Quito. 26.09.93. Murió hace pocos días, cuando estaba preparando
un viaje a Cuba, donde iba a ser objeto de un homenaje. El
corazón se le partió a los 80 años. Su amiga y compañera de
tantos avatares, Nela Martínez, encontró el cadáver en el
departamento donde ella vivía sola.

Se llamaba Ana Moreno y quienes la conocieron la recuerdan por un
doble atributo: su belleza física, casi deslumbrante, y su
tenacidad en la lucha, su indoblegable pasión por las causas más
justas, su solidaridad con los oprimidos.

Isabel Herrería fue su amiga. En el transcurso de una
conversación de voz estrangulada por la pena, hizo que yo -que no
la conocí físicamente- la comenzara a amar ahora que está muerta.

Y reclamara a la vida el haberme mezquinado la oportunidad de
verla, aunque fuera a la distancia.

La suya no solo era una belleza física -me dice Isabel-: era
también la suya una belleza de alma.

Su padre, Wilfrido Moreno, fue un obrero de las artes gráficas,
además de un excelente dibujante y un hombre de talento
excepcional. Se casó con una señora Franco, hermosa mujer
guayaquileña. Tuvieron cuatro hijos de entre los cuales
sobresalió Ana.

La familia fue a Alemania, en goce de una beca que ganó el padre
para perfeccionarse en su oficio. Estuvieron allí cuatro o cinco
años. Cuando regresaron, su padre fundó la industria Senefelder.

Murió la madre de Ana y ella pasó al cuidado de una tía
solterona, con quien nunca tuvo buenas relaciones.

Niña todavía, Ana comenzó a aprender música y se convirtió en una
excelente pianista. Esto coincidió con el auge económico del
padre quien fue uno de los grandes burgueses guayaquileños que
debió su ascenso a su esfuerzo y a su visión mercantil.

Cosa rara para la época, Ana quiso estudiar bachillerato. El
padre hizo que los mejores profesores del Vicente Rocafuerte
dieran a su hija clases en su casa, hasta que ella obtuvo su
diploma.

Y, quizás como un premio, le regaló un automóvil, a cuyo mando
fue la primera mujer que condujo en Guayaquil un vehículo a
motor. Y, claro, los choferes le coronaron como su reina.

Lo tenía todo, pero su espíritu estaba insatisfecho, en
permanente búsqueda, en constante dubitación. Trabajaba como
contadora en la oficina de su padre, quien se dio a la tarea de
buscarle un esposo que perteneciera a la alta burguesía.
Ana se casó con un joven Miranda, sin recursos económicos pero
con un apellido respetable.

En ese instante de su vida la conoció Isabel Herrería, quien ya
vio en ella rasgos de angustia vital, de descontento. A poco
quedó viuda y algún tiempo después contrajo matrimonio con
Antonio del Campo, un revolucionario inteligente, aunque
excesivamente bohemio. Esa vida disipada del marido desencantó a
Ana, quien tenía otras inquietudes con las que buscaba justificar
su vida.

En esa etapa un tanto desasosegada, conoció a un joven
estudiante, Fortunato Safadi, 18 años menor que ella. Y comenzó
a amarlo, porque en él veía un auténtico investigador, un hombre
de ciencia, de talento. Su relación con Safadi terminó en
matrimonio y en la afiliación de Ana al Partido Comunista.

Así la encontró el 28 de mayo de 1944. "Era de verla -dice
Isabel Herrería- luchando en las calles y enarbolando con
ejemplar elegancia la bandera soviética".

Sin embargo, en el Partido le tenían desconfianza: su procedencia
burguesa causaba escozor entre los proletarios. Por eso le
encargaban las tareas más arduas, más peligrosas, con las que
pretendían probar su auténtica convicción a la causa
revolucionaria. Ella ayudó a colocar las bombas molotov que
terminaron con el cuartel de carabineros de Arroyo del Río. Y,
también, en medio de la balacera, fue el correo entre el Partido
Comunista y las agrupaciones que integraban Alianza Democrática
Ecuatoriana.

Con tres hijos por criar, rompió con su padre. Y comenzó a vivir
en la más absoluta pobreza. Pero nunca, nunca, perdió su
elegancia y su donaire.

En 1946 Guevara Moreno, ministro de Gobierno de Velasco Ibarra,
le acusó de haberse robado dinero de un supuesto sindicato de
pescadores, lo cual usó también como pretexto para allanar su
domicilio y confiscar las actas de los comités y sindicatos que
ella guardaba con celo. Fue a prisión y allí, delante de la
gendarmería, fue flagelada. Soportó el castigo no solo con
singular estoicismo, sino también con esa apostura que nunca le
abandonó. Luego de pasar varios días en la cárcel, un abogado,
camarada suyo, logró sacarla libre.

Con Isabel Herrería, Nela Martínez, Alba Calderón, Panchita
Alvarez y Dolores Cacuango, la lucha de Ana no tuvo descanso. Ni
tuvo tregua su heroica actitud solidaria.

Por eso, cuando el Che Guevara vivió en Guayaquil, vio en Ana una
amiga, una consejera, una confidente, una madre. Y por eso
también, en el futuro, nunca dejó de escribirle para compartir
con ella sus sueños, sus fracasos, sus tormentos.

Los últimos años de su vida los dedicó a la causa de los derechos
humanos de los palestinos.

Hasta que el corazón se le partió, sin que la muerte haya
logrado, empero, borrar los rasgos más bellos de su vida. Y de
su lucha.

Unos rasgos que, aun para quienes nunca la conocimos, hacen que
nos enamoremos de ella más allá de la muerte. Y del fracaso.
(2C)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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