Quito. 01-07-91. (Editorial) Una onda casi beatífica parece
envolver a Guayaquil después de la renuncia de Elsa Bucaram.
Los barrios se organizan para limpiar las calles en repetidas
mingas. Las ventas ambulantes son retiradas del centro de la
urbe. El nuevo alcalde Harry -el limpio- Soria se reune con
quien sea menester para hablar de los problemas del puerto.
Incluso llegó al Palacio de Gobierno en Quito para presentar
al presidente Borja y al gabinete una lista de obras y
proyectos en beneficio de la mayor ciudad del Ecuador.

Un observador que desconozca las interioridades de la política
criolla no acertaría a explicar por qué recogemos en calidad
de noticias, hechos que deberían ser rutinarios, como aquello
de que la gente colabore para limpiar su propia calle o que el
alcalde de la ciudad más poblada se reuna con el presidente de
la República.

Aquí -aunque parezca raro- el diálogo entre autoridades de
distintos partidos o el respeto al adversario político son
noticias y muy sonadas, desde que se inauguró, en los tiempos
de la crisis económica y los aguaceros devastadores, la moda
de la virulencia personal -cara a cara y golpe a golpe- por
León Febres Cordero.

Y no es que antes todo fuera un intercambio de flores y
sonrisas. La política siempre ha sido dura, como es toda
disputa por el poder, pero se luchó con inteligencia punzante
-Velasco Ibarra, Ponce Enríquez- con humor negro y blanco
-Asaad Bucaram- con simpatía personal -Galo Plaza- con las
armas al brazo para hacer una revolución -Eloy Alfaro-. En la
era LFC simplemente se ha injuriado.

El éxito del denuesto como escalera para ascender en la
figuración pública, multiplicó los discípulos del agravio en
todos los terrenos. Grosería en la izquierda, en la derecha y
en el centro. Grosería y falta de escrúpulos, ausencia de
honestidad intelectual y ninguna consideración al honor ajeno.
Esos han sido los ingredientes de la vida pública en la última
década.

La alcaldesa renunciante ha sido uno de los personajes
representativos de esta era. Convirtió al sillón de Olmedo
-así designan los cultos la alcaldía de Guayaquil- en una
fábrica de escándalos. Pero quedó atrapada en el cerco que
ella mismo construyó. No consiguió convencer a la la gente que
Guayaquil estaba en ruinas por el odio enfermizo del gobierno,
ni tampoco pudo dar de bofetadas a Borja, como prometiera en
aquella carta que dirigió al Papa y a los líderes mundiales.
El día de su renuncia fue claro que pasaría a la posteridad
como la personificación de la politiquería y la
demagogia.

Guayaquil ha sido la gran víctima de su gestión, pero el mayor
damnificado personal, según opina todo el mundo, es su
hermano, Abdalá Bucaram Ortiz, quien no podrá ocultar que fue
la eminencia que manejaba los resortes tras el sillón de la
alcaldesa, durante los años del PRE en la alcaldía. Las
posibilidades de Abdalá de llegar a la presidencia de la
República parecen haberse extinguido con semejantes
antecedentes.

Sin embargo, el reflujo de la onda de la violencia política
quizá no sea sólo consecuencia del fracaso en la
administración del PRE en Guayaquil. Parece que hay otros
motivos. El Ecuador, a pesar de la adversidad, se obstina en
tener confianza en el futuro, un futuro construido en base de
trabajo, respeto, orden. Y no son palabras. En caso contrario
sería difícil de explicar que se perfilen con posibilidades de
éxito políticos moderados que no ofrecen venganza ni insultan.
No es solo Sixto Durán Ballén, en quien muchos estarán
pensando, sino que otras alternativas se perfilan en la misma
onda de actuación personal y política decorosa.

Los políticos que tanto reman contra la corriente de los
sentimientos y anhelos de los ecuatorianos, deberían observar
esta realidad y ajustar su conducta a los valores del pueblo
al cual quieren gobernar. Y si tal cosa no la hacen por
convicción, al menos que sea por conveniencia. (4-A).
EXPLORED
en Ciudad N/D

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