoria
del mundo.

El juego del guerrero ambulante le ocasionará a todos los
norteamericanos -con la posible excepción de los muy ricos- un
mayor endeudamiento, la parálisis económica y la perspectiva
de un continuado deterioro.

Habría que interrumpir la guerra antes de que comiencen las
batallas más sangrientas y de que las humaredas de los pozos
petrolíferos de Kuwait asesten una calamidad ecológica.

Los argumentos esgrimidos por la administración Bush en contra
de un esfuerzo para una solución negociada de la crisis
resultan ahora más que discutibles.

Según el Pentágono las instalaciones nucleares y de gas
químico irakíes han sido gravemente dañadas. Luego de más de
15.000 misiones aéreas, incluyendo bombardeos masivos y de
precisión, es difícil afirmar que la ocupación ha sido
"remunerativa" para Saddam, Hussein.

La legítima preocupación de Israel por su seguridad ha
adquirido toda su gravedad como consecuencia de la crisis. Y
los palestinos, cuyos intereses han sido malamente
representados por sus líderes, tienen también buenos motivos
para aceptar un acuerdo razonable.

En un último esfuerzo para evitar las sangrientas batallas
terrestres, Estados Unidos deberían anunciar la moratoria de
las operaciones ofensivas mientras una conferencia de paz bajo
los auspicios del Consejo de Seguridad de las naciones Unidas
se reuna para considerar el problema palestino y los temas
conexos, como las garantías para la seguridad de Israel.

Las sanciones deberían mantenerse en tanto continúen las
tropas iraquíes en Kuwait y los bombardeos deberían limitarse
a represalias por eventuales ataques aéreos de Irak o por
atentados terroristas patrocinados por Saddam Hussein.

En el caso de que Irak no cumpliese con su parte sería objeto
de un aislamiento más severo. Pero si aceptase el acuerdo
podría evitar la desintegración del Estado iraquí, un objetivo
que no forma parte del interés de los Estados Unidos ni de
Israel.

En verdad, son ínfimas las posibilidades de un viraje que
desvíe el peligroso curso de los acontecimientos.

Este espasmo bélico en el desierto, lejos de ser el modelo
para la conducción de las relaciones internacionales en el
tercer milenio, según la definición del presidente Bush, es
una declaración de desesperanza.

Estamos al borde de una catástrofe por haberse ensayado un
realismo insensato que arma a un asesino regional para
deshacerse de otro y prodiga armamento de alta tecnología en
Medio Oriente para impresionar a los soviéticos.

Para que un nuevo orden mundial sea viable, debería asentarse
sobre tres verdades fundamentales.Primera: el nuevo orden no
puede ser creado ni garantizado por una sola nación. Esto
significa que requisar a las Naciones Unidas para cubrir con
una hoja de parra lo que esencialmente es una operación
unilateral norteamericana, es contraproducente en lo político
y suicida en lo económico.

El costo de 1.000 millones de dólares por cada día de combate,
que viene a sumarse a un endeudamiento del sistema crediticio
(cajas de ahorro y préstamos) que asciende a unos 3.000.000
millones de dólares, quiere decir que será ulteriormente
postergada la urgente necesidad de realizar inversiones
públicas y privadas en la economía norteamericana, y que e
país saldrá de esta guerra más débil que nunca.

En cambio, sería compatible con el interés de los Estados
Unidos la formación de una fuerza de paz de las Naciones
Unidas encuadrada en una agencia independiente, cuya misión
consistiría en garantizar un ordenamiento mundial justo y
cuyos costos serían repartidos equitativamente.

Segunda: aunque la seguridad norteamericana está vinculada con
la paz en el mundo, las negociaciones para alcanzar ese
objetivo y los medios para garantizarlo, no constituyen una
facultad exclusiva de los Estados Unidos. Ha llegado la hora
de compartir la "carga" y las "responsabilidades". Esto a su
vez requiere que Estados Unidos esté dispuesto a la
coexistencia dentro de estructuras que no siempre serán
creaturas suyas.

Por último, la guerra en Medio Oriente pone en evidencia que
la seguridad estará fuera de nuestro alcance hasta tanto no se
frene y se invierta la carrera armamentista, particularmente
los equipos de alta tecnología y de destrucción masiva.

Solo en sueños podría esperarse que las naciones
industrializadas sigan armándose hasta los dientes, mientras
imparten a las naciones pobres gobernadas por dictaduras
militares las normas de buen comportamiento que deberían
observar sin chistar. (IPS) (A-4).

(*) Richard J. Barnet es coautor del libro "Los dirigentes del
mundo", raíces de la guerra" y otras obras sobre política
exterior y militar de los Estados Unidos.
EXPLORED
en Ciudad N/D

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