Fui por única vez a Praga en febrero de 1969, tres semanas después de que el estudiante de filosofía Jan Palach, de 25 años, se quemara vivo en la plaza Wenceslas para protestar por la invasión soviética a su país.
La atmósfera de la ciudad era de pesadumbre y cólera a la vez, y aun las callejas medievales donde persistían los fantasmas del Golem y de Franz Kafka -tan inmoviles en apariencia, tan cristalizadas en el tiempo- mostraban signos de una agitación que, tarde o temprano, saldría a la luz.
En una esquina de la calle Nerudova, que trazaba una suave pendiente hacia el castillo de Hradcany, una joven me salió al cruce y me preguntó en tres lenguas sucesivas si yo era extranjero. Le respondí que sí en la única que entendía, el inglés.
Caminó conmigo unos cien metros cuesta arriba, indagando de dónde venía, qué estaba haciendo en Praga y cuál era mi hotel. Cuando la información que le di pareció tranquilizarla, me entregó un volante que invitaba a ver, dos días más tarde, cierta obra de teatro titulada The Memorandum, escrita por el ignoto dramaturgo Vaclac Havel, que iba a ser representada en un salón clandestino de la Nove Mesto, o Ciudad Nueva. “No faltes”, me dijo al desvanecerse tan naturalmente como había aparecido. “Praga siempre resiste”.
Pasé casi todos aquellos días recorriendo una y otra vez las casas y los lugares que evocaban a Kafka. Vi su casa natal en la calle Niklas, de la que solo se conserva el portal; vi el edificio del Karolinum, o lo que quedaba de él, donde estudió hasta graduarse de abogado; vi la casa de la calle Celetna, la sinagoga, las ruinas del ayuntamiento judío, donde leyó algunos de sus escritos, y el cementerio con las lápidas aún torcidas.
Parecía que nada de todo aquello se hubiera desplazado en el tiempo, a espaldas de una ciudad donde el tiempo se movía demasiado velozmente. Advertí que, mientras los relatos de Kafka abundan en símbolos de inmovilidad y en víctimas que aguardan, quietas, el instante de su sacrificio, Praga se resistía -como había dicho la muchacha de la calle Nerudova- a esperar la fatalidad.
Volví a encontrar entre mis viejos papeles aquel volante de invitación para The Memorandum cuando eligieron a Vaclav Havel presidente de Checoslovaquia en diciembre de 1989, después de que la llamada ‘revolución de terciopelo’ destruyó la ingeniería de acero del régimen comunista.
Ya entonces, los ejercicios dramáticos de Havel y la lucidez de su pensamiento filosófico - derivado de las ideas de Husserl sobre la trascendencia del individuo- suscitaban entusiasmo en Alemania y Estados Unidos.
Aunque yo no lo sabía, en 1969 Havel era la figura central del Teatro en la Balaustrada, punto de encuentro de las vanguardias checas, y había sido uno de los líderes de la revuelta de los artistas durante la fugaz Primavera de Praga, en 1968, poco antes de la invasión soviética. Junto a Kafka, Havel resume el espíritu de la Praga del último siglo.
Las víctimas, sometidas a un poder tan implacable como vacío en un mundo sin Dios y sin esperanza, son la exhalación de la ciudad de Kafka. Cuando las imaginó, entre 1898, año de sus primeros borradores de relatos, y 1924, el de su muerte, no podía saber que esas víctimas eran también un presagio de la Europa inminente. La construcción de un Estado sin víctimas es el legado de Havel.
Los azares de la historia han dispuesto que ambos conocieran, este 2 de febrero, una simultánea coronación. La de Kafka es póstuma, como todas sus glorias. Ese día reapareció la edición crítica de todos sus escritos, que revela a un autor inesperado, de párrafos larguísimos, puntuación caprichosa y una sintaxis alemana de impureza desafiante. Ese día, también, Havel se retiró de la política, no por la puerta de atrás de los palacios y execrado por su pueblo, como sucede tan a menudo, sino con un aura de estadista ejemplar.
El ejercicio incesante del lenguaje le enseñó a Kafka que escribir es siempre un acto de incertidumbre. A Havel, el ejercicio del gobierno le permitió advertir que, al fin de cuentas, el poder es siempre poca cosa.
“Cada vez es mas difícil para mí escribir los discursos que digo”, explicó el 19 de septiembre pasado, en una conferencia memorable que pronunció en el City College de Nueva York durante su última visita oficial a Estados Unidos. “Cuando los escribo, siento un miedo creciente de repetirme. Advierto también cuán escasas calificaciones tengo para el trabajo que hago y, a pesar de mi buena fe, cometo enormes errores”.
En cualquier otro hombre de Estado, esa declaración pública de impotencia sonaría artificial, inverosímil. En el presidente checo, el acento de sinceridad es irrefutable. Havel cree que el mismo ha sido su peor enemigo. Kafka no creía eso: lo sabía. En el afán de construir un mundo mejor, el dramaturgo y estadista encontró la felicidad y, al mismo tiempo, la grandeza.
La escritura, que fue la única dicha de Kafka, fue también su pretexto para no ser feliz. No consiguió casi nada de lo que quiso, tal vez porque nada quiso. En tanto que Havel logró mucho más de lo que jamás había soñado, quizá porque esperaba conseguir muy poco.
Nunca volví a Praga, porque en aquel 1969 me pareció la ciudad más hermosa del mundo, y supuse que si la veía por segunda vez no iba a pensar lo mismo. Esa belleza estaba teñida entonces por el horror de algunas imágenes atroces: la del reformador religioso Jan Hus ardiendo en su hoguera de 1415 mientras llamaba a Dios con voces más y más desesperadas, la de Franz Kafka yendo por las mañanas a su abrumador trabajo en una compañía de seguros, la de las hermanas de Kafka arrastradas por los nazis al campo de Auschwitz y, por fin, la de Jan Palach consumiéndose en su hoguera de la plaza Wenceslas.
La feliz democracia de Vaclav Havel ha preservado el recuerdo de todas esas desdichas y, al hacerlo, también las ha exorcizado.

* Tomas Eloy Martínez es el autor de La Novela de Perón, de Santa Evita y de El Vuelo de la Reina, que ganó en España el premio Alfaguara de Novela. Sus obras se han traducido a más de 30 idiomas
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