ESA COSA DE LOCOS. Por Francisco Febres Cordero
Llegaron hasta mi oficina, en el Café-Teatro de la Universidad
Católica, Benjamín Ortiz y el Gringo Mantilla. Agitadísimos
los dos. Nerviosos. Lo de teatro del local era en serio. Lo
que no había a las once de la mañan era café. Pero, viendo
las cosas con diez años de distancia, mejor: ellos no
necesitaban ningún estimulante. Me propusieron que pasara a
dirigir la sección cultural del nuevo periódico que se iba a
fundar, del cual Benjamín era el director y el Gringo gerente.
Se sorprendieron de que yo no tuviera noticia alguna del
asunto y comenzaron a responder mis interrogantes con una
lógica atropellada, pero contundente. Me dijeron que en poco
tiempo más el periódico estaría circulando, que el edificio
estaba por terminarse y la maquinaria por llegar de un día
para otro.
Tanto entusiasmo desbordaban, que acepté que me llevaran a
conocer el edificio. Subimos al auto y comenzamos un
recorrido interminable, por unas vías por las cuales yo jamás
había transitado que desembocaban en una gran avenida a medio
construir que, según me dijeron, se llamaba Occidental.
De pronto, tras media hora de viaje, pararon al frente de un
terreno baldío. Bájate!, gritaron, que estamos en el diario
HOY.
Yo comencé a escudriñar por el horizonte en busca del edificio
que, según suponía, debía estar camuflado tras algunos
árboles, alguna muralla o, por último, escondido en algún
cráter. Ellos iniciaron un trayecto por sobre unos trazos de
piola y me dijeron que aquí, justo aquí, estábamos parados en
la redacción; dimos un paso y estábamos en la dirección; dos,
en la gerencia; cuatro, en los talleres.
No es más que de levantar las paredes!, me dijo el Gringo. Y
trató de convencerme que en cuestión de horas el HOY estaría
en pie.
Alzando la pierna para no enredarme en las sogas que
delimitaban los espacios, me fueron explicando la globalidad
del proyecto: se fundaría el periódico más moderno de América,
con la maquinaria más sofisticada y el sistema de diseño más
revolucionario. Además, se imprimiría a colores. En
adelante, no usaremos máquinas de escribir como en El Tiempo
sino computadoras, me dijo Benjamín.
Yo me limité a oírles, estupefacto. Regresamos. Cuando me
despedía, me preguntaron, Pájaro, ¿qué fue, aceptas? Yo les
dije que el proyecto me parecía tan estúpido, tan sin pies ni
cabeza, tan loco, tan en el aire, que obviamente aceptaba. Y
que contaran conmigo porque inmediatamente iba a poner mi
renuncia ante la Universidad.
De pronto, lo que me pasó a mí les pasó a otros, tan estúpidos
como yo, que dizque íbamos a integrar la redacción. Teníamos
las reuniones en una casa situada entre la Juan Rodríguez y la
Almagro, que a la postre resultó estrecha para tanto sueño.
Entonces, la Asociación Nacional de Empresarios nos prestó un
local en el edificio España, que pasó a ser nuestro cuartel de
operaciones, con unas horribles terapias de grupo incluídas.
Recibimos una cantidad de conferencias de políticos de todos
los colores, para tratar de entender el país. Yo no me
acuerdo qué nos dijeron ellos, pero diez años más tarde yo por
lo menos sigo sin entenderlo, por lo que me he puesto a dudar
de la efectividad de la palabra de los políticos. Sin
embargo, me hacía el que sí, el que ahora ya era tan
inteligente que podía integrar el HOY con ventaja.
Después, Benjamín nos mandó a hacer reportajes para
perfeccionar el estilo y esas cosas. Yo hice uno sobre los
buses, precioso, que por suerte nunca se publicó porque, por
suerte también, tuvimos que esperar como tres meses más para
que el HOY sacara su primer número de prueba.
Un día nos dijeron que podíamos pasar a trabajar al edificio
nuevo, que ya estaba terminado. Bueno, por lo menos era
cierto lo de las paredes. Los escritorios vinieron después.
Y, tras ellos, una venezolana que nos dijo que nos iba a
enseñar a escribir en computadora. Como las computadoras no
llegaban, algunos casi casi que primero aprenden a escribir
aplastando las teclas más salientes de la venezolana, a falta
de otra tecnología mejor. Creo que eso se debía a que
entonces no éramos tan profesionales como ahora, que solo
aplastamos las teclas correctas. ¿O sería que éramos más
jóvenes?
En realidad la venezolana era muy buena. Pero pésima maestra.
Cuando tuvimos la primera One System en nuestro delante, nos
hizo tal rollo que fue la primera vez en que presenté la
renuncia. Yo, dije, soy periodista de máquina. Estas
bestialidades de la tecnología me abruman; me declaro
incompetente. Me voy.
Pero no me fui. La que desapareció fue la venezolana. A la
tarde, sin ella de por medio, ya sabía cómo diablos se
manejaba un aparato de esos. Y desde entonces comencé a ser
feliz.
