Lo conocí en una reunión de escritores en Mallorca. Dijo que en los congresos, encuentros, mesas redondas o seminarios lo dejaban siempre para el final, porque las intervenciones se hacían por orden de estatura, y que, cuando por fin le tocaba a él, le pedían que fuera breve pues los demás se habían extendido mucho, también por orden de estatura, lo que fue una sonriente presentación de sí mismo. Allí leyó su ahora célebre "Ponencia presentada por el Doctor Eduardo Torres ante el Congreso de Escritores de Todo el Continente, celebrado en San Blas, durante el mes de mayo de 1967". (Imposible no citar algunas de sus cláusulas: "Se declara que deben establecerse urgentemente mejores relaciones entre el escritor y la escritora", "Que cuando publiquen un libro de carácter subversivo, los editores del mismo ofrezcan un coctel a las autoridades para suavizar de alguna manera los perniciosos efectos de la publicación", "Que cuando algún compañero, ya sea por sus ideas políticas, por sus vicios o por sus malas artes en cualquier terreno, fuere debidamente encarcelado, todos los miembros de esta Sociedad le envíen en el acto sus libros, ya sea como muestra de solidaridad o de franco repudio"... Y, entre los consejos de Tito Monterroso, el de "Poeta, no regales tu libro, destrúyelo tú mismo", o alguna de sus reflexiones, como aquella de "Yo no sé qué sexto sentido tienen los enanos que les permite reconocerse a primera vista", o su proposición de Manual del onanista como título de un libro no escrito todavía...).
Cuando volví a encontrarlo, en París, y dijo estar harto de que le recordaran a cada instante como el autor de "El dinosaurio", quise regalarle el segundo cuento más corto del mundo, que yo acababa de conocer: "Estaba sentada en su casa. Todos habían muerto. No quedaba nadie en la Tierra. De pronto llamaron a su puerta". (Me enteré, hace poco, de que una inefable profesora en una universidad de Quito dio como tarea a sus alumnos "completar" el cuento, encontrándole una "explicación"). Pero Tito conocía no solo ese cuento, sino gran parte de la obra de Tomas Bayley Aldrich y, como solo él, a los autores de lengua inglesa, entre otros a "los tres Samuels": Johnson, Butler y Pepys, a los dos Huxley: Aldous y Julian, a James Boswell, a Robert Graves...
Pasaba frecuentemente por París, con Juan Rulfo, y aun cuando la espera era tan corta que se quedaban en un hotel del aeropuerto, siempre hubo manera de encontrarse. Y, por lo menos una vez al año, cuando viajaba a Europa con Bárbara Jacobs, su esposa y magnífica escritora. En una de esas visitas, en 1985, fuimos a Illiers-Combray, cerca de Chartres, a conocer la casa donde transcurrió la infancia de Marcel Proust. Ese viaje constituyó la lección de crítica literaria más completa que haya leído o escuchado sobre En busca del tiempo perdido. Tiempo después, al comentar con Tito el fracaso de la versión cinematográfica de Un amor de Swann, de Volker Schlöndorff, lamentamos que Visconti hubiera muerto sin realizar su proyecto de traducir al cine la obra de Proust: imaginábamos lo que habría podido hacer con ella el autor de La muerte en Venecia y El gatopardo. Había declarado: "No debo hacer una transposición literaria. Es cierto que algunas cosas se perderán, como esa especie de musicalidad proustiana. Pero, en cambio, creo poder, con una imagen, penetrar en esa suerte de laberinto profundo de Proust". Y Monterroso supo explicar, mejor que nadie, en su "Cuaderno de viaje", contenido en La letra e, lo que sucedió con la adaptación de Un amor de Swann: "Indispensables acomodos de la mente al recuerdo del libro. Concesiones a las autoconcesiones del realizador: sus escenas eróticas ambiguas, equívocas, con su deliberado atractivo revelador de latencias asustadoras. Swann disfrazado de Proust, Proust disfrazado de Swann persiguiendo mujeres que en el momento oportuno serán como cualquier otra cosa, como un muchacho, digamos. Una noche en las calles del París de 1900 y un coche cuyo caballo repetirá una vez más en la pantalla el ruido de cascos de caballo previamente enlatados para sonar como ruido de cascos de caballo en una noche del París de 1900".
