Quito. 2 feb 99. Cada vez que se sienta a una mesa, el
presidente electo de Venezuela, Hugo Chávez Frías, pide que
nadie ocupe la silla que está a su derecha. "Esa es la silla
del libertador Simón Bolívar", suele explicar, "y solo él
tiene derecho a estar allí".

Creí que esa anécdota era una de las tantas fábulas que la
imaginación popular atribuye a los hombres del poder, hasta
que me la confirmó un embajador que compartió con Chávez una
cena en el Extremo Oriente, hace poco más de un año.

"Tal vez no haga siempre el show de la silla", me dijo el
embajador, "pero esa vez lo hizo con tanta convicción que
todos esperabamos ver llegar a Bolívar de un momento a otro,
arrastrando su purgatorio de ciento setenta años".

Chávez es el último demócrata autoritario que este continente
de gobernantes demenciales ha deparado al siglo XX. Su
historia es tan parecida a la de Juan Perón que, más de una
vez, el propio Chávez se ocupó de subrayarlo en los discursos
de campaña. Ambos eran oficiales de segunda fila cuando
acaudillaron sendos golpes militares: el del coronel Perón fue
en 1943; el del teniente coronel Chávez contra Carlos Andrés
Pérez sucedió el 4 de febrero de 1992.

Ambos, también, lanzaron sus candidaturas remando contra las
corrientes de los partidos políticos tradicionales, a los que
declararon caducos y corruptos.

Los dos se aligeraron de ropa durante sus campañas: en
diciembre de 1945, durante la primera concentración electoral
ante el obelisco de Buenos Aires, Perón se quito el saco y
enarboló una camisa junto a una bandera argentina; el 6 de
diciembre de 1998, cuando se supo que había ganado las
elecciones, Chávez también se quitó el saco y arrojó la
corbata a una multitud en éxtasis. Su joven esposa teñida de
rubio, émula de Evita, se desprendió de unos anillos y los
ofrendó a una mendiga que se había acercado a besarla.

Las diferencias, sin embargo, son tan notables como las
semejanzas: Perón se identificó con los dictadores
latinoamericanos solo después de la muerte de Evita, y a su
asunción como presidente, en 1946, asistieron muy pocos
representantes extranjeros. Chávez, en cambio, ha invitado a
su toma de posesión, el 2 de febrero, al decano de los
dictadores universales, Fidel Castro, y al último de los
dictadores venezolanos, Marcos Pérez Jiménez, a quien todos
imaginaban muerto hace décadas.

Nadie entiende muy bien qué gana Chávez al exhumar a este
último fantasma. Pérez Jiménez huyó de Caracas hacia Santo
Domingo la madrugada del 23 de enero de 1958: lo hizo con
tanto apuro que debieron izarlo hasta el avión con poleas de
albañilería porque sus ayudantes se olvidaron de llevar una
escalerilla.

En la pista del aeropuerto quedó olvidado un maletín con trece
millones de dólares en efectivo, que era el dinero reservado
para sus gastos de familia.

Cuatro días más tarde lo siguió Perón, a quien los diarios
venezolanos adjudicaban -erróneamente- los secuestros y
torturas de los opositores al régimen caído. Los dos prófugos
llevaban el mismo rumbo y, años más tarde, se exiliaron en la
misma ciudad, Madrid, aunque jamás volvieron a verse.

Un gordo feliz

Pérez Jiménez lleva ya tantas décadas recluido en su palacio
de Puerta de Hierro que nadie se acordaba de él. Ahora se
descubre, con sorpresa, que es un gordo feliz de 85 años. Al
invitarlo, Chávez desafió un impedimento legal: sobre el ex
dictador pesa una orden de captura que puede cumplirse apenas
llegue a Caracas. El anfitrión puede amnistiarlo, pero antes
tiene que asumir como presidente.

Tanto Perón como Chávez llegaron al poder con el apoyo de
sectores nacionalistas extremos, prometiendo "una revolución
para los pobres". Pero mientras esa ilusión era posible en la
Argentina de 1946, cuando la prosperidad parecía inagotable,
la Venezuela de Chávez está al borde de la bancarrota: su
mayor fuente de divisas, el petróleo, está vendiéndose desde
hace meses a precio de remate.

