Quito. 03.02.95. La década de los ochenta fue cruel con los
pobres de América Latina. El Banco Mundial reconoce que en
1989 cerca de un tercio de la población vivía en la pobreza,
mientras que una década antes, esta cifra correspondía al 27%.
Durante este tiempo, el 20% de la base de la pirámide social
vio cómo su participación en los ingresos de la región caía a
tan solo un 4% del total. Los programas de ajustes
estructurales que se han implantado en los últimos años han
vuelto a ubicar a la mayoría de las economías en el sendero
correcto, pero los pobres no son los primeros beneficiados con
dichas reformas.

La persistencia de la pobreza durante los primeros días de
los cambios se convirtió en un reto directo para los jóvenes
reformadores de la economía regional. Desesperados por
balancear los presupuestos y frenar la inflación, muchos se
olvidaron del gasto social en los ochenta. Creían al igual que
las agencias de desarrollo que las reformas del mercado
generarían el suficiente crecimiento como para reducir la
pobreza. Pero todo indica que esto no se dio.

La búsqueda generó nuevas formas de ayudar a los pobres,
especialmente con programas dirigidos a grupos muy
particulares que harían más eficiente el manejo de los
reducidos presupuestos federales. Los antiguos esquemas de
beneficios universales todavía tienen sus defensores, en
especial aquellos programas para ayudar en los campos de
educación y salud, pero a menudo tropiezan con obstáculos
tradicionales burocracias ineficientes, pugnas y corrupción
políticas y la dificultad de llegar a los más necesitados. Con
ello, la atención se ha centrado en lo que la Comisión
Económica para América Latina y el Caribe, CEPAL, llama "un
consenso creciente en la necesidad de llegar a los más
necesitados".

Los resultados se están viendo como una avalancha de
experimentos en esa dirección. En un estudio posterior,
Margaret Grosh una economista del Banco Mundial, analiza 30
programas en 11 países latinoamericanos. Grosh insiste en que
los beneficios dirigidos hacia objetivos específicos son más
efectivos que los universales, en su propósito de llegar
realmente a los pobres. En promedio, los programas que ella
observó le daban una participación del 72% de los beneficios
al 40% de la población más pobre; los subsidios de
alimentación le aportan en promedio a ese grupo sólo un 33%
una participación menor de la destinada a la gente que está un
poco por encima de ellos.

Grosh desafía la creencia popular de que los programas más
discriminativos son más costosos de administrar: la
participación media de los costos representan de un 6% a un
10% del total de los presupuestos y tampoco se quedan por
fuera tantas personas a quienes van dirigidas las ayudas.
Algunas veces los más necesitados quedan al margen de los
beneficios como puede suceder con los beneficios universales
pero por lo general, dice Grosh, esto se da como consecuencia
de una mala administración. Con un poco más de esfuerzo y
dinero para poner a funcionar los proyectos, éstos rendirían
dividendos.

El Banco Interamericano para el Desarrollo dio a conocer
recientemente un ejemplo palpable de un proyecto específico.
Antes de 1990, las tortillas, un alimento básico en la dieta
de los mexicanos, recibió un subsidio general en el precio que
benefició tanto a pobres como a ricos. Luego se introdujo un
plan menos ambicioso, que empleaba pruebas de medición. A los
pobres, y sólo a ellos, se les otorgó una tarjeta de crédito
que podían usar en las tiendas donde venden tortillas. Este
pequeño programa comenzó paulatinamente desde la base, y ahora
cubre 2,5 veces más familias que en sus inicios con un
incremento en sus costos de tan solo el 30%.

Programas como éste son producto de las lecciones aprendidas
del Fondo Social de Emergencia de Bolivia, FSE, el primer
programa diseñado por el Banco Mundial para aliviar el trauma
causado por el ajuste estructural. Bolivia venía sufriendo una
galopante hiperinflación, tan dañina que tenía que curarse
como fuera. El FSE se introdujo en 1986 con la ayuda del Banco
Mundial, que se había demorado en reconocer cómo era de
doloroso para los pobres la medicina que el banco estaba
aplicando.

En los cuatro años siguientes, cerca de US$240 millones
fueron entregados a organizaciones no gubernamentales y
autoridades locales a fin de que se canalizaran en la ayuda de
más de un millón de personas pobres. A diferencia del gasto
social previo, que a menudo se destinó a grandes proyectos de
infraestructura, administrado por burocracias rígidas, el FSE
empleó un enfoque flexible, alentando proyectos pequeños,
tecnológicamente sencillos cuyos beneficios se dieron de forma
inmediata. Un equipo bien calificado de profesionales, con
salarios iguales a los del sector privado y protegidos de
interferencia política, desarrolló un extensivo sistema de
información gerencial que ayudó a mejorar la eficiencia del
programa.