Exigente hasta el punto de confesar que le aterrorizaba la idea de que "la tontería acecha siempre a cualquier autor después de cuatro páginas", profundo como para que García Márquez dijera que a Monterroso hay que leerlo "con las manos arriba", porque "su peligrosidad se funda en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la falta de seriedad", Tito preguntaba, cada vez que veía en los diarios parisienses anuncios de una primera novela, siempre con foto de la joven autora y una frase elogiosa de los editores, "dónde están, cuáles son, de dónde salen los lectores, más bien lectoras, de todas esas Eliettes, Lilys, Claudines o Pierrettes".
Decía que, para él, cualquier lector es el lector ideal: "Yo no soy un escritor para escritores ni para señoras ni para nadie específico; aunque es evidente que un escritor se da cuenta de qué trabajo implica escribir para todos los lectores". De ahí que la apreciación general de la obra de Monterroso esté llena de lugares comunes y erróneos. Uno de ellos es la frecuente referencia a la "economía de recursos", a su "capacidad de síntesis", que hacen ciertos críticos "siempre distraídos, a quienes les es más cómodo leerme a la carrera y dar la idea de que siempre escribo cosas como "El dinosaurio". De todos modos, con una sonrisa que parecía subrayar cierta picardía, señalaba que acudía a la brevedad "no como un término de la retórica, sino de la buena educación". Hay también una concepción equivocada de su humor, que le ha obligado a defenderse: "Siempre he rechazado la idea de que soy un humorista y de que lo que escribo pretende hacer reír. Si el espectáculo humano, puesto así, tal como es, a algunos les produce risa, eso es otra cosa, y a veces toma tiempo darse cuenta de que es, más bien, para llorar. No creo haber escrito nada, ni una sola línea, que no nazca del sentimiento, principalmente el de la compasión. La inteligencia no me interesa mucho. El hombre, tan fallido en su capacidad organizativa, en su capacidad de comprensión, me da lástima, me doy lástima. Pero siento que hay que ocultarlo y por eso muchos de mis personajes están disfrazados de moscas, perros, jirafas o simples aspirantes a escritores. Yo tengo un zorro escritor, un cerdo poeta, y una pulga insomne a la que le gustaría ser como Cervantes, pero sin los inconvenientes de la pobreza". Isaac Asimov decía, refiriéndose a los textos de La oveja negra y demás fábulas, que, "siendo en apariencia inofensivos, muerden si uno se acerca a ellos sin la debida cautela y dejan cicatrices, y precisamente por eso son provechosos. Después de leer "El Mono que quiso ser escritor satírico", jamás volveré a ser el mismo".
Considerado como el que ha puesto un "dique de contención" o un "punto final" al tropicalismo latinoamericano, y, aunque nacido en Honduras y residente en México, considerado como guatemalteco, cabe señalar esos puntos extremos que constituyen Monterroso, con su compresión total de la escritura, por respeto a la literatura y a la lengua, y Asturias en su delirio alucinante de la palabra, como sonido y signo. Y en el plano de la dignidad frente a la historia presente de América, dondequiera que se hallaron -tantas veces perseguidos, asilados, exiliados de país en país-, junto a ambos están otros dos guatemaltecos: Luis Cardoza y Aragón y Mario Monteforte Toledo.
(En De cerca y de memoria terminaba mi evocación de Monterroso agradeciéndole mucho, muchísimo, que estuviera vivo, al final de un capítulo que parecía obituario. Murió una semana después de haber aparecido el libro).
EXPLORED
en Ciudad Quito

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