Guayaquil. 07.10.90. En ella nada está terminado y nada está
separado. Todo tiende a superponerse y a fundirse, lo clásico
con lo romántico, lo antiguo con lo moderno, lo popular con lo
refinado, lo racional con lo mágico, lo tradicional con lo
exótico. Su curso es como el de un rÃo, que acumula y
arrastra aguas, troncos, cuerpos y hojas de infinitas
procedencias", dice Arturo Uslar Pietri refiriéndose a nuestra
América Latina, pero la cita bien podrÃa aplicarse a nuestras
ciudades, que son al fin y al cabo, signos visibles, muestra
tangible, de la evolución de nuestras sociedades.
Guayaquil, por supuesto, no es una excepción, cada una de las
etapas históricas, económicas y polÃticas la han marcado
profundamente y han sumado sus huellas a los despojos que dejó
más de un incendio. El Guayaquil del siglo XX nace después
del Gran Incendio, cuando se une la llamada Ciudad Vieja con
la Ciudad Nueva, y cuando el crecimiento de la población la
transforma vertiginosamente. Entre 1900 y 1930 el número de
habitantes de la ciudad pasa de 70.000 a 120.000.
Es una época marcada por el ascenso económico de la clase
exportadora que sueña con las costumbres y con la cultura
europea, lo que influye sin duda en la arquitectura de la
ciudad, asà como la introducción del cemento que sustituye a
la madera de las construcciones tradicionales. Después, las
consecuencias de la crisis de 1929 y el crecimiento imparable
de la población, determinan la búsqueda de un nuevo tipo de
vivienda que responda a la necesidad de un lugar para vivir,
la vivienda de interés social, la vivienda rápida en su
construcción y de fácil financiamiento. De allà en adelante,
el crecimiento y el desarrollo de la ciudad son caóticos y
desiguales; junto a los grandes y modernos edificios de vidrio
y aluminio, se observan aún las casas de madera, con chazas y
ventanas de baraja, mientras no muy lejos se levanta de un dÃa
para otro la casa de invasión, de caña, de cartón, de zinc, de
madera, de cualquier cosa que proteja del sol, del viento y de
la lluvia y que proporcione un lugar donde soñar y esperar que
la gran ciudad cambie la vida.
Por eso se discute mucho si puede o no hablarse de un Centro
Histórico en la ciudad de Guayaquil. Para un grupo de
investigadores de la Universidad Católica de Guayaquil, Pablo
Lee, Florencio Compte y Claudio Peralta, sÃ; el Centro
Histórico existe si se consideran de valor los asentamientos
Ãntegros o parte de una estructura mayor, provenientes del
pasado y reconocibles como representativos de la evolución de
un pueblo. Ese Centro Histórico comprende la parte de la
ciudad que los guayaquileños llamamos familiarmente "el
centro", aunque con referencia al espacio comercial y
financiero de la urbe, y en él se encuentran dispersos los
edificios, iglesias y plazas, que guardan la memoria de un
ayer no muy lejano.
Hoy, ese Centro de aproximadamente 300 hectáreas representa
apenas el 1,58 % de la superficie de la ciudad, que llega ya a
19.000 hectáreas. Hace apenas cuarenta años, en 1950, la
ciudad abarcaba sólo 1.100 hectáreas, y entonces el Centro
Histórico representaba el 27,32 % de su superficie.
Poco a poco, la población se ha desplazado a los barrios
modernos y periféricos y en quince años el número de
habitantes en "el centro" pasó de 425.615 en 1974 a 209.854,
en 1990.
Hoy, el transeúnte observador encuentra a veces junto a un
moderno edificio de varios pisos, tÃpica construcción de
vidrio, aluminio y concreto, lleno de ojos salientes que dan
cabida a los acondicionadores de aire, alguna casa que
despierta la nostalgia.
De estructura de madera y paredes de mamposterÃa, aún
conservan el ático y la buhardilla. Algunas tienen un gran
salón central que en su época de esplendor se encontraba
cubierto por una estructura de aluminio y vidrio, y si se mira
con atención se descubren pinturas murales que sin duda fueron
adorno inigualable.
Otras tienen aún escaleras señoriales y bajorrelieves en las
paredes, que llaman la atención al igual que sus balcones de
espléndidos tejidos de hierro. Pero para descubrir esto hay
que ser un extraordinario observador y tener un interés
especial por el pasado que hoy se oculta entre una maraña de
cables eléctricos y telefónicos, algunas veces instalados
ilegalmente, y ser capaz de caminar abriéndose paso entre la
ropa que cuelga de múltiples cordeles sobre patios a veces
inundados. Y es que en las hermosas casas de antaño, ya no
habitan las familias pudientes que las construyeron; ellas han
buscado los barrios modernos, alejados de ese centro, hoy
comercial y bullicioso, y las que fueron sus mansiones son
ahora testimonio de una sociedad caótica, que no ofrece
soluciones humanas a todos los que la habitan.
Las casas que guardan parte de nuestra historia, son hoy
conventillos, en los que chiquillos descamisados juegan a
ladrones y policÃas, hombres sin trabajo amodorran su
esperanza, mujeres de vientre abultado y manos ásperas tienden
ropa sobre los vestigios de columnas regias, y jóvenes bacanes
colocan fotos de Elvis Presley o la chica semidesnuda del
calendario en los marcos, que en bajo relieve, sostuvieron sin
duda cuadros de antaño.
Esas viviendas han sido sucesiva y a veces simultáneamente,
local para radiodifusoras, teatros, restaurantes, peluquerÃas,
conventillos y espacios semiabandonados. Ellas hablan a
gritos del cambio de la ciudad, de la asimilación acelerada de
los signos del progreso, aunque no del progreso mismo, del
crecimiento desmesurado de la población, de una sociedad que
siempre fue desigual, que nunca aprendió a conservar sus
tradiciones y que poco a poco va perdiendo su auténtico rostro
para adquirir uno impersonal, sin pasado y sin raÃces sobre
las cuales construir su porvenir desde un presente en el que
como "un rÃo acumula y arrastra aguas, troncos, cuerpos y
hojas de infinitas procedencias".
(La información para este artÃculo fue proporcionada por el
PROHA de la Universidad Católica de Guayaquil). (C-3).
Fotos: MarÃa Paolinelli, cortesÃa de la Universidad Católica
de Guayaquil.