LA OBRA ASOMBROSA DE TRES SIGLOS Por Filoteo Samaniego
Quito. 14-07-91. (Editorial) Debió ser dolorosa, para los
habitantes del Reino de Quito, la doble y casi simultánea
conquista sufrida por sus pueblos: primeramente la invasión de
"la tremenda y envejecida tiranÃa de los incas", al decir de
Sarmiento de Gamboa, y luego, apenas tres cuartos del siglo
después, de los conquistadores españoles. Ambos, obsesionados
por imponer lo suyo, por arrasar cualquier vestigio que
contrariase los propósitos de implantar sus ideas y planes,
por levantar el edificio de sus propios mundos sobre los
vestigios del mundo derrotado.
Don Gabriel Cevallos GarcÃa analizó estas circunstancias con
precisión conmovedora, logrando explicar que los pueblos
subyugados en la historia, en cualquier historia, pagaron
siempre su sometimiento con la negación y el exterminio de sus
culturas.Los dominadores pretendieron, lo han hecho por la
razón o la fuerza, erigirse en poder y olvidar la presencia de
los dominados; y éstos, sufrieron la derrota y trataron de
salvar en algo sus gloriosos ancestros seculares. De allÃ
que, despojadas tierras, estilos de vida y de cultura, no les
quedase otra alternativa que la de inventar una sobrevivencia
digna, único modo de perdurar y esconder su
desaliento.
Expoliadas sus propiedades, borradas sus costumbres, anulada
su personalidad, tuvieron que encontrar alguna forma de
expresión para, calladamente, recuperar su sitio en el mundo
que habÃan perdido. Con la misma humildad con que antes
empedraron los caminos del inca, comenzaron a ser noble mano
de obra en la empresa constructora de los españoles, y sin
aceptar las ideas y la religión a las que estarÃan destinados
templos, esculturas, pinturas y monasterios, aprendieron,
resignadamente, a elaborarlos y construirlos, a aprender
técnicas provenientes de ultramar y a convertirse, poco a
poco, en artÃfices de mérito, y luego en auténticos maestros
de lo que, tras los siglos de sometimiento, terminarÃa siendo
el barroco americano, con iguales méritos para cada uno de sus
participantes, indÃgenas destinados a las labores manuales y
expertos europeos, a instruirlos.
Los españoles tuvieron el acierto de traer, junto a sus
soldados, descubridores y futuros gobernantes de los nuevos
reinos, a notables clérigos cuyos nombres figuran en la
iniciación del arte religioso americano: Jodocko Ricke, Pedro
Gocial, Jácome Flamenco, Germán el Alemán, primeros
instructores de la Escuela de San Andrés, acaso la más antigua
de América en el aprendizaje de artes y oficios.
¿Y quiénes fueron los alumnos? Nada menos que los hijos de
caciques y notables quiteños, los que, a su vez, serán los
profesores de sus respectivas comunas y poblados. No hay que
extrañarse, en consecuencia, que, en los tres siglos de la
Colonia, los enseñados pasarán a la categorÃa de maestros, y
que, en la casi totalidad de los casos, grandes nombres del
arte quiteño ostentasen procedencia americana, primeramente
india y luego mestiza, ya que los blancos iberos quedaron para
los menesteres del gobierno, la milicia y el clero.
Este es el hecho fundamental del llamado arte colonial, y
ésta, la realidad del barroco quiteño como sucedió, asimismo,
en el resto de América. Y si motivos y técnicas siguieron los
modelos europeos de un arte dedicado exclusivamente a la
catequesis católica, tal como habÃa dictaminado el Concilio
Trento, la prodigiosa ejecución de la obra pictórica,
escultórica y arquitectónica corrió a cargo de los artÃfices
americanos, quienes captaron rápidamente las reglas de su
oficio plástico y se convirtieron, o más bien, volvieron a sus
menesteres seculares, conocedores y aptos como eran para
elaborar refinadas piezas de cerámica, orfebrerÃa y tallado de
la piedra. Tal es la originalidad y el prestigio del arte
colonial americano que nos legó nombres que entusiasman hasta
el asombro: Caspicara, Sangurima, Pampite, o tantos,
igualmente, de raigambre mestiza: Sánchez Gallque, Santiago,
Legarda, GorÃvar, RodrÃguez, los Albán, Samaniego.
Tres siglos durante los que se levantaron ciudades y aldeas,
templos y monasterios, retablos y hornacinas suficientes para
decorar miles de iglesias con centenares de miles de cuadros,
imágenes y obras de preciosa ejecución. Hasta el extremo de
hablar, con orgullo y seguridad, de una "Escuela Quiteña".
(4-A).
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Ciudad N/D
Publicado el 14/Julio/1991 | 00:00