Un gringo, que se presentó como Rolf Reege, llegó para hacer
el diseño del periódico. No hablaba. O, mejor, hablaba solo
en inglés, que daba lo mismo. Venía de diseñar el USA Today y
de rediseñar algunos de los más importantes periódicos del
mundo. Era un capo. Trabajaba en mangas de camisa y no se
inmutaba por nada, salvo cuando asomaba sobre la hoja de
diseño una raya que no debía estar o una tipografía que no le
gustaba: ahí era capaz de asesinar. Captamos a medias lo que
era el diseño modular y comprendimos que los diseñadores
serían los tiranos de los escritores: tendríamos que
someternos a los espacios que nos asignaran, para no romper la
armonía visual. Lo que a mí me quedó claro fue que ya no
podía darme el lujo de hacer esos enormes chorizos de
entrevistas conque antes llenaba mi página del El Tiempo. Lo
demás lo dejé para que lo resolviera el otro tiempo.
Comenzamos haciendo un periódico semanal. Después, uno cada
tres días. Cada dos. Todavía nos parecía imposible hacer un
diario, cuando ya se había anunciado urbi et orbi que el 7 de
junio un nuevo periódico circularía con un sistema
revolucionario.
Ahora, diez años más tarde, me sigue pareciendo todo esto una
locura.
Como fue una locura que un día vinieran los de Alfaro Vive
Carajo y, al filo de la madrugada, amordazaran al guardia,
entraran armados a la prensa y obligaran a imprimir un
manifiesto que tranquilamente lo hubiera suscrito cualquier
partido de centro izquierda y no un grupo subversivo. Tanta
máscara, tanta metralla, tanto susto para eso! Además,
pintaron las paredes con consignas, causaron un revuelo
comparable al de un terremoto y se cargaron como rehén a un
colombiano que era el jefe de talleres. Sí, después lo
devolvieron, pero el pobre quedó como si lo hubieran pasado
por los rodillos de la rotativa.
Terremoto, verdadero terremoto fue el que hubo esa vez que se
dañó todo el sistema y de pronto nos encontramos conque no
teníamos cómo hacer el periódico. El mal era de tal magnitud
que nuestros técnicos se gastaron una fortuna en llamadas a
los Estados Unidos tratando de localizar al experto
puertorriqueño que había diseñado la red de computación. Pero
el muy cómodo estaba de vacaciones no sé dónde y, después de
ser ubicado, anunció que podría estar en Quito solo días más
tarde. Entonces corrimos como almas en pena a La Hora,
pedimos allí que nos prestaran las máquinas y nos pusimos a
hacer el HOY, que con las justas salió al día siguiente,
aunque no con una cara de hora sino máximo de diez minutos.
Hasta eso, de un carajazo en inglés, el Gringo interrumpió las
vacaciones del puertorriqueño que asomó pálido (no eran
vacaciones sino luna de miel, aclaró), le habló al computador
central, le acarició las teclas y, sin siquiera abrirle una
rejilla, le compuso en un santiamén. Se fue veinte minutos
más tarde y, por supuesto cobró una fortuna de honorarios en
dólares de a quinientos, creo.
Y otra vez no fue terremoto sino aluvión el que nos agarró:
por el frente del edificio bajaban, entre un torrente de agua
y lodo, enormes piedras, troncos de árboles, vacas muertas y
hasta un camión que daba tumbos. Benjamín Ortiz, que andaba
por el aeropuerto, fue comunicado por radio de la tragedia que
se cernía sobre Quito. Se dirigió a la base aérea, dijo que
era director del HOY ("ese periódico nuevo que sale a
colores") y pidió que le prestaran un helicóptero para hacer
una crónica aérea. Los militares, tan ingenuos ellos, le
creyeron y le treparon en un aparato que se elevó sin más
trámite. A los pocos minutos vimos, estupefactos, cómo
Benjamín descendía del cielo en el patio del periódico, le
ordenaba al piloto regresar a la base y nos comenzaba a contar
lo que había visto, tras lo cual, sobradísimo, nos dijo que un
periodista no podía quedarse atrincherado en la desgracia sino
que tenía que salir a comprobar la dimensión de la tragedia,
aunque para ello tuviera que jugarse la vida...
Qué brutos! La cantidad de pendejadas que nos han pasado!
Es que esto de ser periódico a colores! Cuando se incendió el
edificio del Banco del Pichincha no teníamos sino fotos en
blanco y negro del siniestro. A alguien se le ocurrió la
brillante idea de pintar las llamas con tinta roja de
computador. Al día siguiente, los lectores llamaban a
felicitar por esa foto de patetismo impresionante (aunque
-dicho sea en verdad- un poco excesivo para nuestro gusto).
Y cuando ganó las elecciones Febres Cordero, publicamos una
foto suya. Los lectores esta vez estaban indignados: la
gráfica del ingeniero era la más fea que de él habían visto y
atribuían a nuestra malquerencia con ese político el haberla
difundido. Nadie nos creyó, por más que jurábamos y
rejurábamos, que esa era la única foto en colores que teníamos
de León.
..esta cosa de locos en la que seguimos...!
en
Explored
Ciudad N/D
Publicado el 07/Junio/1992 | 00:00