Quito. 01.02.93. ¿Se imaginan a un obispo de Cuenca metiéndose
a criticar las usuales modas femeninas de Guayaquil?

­La que se armaría!, ¿verdad? Pero refrenemos a la imaginación
y vamos a la historia, que es de lo que se trata: el asunto
ocurrió realmente, a comienzos del siglo XVIII, y causó
grandes protestas, aunque ocurrió de otra manera y se protestó
por otras causas que lo imaginado. La cosa fue así:

Reinaba en España el tristemente célebre Fernando VII, quien,
el 11 de marzo de 1815, dictó una orden tendiente a que los
religiosos de sus dominios se preocupasen celosamente de
cuidar el decoro, reverencia y respeto de los templos,
últimamente venidos a menos.

La orden cruzó el mar y llegó a manos de los obispos
americanos, quienes, tomaron disposiciones para su
cumplimiento. Uno de ellos fue el Obispo de Cuenca, don José
Ignacio de Cortázar y Lavayen, nombrado hacía poco para esa
dignidad por el Real Patrono y quien aún no se había
trasladado a la sede del obispado. Todavía desde su Guayaquil
natal, Su Ilustrísima se apresuró a dictar un terrible edicto
episcopal para "contener el torrente del mal", que él creía se
hallaba desbordado en su jurisdicción.

El primer objeto de su atención fueron los trajes y modas
femeninos, que el buen obispo consideraba eran a la vez un
incentivo y una muestra de la degradación moral imperante
entre su grey. Entre los considerandos, decía su edicto:

"Que la corrupción ha llegado al extremo de presentarse las
mujeres en los templos a tiempo de los divinos oficios en
trajes tan indecentes que les sería reprensible el traerlos
aún en lo interior de sus casas.

"Que sus propios padres y esposos, tan desnudos de todo
sentimiento de moralidad y religión, como su cuerpo de ellas
de honestidad y pudor, las permiten, incitan, persuaden
mostrarse al público de esa manera...

"Que de nada les aprovechan las instrucciones y amonestaciones
que no cesa la Iglesia de hacer sobre tan clamoroso exceso..."

Luego de otras reflexiones por el estilo, don José ordenaba a
sus sacerdotes que anunciaran que las santas escrituras
"condenan las modas de las mujeres como un pecado mortal al
que se aplica pena eterna" y anatematizaran a las ejecutoras
de este escándalo con el fuego del infierno. A tanto llegó el
celo del prelado respecto de las mujeres costeñas vestidas con
ropa ligera, que llegó a considerar que su concurrencia al
templo era "más peligrosa que la de un hereje".

El edicto en si era tremebundo y produjo reacciones sociales
en Guayaquil, cuya población entera había quedado en
entredicho por el solo hecho de usar ropa adecuada al clima
tropical. Los padres de familia protestaron de varios modos.
Algunas de las damas más pintiparadas dejaron de ir a misa por
un tiempo. Y hasta los mismos familiares del obispo
consideraron que a don José se le había ido la mano, por el
solo entusiasmo de usar el báculo recibido menos de un mes
antes.

Pero lo peor vino después. Y es que don José, en su celo
episcopal y su deso de quedar bien con la autoridad temporal,
informó al Rey de su edicto y le solicitó que ordenase a los
jueces reales la represión y persecución de las modas
escandalosas "en la jurisdicción de la diócesis de Cuenca".
Por desgracia, se olvidó de aclarar que su edicto estaba
enderezado particularmente hacia la tropical ciudad de
Guayaquil y su provincia, donde se usaban estas modas, y no
hacia la andina, fría y religiosísima capital de la diócesis,
que apenas cuatro años atrás había dado pruebas de su
fidelidad al Rey, al resistir masivamente el avance de las
fuerzas insurgentes quiteñas de Carlos Montúfar.

El Rey, por su parte, olvidando el fidelismo de la Cuenca
americana, a la que él mismo había premiado con los títulos de
"Fidelísima y Valerosa", dictó una Real Cédula por la que
ordenaba al Gobernador de la Ciudad y Provincia de Cuenca que,
"en caso de ser el escándalo (de las modas) notable, procureis
evitarle y precaverle como estrechamente os lo mando por los
medios que os dicte vuestra prudencia".

Buscando dar debido y puntual cumplimiento a la Real Orden, el
Teniente de Gobernador de Cuenca, licenciado Juan López
Tormaleo, solicitó de inmediato al Cabildo de esa ciudad que
le informase "sobre el exceso y escándalo que haya advertido
en ella en los trajes y modas (femeninos)".

Entonces ardió Troya. Heridos en lo más íntimo de su alma de
buenos católicos y mejores realistas, los cabildantes
cuencanos pusieron el grito en el cielo, reunieron pruebas,
levantaron testimonios y se lanzaron nada menos que a
solicitar satisfacciones del Rey de España para con su ciudad,
no sin antes recordarle sus heroicos servicios a la corona.

