EROTISMOMUERTES Por Alexis Naranjo

QUITO. 24.02.91. Casi 200 años atrás, el filósofo Schopenhauer
proponía que el amor humano no es en su base otra cosa que un
mecanismo que utiliza la sexualidad para manifestarse y
actuar, volviendo aceptable el sacrificio del individuo a la
especie.

La especie, a la que le importa avasalladoramente reproducirse
para perpetuarse, vela porque la generación que está por venir
posea características normales, es decir que no difieran
aberrantemente de la norma: para ello, "el genio de la
especie" utiliza la estrategia del amor que hace que el
individuo escoja a su pareja fuera de cualquier razón
práctica, e incluso a contrapelo de la razón; antes bien, el
instinto actuaría a la hora de elegir la pareja a fin de que,
con la unión, se gesten infaliblemente hijos que equilibren
cualquier característica no totalmente normal de los padres.
Para ello actuarían mecanismos instintivos de compensación y
neutralización: "los hombres bajos tienen decidida inclinación
a las mujeres altas, y recíprocamente... un hombre débil
buscará mujeres más fuertes" y así sucesivamente. Los hijos,
pues, tenderían a la normalidad. Pero también, a través del
amor, sobrepujado por el amor, el individuo llegaría a
obedecer las órdenes más extremas y tiránicas de la especie y,
si fuese necesario, se entregaría incluso a la muerte.

En el caso del hombre, es el suicidio por amor, el crimen
pasional. En la naturaleza, es el caso de la Mantis
Religiosa, cuyo macho es devorado por la hembra en cuanto la
cópula ha terminado y la hembra está llena de las células
progenitoras del macho. Aquí, a través de la Mantis hembra,
la especie se deshace sumariamente del ejemplar que ya no será
necesario para la gestión y producción la siguiente
generación.

Entre las órdenes y las prohibiciones, por un lado, entonces,
la sexualidad impone fuerza, y obliga a determinados
comportamientos tanto en el hombre como en los animales.
Pero, por otro lado, como lo señalara Georges Bataille, la
sexualidad humana difiere profundamente de la sexualidad
animal en la medida en que el hombre rodea a su propia
sexualidad de prohibiciones culturales, religiosas,
supersticiosas y otras. Interiorizada, traída a la conciencia
como un imperativo de la especie y a la vez como una
manifestación que ha de ser puesta fuera del "salvajismo
animal" a riesgo de incurrir en castigo, la sexualidad humana
oscila así entre polos extremos: primero, ya no será nunca
natural como la del animal; luego se dará como sumisión a las
prohibiciones en la sexualidad reprimida, o como violación de
las prohibiciones en el erotismo; en fin, se producirá como
simulacro de animalidad en la pornografía; o como una
tentación de unir vida y muerte en la mayoría de los ritos
sacrificiales de las religiones.

De hecho, cualquiera de estas formas de sexualidad trae a luz
la insoportable sensación de separación que experimenta el
hombre frente a la naturaleza y a lo sobrenatural; trae a luz
la discontinuidad, el corte que se ha instaurado en la
naturaleza con el aparecimiento del hombre.

El hombre ha reaccionado históricamente de múltiples maneras.
El pensamiento salvaje es una de ellas: el hombre primitivo
rehúsa sentirse excluido del orden natural y sobrenatural y
así elabora mitos en los que él vuelve al tiempo en que podía
amar y comunicarse y unirse indistintamente con los animales,
los árboles, los espíritus o los dioses.

Como lo afirma el antropólogo Lévi-Strauss: "Pese a los
esfuerzos realizados por la tradición judeo-cristiana, ninguna
situación resulta más trágica, para el corazón y el espíritu,
que la de un género humano que coexiste con otras especies
vivas... sin poder comunicarse con ellas. Los mitos se niegan
a considerar como original esta tara de la creación..."Las
diversas formas del erotismo constituyen la otra reacción ante
la discontinuidad humana. Tanto si la especie nos fuerza a
determinado comportamiento, cuanto si nuestra sexualidad está
rodeada de prohibiciones, el erotismo se presenta como la
tentativa violenta por escapar a ambos y a la vez devolver al
hombre hacia la continuidad, hacia la indiferenciación ya
perdidas. Así, en oposición a la sexualidad animal, el
erotismo rechaza voluntariamente la función reproductiva, pero
a semejanza de aquella sexualidad, el erotismo utilizará de
todos los mecanismos salvajes para su propósito. Ni el
incesto, ni la sodomía, ni la infidelidad, ni el desenfreno,
existen como figuras de la prohibición en el reino animal; por
decirlo así, éstas y otras formas se practican entre
numerosas especies; es más, como en el caso de la Mantis, se
produce incluso la violación de un principio tan básico como
el de la propia sobrevivencia.

De hecho, en el hombre, Eros y Tánatos, los principios o
pulsiones de vida y muerte propuestos por Freud, sólo
encontrarían un punto de convergencia total en la "pequeña
muerte", el éxtasis del orgasmo, la culminación del erotismo.

Ahora bien la sexualidad, el trabajo, uno de los propósitos
culturales de tabúes y prohibiciones es el de volver trabajo
productivo a la poderosa energía sexual. En gran medida las
culturas y civilizaciones se levantan a partir de tales
prohibiciones. Y en este campo el erotismo aparece como una
violación de las prohibiciones, como un repligue hacia la
energía animal del hombre, cuando no pesa la obligación del
trabajo: paradojalmente algunas civilizaciones basadas en
antiquísimas religiones han podido ver mejor que esta energía
puede ser liberada en ceremonias colectivas, donde la
indistinción, la recuperación de una continuidad perdida con
el orden natural y sobrenatural, son posibles y deseables como
una renegociación profunda del ser. Los ritos órficos,
Dionisio como dios de la transgresión y de la fiesta en la
Grecia antigua, el milenario tantrismo en la India, el
candomblé y los carnavales afro-americanos del Brasil actual,
son ejemplos de ello. De nuevo aquí los extremos de Eros y
Tánatos se juntan: el sacrificio, la tentación de unir vida y
muerte, son hechos sustanciales de tales ceremonias.

La moderna cultura occidental, en cambio, ha privilegiado para
ello otras vertientes que oscilan entre la poesía y la
pornografía. En la poesía, el lenguaje experimenta la
liberación de sus fines prácticos para alcanzar el territorio
de una mítica indistinción entre seres y cosas, como en el
tiempo primigenio de la naturaleza. En la poesía
contemporánea se violan tanto los propósitos normales y
prácticos del lenguaje, como su propia estructura, dada por
una infinidad de reglas subyacentes. El hombre alcanzaría así
el reino de lo indiferenciado, donde él, los animales, las
plantas o los dioses, se interposeen eróticamente.

La pornografía, en cambio, aparece junto con el temor del
hombre ante la subvertidora violencia del erotismo: la
sexualidad domeñada y permitida en el matrimonio o en las
formas "normales" de unión, encuentra su válvula de escape en
la contemplación pasiva de los simulacros de sexualidad
animal.

Por desgracia, el placer derivado de la pornografía no
confluye en la ansiada recuperación del reino perdido.
Ninguna indistinción, ninguna comunidad entre hombre,
naturaleza y sobrenaturaleza ocurre aquí. Al contrario, la
sensación de insuperable diferencia y separación se acentúa.
No es pues de extrañar que la moderna cultura occidental se
incline más hacia la satisfacción de la otra cara de la
sexualidad: el Tánatos, la pulsión de la muerte.(C-2)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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