Uno de los programas más ambiciosos que se ha realizado
siguiendo el ejemplo del desarrollo en Bolivia es el de
Solidaridad, instaurado por el presidente mexicano Carlos
Salinas de Gortari (quien escribió su tesis de doctorado sobre
este tema) y administrado por Luis Donaldo Colosio, su
sucesor. El objetivo de Solidaridad es extender la red de
servicios, como carreteras y alcantarillado, a los más
necesitados, involucrándolos en el programa desde la
escogencia del proyecto hasta la realización del trabajo
Aunque su presupuesto (US$2.500 millones) supera en gran
manera al del FISE, su prevención hacia proyectos pequeños ha
mantenido la burocracia acorralada

¿FUNCIONA?

¿Qué tanto han ayudado estos esfuerzos a los pobres de la
región? Nadie sabe con seguridad. Los resultados iniciales
fueron desalentadores: la Cepal reconoce que el nivel de
pobreza en 1990, después de que la mayoría de los países
iniciaran sus reformas económicas, era mucho más elevado que
en 1986, cuando las economías de la región estaban hechas
jirones. Puede que haya habido algún progreso desde entonces,
pero existen muy pocas estadísticas confiables. Según la
Cepal, en Chile, el primer país latinoamericano en iniciar una
seria reforma económica, la proporción de personas que, según
a su propio juicio, vivían en extrema pobreza se redujo de un
17% en 1987 a un 14% en 1990 y a un 9% en 1992. Y en México,
esta proporción bajó de 19% en 1989 a 16% en 1992. Sin embargo
la reducción de estas cifras fue irregular: la extrema pobreza
en las ciudades mexicanas se redujo hasta en un 25%, mientras
que en los campos fue tan solo del 8%.

Algunos argumentan que el crédito de tales ganancias se lo
llevan las reformas económicas y no los programas sociales de
corto plazo. Los que creen así señalan que la recuperación
económica ha permitido un aumento en el ingreso promedio
durante los últimos años y que los beneficios se pueden dar a
conocer perfectamente, poco a poco. Esto es una verdad que no
se puede esconder en Chile, donde las reformas económicas ya
han contado con el suficiente tiempo como para generar
impresionantes tasas de crecimiento, -4% anual en promedio
durante los últimos cuatro años.

Falta todavía mucho tiempo para que un crecimiento de estas
magnitudes se dé en otros lugares. México, por ejemplo, ha
promediado un crecimiento inferior al 2,5% anual durante los
últimos tres años. Pedro Sainz, jefe de la división de
estadísticas de la Cepal, sostiene que mientras que las
reformas no generen un crecimiento anual de por lo menos el
5%, los pobres tampoco se verán beneficiados. Cuando
comenzaron las reformas en Chile, se dio un crecimiento lento
que generó los suficientes trabajos como para reducir la alta
tasa de desempleo que ha venido sufriendo la región desde la
recesión de los ochenta. Y mientras gran parte de la población
permanezca sin trabajo, los ingresos se mantendrán bajos.

En estas condiciones, hasta los más afortunados que consigan
empleo se pueden encontrar, como muchos de los que ya tenían
trabajo, por debajo de la línea de pobreza. El problema de los
pobres es especialmente agudo en Argentina, donde las nuevas
medidas de privatización y la eficiencia estatal han reformado
las finanzas públicas, pero -al menos por ahora- han inflado
el número de desempleados.

Sainz agrega también que un crecimiento lento hace muy poco
por aquellos que no están en la línea directa de beneficiados.
Los pensionados no obtienen beneficios personales por la
generación de empleos ni la prosperidad general los favorece.
Para ellos, los programas sociales a menudo se convierten en
la única esperanza para salir de la pobreza.

En México, sin embargo, incluso el crecimiento lento,
combinado con un vigoroso programa social, ha comenzado a
reducir el porcentaje de personas que viven en la extrema
pobreza. No obstante, esta proporción fue más alta en 1992 que
en 1984. Mientras tanto, otros mexicanos gracias a las
reformas de Salinas, han prosperado de una manera boyante.
Poco sorprende entonces que muchos mexicanos, como otros
latinoamericanos, se muestren cada vez más impacientes con la
reforma estructural.

Este hecho motiva a aquellos que sostienen que los programas
sociales diseñados a grupos específicos escasamente calman de
manera temporal el dolor de las reformas del mercado y que las
que realmente están equivocadas son las reformas en sí. La
pésima administración económica de Alan García en los ochenta
generó mucho sufrimiento innecesario a las ya agobiadas masas
peruanas de pobres. En un Brasil sin reformas, a los pobres
les va aún peor. Un ajuste estructural no significa pasar por
grandes apuros, -pero peor es no reformar del todo, en el
largo plazo.

(TEXTO TOMADO DE CASH INTERNACIONAL, No. 35, PP. 44-47)
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en Ciudad N/D

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