La primera protesta fue la del Procurador General de la
ciudad, Juan Antonio Jáuregui. Luego vino la terrible,
desgarrada protesta del Cabildo en pleno, cuyos miembros no
podían creer que su amado Rey, aquel por quien habían dado la
vida y regado su sangre, los tratase así.

Pero hubo algo más. Entre ofendidos e indignados, y mientras
esperaban una Real Satisfacción que nunca llegó, los buenos
morlacos comenzaron a dudar de las razones mismas de su
fidelismo colonial. Empezaron a preguntarse cosas terribles:
Si su sacrificio había tenido algún sentido. Si había valido
la pena sacrificarse por ese Rey lejano y desconocido, al que
hasta entonces habían considerado infalible y que hoy les daba
una muestra de su poca consecuencia. Si no sería llegada la
hora de pensar -como sus antiguos enemigos quiteños, o como
los insurgentes caraqueños- en tomar en sus propias manos el
destino de su país.

Al fin, las dudas fueron cediendo lugar a una nueva convicción
patriótica. En lugar de la "patria española", por la que hasta
entonces habían luchado, empezaron a pensar en una "patria
cuencana", propia y esperanzada. Así, tres años después de la
protesta, cuando los guayaquileños -los otros "fidelistas" de
una década antes- proclamaron la republiquita del Guayas, el 9
de octubre de 1820, Cuenca sopesó sus convicciones y
conveniencias económicas y proclamó también su republiquita,
un mes más tarde.

Con ello, la ofensa quedó vengada y el honor cuencano fue
restaurado a plenitud, pese a que Sucre y su ejército
guayaquileño llegaron poco después y liquidaron amistosamente
a la efímera república morlaca.

PROTESTA DEL PROCURADOS DE CUENCA

"Pocas ciudades como Cuenca tendrá el soberano en sus dominios
que se identifiquen más con sus piadosas católicas
intenciones... (Se) lo acaba de ver en las demostraciones
públicas que han hecho por más de un mes con motivo de los
desposorios de las Personas Reales; y si cuando el placer, los
banquetes, y el vino que alegra el corazón del hombre...(estas
señoras) no han sido capaces de alterar su adorno ¿habrá quién
se atreba a prorrumpir que sean disolutas en el templo?

"(Las señoras de esta provincia) son acreedoras al aprecio y
no a las invectivas de un Pastor que absolutamente desconoce
este rebaño: Su docilidad es tal que apenas levantan la voz
los sacerdotes en la Cátedra del Espíritu Santo, que luego
abandonan hasta las urgentes domésticas atenciones por
sacrificarse en obsequio de sus reclamos. En la nueva obra de
la Iglesia de la Merced y de la Casa de Ejercicios.. las hemos
visto cargar piedra, y arena, y sacar tierra de los cimientos
personalmente; son los mejores garantes de la disposición que
tienen las señoras para obrar el bien, y (prueban) el agravio
que en esta ocasión han recibido de su autoridad,
suponiéndolas disolutas e incorregibles, como podrá
Vuecelencia pedir al Señor Gobernador se digne hacerlo
presente a Su Magestad, para la condigna satisfacción...Cuenca
y octubre 25 de 1817. Juan Antonio Jáuregui.

PROTESTA DEL CABILDO DE CUENCA AL REY DE ESPAÑA

"El Cavildo há padecido la más sensible sorpresa al imponerse
de la Real Carta de dose de febrero último expedida por Su
Majestad...

Esta Provincia há merecido a Su Magestad los gloriosos Títulos
de Fidelísima y Valerosa; ellos es verdad que provienen del
honor con que sus vecinos han llenado los más sagrados
deberes, sacrificándose por la Religión, por su Rey y por la
Patria, mas no puede defraudar al delicado y dévil sexo la
parte tan activa que tomó en alentar a sus tiernos hijos, a
sus amados esposos, y a sus hermanos y parientes,
consolándolos en los momentos más críticos con la personal
conducción de víveres al exército,... emprendiendo descalsas
las penosas jornadas de seis y siete leguas, atrabesando ríos
crecidos y rápidos en medio de continuas lluvias, engrosando
las filas de la tropa, y en los críticos momentos de ataque
figurando Cuerpo de Reserva con desprecio del fuego enemigo y
de sus propias vidas.

Verdeloma y Atar serán los clarines que en aras de la fama
hayan de sonar continuamente en los oídos del soberano, que
Cuenca no cedió a Saragoza (y se han comparado) las señoras de
Cuenca a las veneméritas saragozanas. ... Estas virtuosas
americanas, estas veneméritas peruanas saragozanas, en ningún
caso merecen el renombre de disolutas, ni lujosas en trages o
modas que no conosen...

La modestia de las señoras de Cuenca es tan natural, que aun
cuando no fuesen tan escasas sus facultades, no sería fácil
olvidacen su religiosa inclinación a lo espiritual.

Cuenca y octubre diecisiete de (mil) ochocientos diecisiete.
Juan Dávila, Manuel Rada, Manuel Chica y Astudillo, Carlos
Sélleri e Idrovo, Juan Arteaga y Juan Antonio Jáuregui."
EXPLORED
en Ciudad N/D

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