Medio siglo atrás, Perón se benefició del equilibrio de
poderes entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, en el
apogeo de la guerra fría. Chávez, en cambio, llega en el
momento más arrogante de la globalización, con las manos
atadas para negociar con sus acreedores norteamericanos.

Perón tardó más de dos años en organizar un régimen que
silenció a la prensa, eliminó todo disenso en los gremios e
identificó su gobierno con la nación. La Constitución que le
permitiría ser reelegido tardó tres años en ser sancionada.
Chávez va muchísimo más rápido, alentado por las esperanzas
ciegas de un país al que hace veinticinco años le sobraba el
dinero y en el que ahora tres cuartas partes de la población
vive bajo los umbrales de la miseria.

Al amparo de una popularidad fulminante, anunció que reformará
la Constitución con la voluntad del Congreso o sin ella. Si le
cierran el paso, llamará a un referendo. Sus modales
desconciertan todos los días a los viejos políticos: para
Chávez la presidencia no es un mandato, sino un designio de
Dios o, como el prefiere repetir, "la voz del pueblo".

Perón era un orador elocuente que había conquistado cierto
prestigio intelectual en la Escuela Superior de Guerra y en su
destino europeo, antes de la Segunda Guerra. Chávez aprovechó
los dos años en prisión que debió pagar por su golpe de Estado
afinando la memoria y leyendo a raudales. Sus discursos
abundan en citas de Rousseau, de Whitman, de Mirabeau, de
Nietzsche y, por supuesto, de su modelo Simón Bolívar.

Como muchos políticos latinoamericanos, usa las citas fuera de
contexto, para echar leña al fuego de sus propias ideas, pero
el sonido de los nombres desconocidos -que Chávez pronuncia
sin equivocarse, con una dicción cuidadosa-, permite que las
ideas parezcan más respetables.

Al final del segundo mandato de Perón, los tres pilares de la
doctrina peronista eran letras casi muertas: para salvar una
economía en caída libre, su gobierno había cedido a la
Standard Oil de California cincuenta mil hectáreas de la
Patagonia en las que podía construir aeropuertos y
embarcaderos sin obedecer las leyes argentinas; los reclamos
obreros tenían ya límites estrictos y la mayoría de la
población estaba condenada a comer un pan gris, de ceniza.

Es casi seguro que Hugo Chávez, forzado por los códigos de
injusticia del neoliberalismo y por la situación de desventaja
de su país periférico, deba tambien abjurar -mucho antes que
Perón- de todas sus promesas triunfales e imponer a Venezuela
el destino de sacrificio, devaluación, desocupación y aumento
del costo de vida que es ahora el estigma de todo el
continente latinoamericano.

Se ha olvidado demasiado rápido que, diez años atrás, Carlos
Andrés Pérez inició su Gobierno con ilusiones imposibles. La
euforia de los venezolanos -menos ciega que la de ahora-
derivó al poco tiempo en una marea de revueltas populares y en
la destitución del presidente. A Chávez también lo amenazan
las mismas desilusiones, pero su autoritarismo cuartelero
quizá lo preserve del final infeliz que tuvo Pérez. Si eso
ocurriera, a Venezuela podría aguardarle un futuro de
represiones tan implacables como las que se vivieron bajo
Pérez Jiménez, el dictador cuyo regreso es un augurio
terrible.

En vísperas del siglo XXI, el próximo presidente de Venezuela
parece un sobreviviente del siglo XIX. Eso es lo que hace tan
peligrosos sus diálogos de ultratumba con Simón Bolívar. Puede
que las arengas y proyectos de Bolívar no hayan perdido nada
de su vitalidad original, pero el país y el mundo a los que
les hablaba en 1819 no son los mismos de ahora, aunque Chávez
no lo crea.

Actividades

- Chávez, con más de 56% de los votos, asumirá hoy la novena
presidencia.

- La ceremonia de transmisión de mando está prevista para las
09h00 (Ecuador)
- Al mediodía, Chávez se trasladará a la sede de Gobierno, y
presentará a su equipo ministerial (DIARIO HOY) (P. 10-A)
EXPLORED
en Ciudad Quito

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