El 23 de septiembre de 1939, tres semanas después de la invasión de Polonia por los ejércitos de Hitler, Sigmund Freud murió en Londres de un cáncer de mandíbula. Ya casi no pronunciaba palabra y apenas podía escribir. Un año antes, su médico vienés le había removido parte de la mejilla para extirpar con más facilidad el tumor que lo atormentaba.
Aunque ocupado en responder a las reacciones tempestuosas que provocó su último libro, Moisés y el monoteísmo, Freud concedía breves ráfagas de su tiempo a uno de los nietos, Lucien, un díscolo aspirante a pintor de 17 años, que había sido expulsado de la escuela y estaba desorientado. Un par de imágenes marcaron para siempre la memoria de Lucien y, de algún modo, decidieron el lenguaje de sus pinturas. Una de esas imágenes es trivial, la otra puede leerse como una metáfora de la carne perecedera en duelo con la eternidad.
Cierto día de 1949, Lucien Freud vio a su vecino Bo Milton escarbando con el bastón un montículo de estiércol. La escena le pareció tan extravagante que se acercó a ofrecer ayuda. "Oiga," le dijo Bo, "¿no ha visto usted por casualidad mi dentadura postiza?" La actitud del cuerpo en estado de búsqueda y asombro y el azoramiento de la hija de Bo observando al padre desde una ventana, instalaron en Freud, como un relámpago, la idea de los límites que hay en toda figura humana y la certeza de que el arte, en vez de recordar o de reflejar la vida, debe ser otra respiración de la vida.
Más persistente fue, sin embargo, la experiencia de la muerte del abuelo. Cuando Lucien lo vio yaciendo en el ataúd, a la sombra de cientos de discípulos eminentes, santificado por la admiración universal, lo primero en que pensó fue que, a diferencia de otros muertos célebres, Sigmund Freud no tendría una máscara funeraria. "Era imposible hacerla," escribió más tarde, "en la mejilla se abría un horrible agujero, del tamaño de una manzana magullada." El efecto de la fealdad sobre una materia iluminada por la gloria asomaría desde entonces, de un modo u otro, en toda la obra del nieto.
Que Lucien Freud es uno de los más elocuentes pintores de estos dos últimos siglos es una sensación que se va convirtiendo en certeza cuando se recorre la exposición retrospectiva de su obra, que reúne más de 120 pinturas. La travesía empezó el 20 de junio de 2002 en la Tate Gallery de Londres, siguió desde el 24 de octubre en la Caixa Forum de Barcelona y culminará el 25 de mayo de 2003 en el Museo de Arte Contemporáneo de Los Angeles.
Los salones de la Caixa rebosaban de espectadores cuando estuve allí, un domingo de finales de octubre. Recordaba muy bien la impresión que me causaron las seis o siete obras de Freud que se exhibieron hace tres años en el Museo Metropolitano de Nueva York. La degradación, la melancolía, la soledad de la figura humana: esos atributos ya estaban en aquellas pocas pinturas. Tenerlas todas juntas, sin embargo, me desató una cadena de preguntas: ¿cómo descubrir la belleza de un cuerpo si al mismo tiempo no se acepta su fealdad? ¿Cuánto en el cuerpo humano es propio de ese cuerpo y no, más bien, de la manera como es mirado?
Una de las primeras influencias de Lucien Freud fue Viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, donde el cuerpo se describe, al ser ampliado, con todos sus detalles de horror. Pero no es el cambio de perspectiva lo que torna sorprendentes los cuerpos de Freud, sino la súbita revelación de que esas fealdades, esos pliegues, esas imágenes de repulsión, constituyen el ser que somos y que, sin embargo, no logramos ver.
Aunque el pintor necesita que sus figuras estén inmóviles para poder captarlas con eficacia, todas ellas destilan una sensación de movimiento que está dentro o por debajo de esas mismas figuras. Si bien -según dijo en octubre- nunca leyó a Imre Kertesz, el último premio Nobel de literatura, parecería estar ilustrando con sus pinturas algunas páginas de Sin destino, la primera novela de Kertesz, en la que este habla con extraña lejanía, casi con indiferencia, de los efectos que un campo de concentración puede causar en un cuerpo. "Si en una situación normal hacen faltan 50 o 60 años para envejecer," escribe Kertesz, "en el campo bastaron tres meses para que mi cuerpo me abandonara." La piel sedosa de un año atrás "ahora estaba seca, áspera y amarillenta, cubierta de abscesos, manchas marrones, grietas, heridas y escamas".
Todas las figuras de Freud, aunque detenidas en el espacio, fluyen en el tiempo. Se ve a la madre del pintor ir muriendo lentamente mientras los títulos de los cuadros informan que "descansa" o "lee". El tiempo se mueve en las pinturas de Freud y, aunque no se vea, es el protagonista de todo lo que allí se degrada y se marchita.
Nada, sin embargo, es tan impresionante como los desnudos. Un cuerpo desnudo está expuesto no solo a la intrusión de la mirada, sino también a la perversión del crimen. Eso es lo que produce tanto terror en la escena del asesinato bajo la ducha en Psicosis de Hitchcock: que la víctima esté inerme e inadvertida mientras el cuchillo del verdugo se le acerca. Lucien Freud exagera esa indefensión. Sus criaturas desnudas tienen el sexo casi en primer plano, como el cuello de los corderos antes de la matanza. Son gordas, deformes, malévolas. No inspiran ternura sino una invencible compasión.
Sigmund Freud no pudo imaginar nada de esto cuando le entrego a su nieto un ejemplar de Las mil y una noches como regalo de cumpleaños, en 1938. No vislumbró que la histeria, la melancolía, la paranoia, las fobias, los recuerdos infantiles, todo lo que él había descrito como fenómenos clínicos, podrían convertirse alguna vez en retratos abrasadores del inconsciente. Sin saberlo y seguramente sin quererlo, Lucien Freud representa ahora la continuación del psicoanálisis por otros medios.

*Tomás Eloy Martínez es el autor de La Novela de Perón, de Santa Evita y de El Vuelo de la Reina, que de ganó este año en España el premio Alfaguara de Novela. Sus obras se han traducido a más de 30 idiomas.
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