EL ESPEJO DE ASTUTO EN EDICION ECUATORIANA. Por Fernando
Tinajero

QUITO. 05.03.92. Algún día escribiré una página sobre la
extraña fascinación que el círculo, la esfera y el movimiento
circular han ejercido sobre la inteligencia de los hombres,
poniéndose en el origen de las cosmogonías, en el alma de los
mitos primordiales y en la raíz de innumerables concepciones
de la filosofía y de la ciencia, desde el inmóvil ser de
Parménides hasta las teorías einstenianas del espacio. Ahora
me limito a evocar esa fascinación, que sin duda explica
también la universal tendencia a dar un especial significado a
los aniversarios "redondos" -entendiendo como tales aquellos
que se expresan en cifras terminadas en cinco o en cero.
Parecería, en efecto, que los hombres (no liberados aún
completamente de las supersticiones míticas) intuimos en
semejante género de conmemoraciones la virtud de cerrar de
algún modo incomprensible ciertos ciclos de la historia cuyo
sentido se nos escapa casi siempre. El lustro, el decenio,
las "bodas" que invocan el mágico nombre de los metales o de
las piedras preciosas, pero sobre todo los centenarios, suelen
convocarnos a la reflexión sobre el pasado con un espíritu
distinto del que preside los habituales tareas de la historia:
es como si esas conmemoraciones "redondas" permitieran
concluir el hecho conmemorado, haciéndolo presente y
facilitando por lo mismo la comprensión de lo que fue.
Reafirmamos de este modo nuestra espontánea convicción de que
(tal como dice cierta doctrina que hoy se quiere en vano
olvidar) el tiempo colectivo se mueve en una espiral: a cada
vuelta, marcada por las cifras "redondas", volvemos a ver el
mismo paisaje de lo humano, pero en otro nivel, y podemos
sentir en consecuencia la continuidad de la historia, pero
también sus saltos, porque podemos reconocernos otros y los
mismos. Derivaciones falaces de esta intuición, de las que
debemos precavernos, han sido el mito del eterno retorno (tan
rico en poesía, sin embargo) y el método pseudo-científico de
las generaciones, que rehusa la cuenta de centurias porque
pretende medir la historia en lapsos de treinta años.

El olvido de otras fechas

Como es previsible, el motivo de este apunte es el gran
centenario que todo el mundo, pero especialmente Europa y
América, recuerdan en el año presente. Y no es mi intención
hablar de él; he querido mencionarlo, no obstante, para llamar
la atención sobre el hecho (acaso comprensible, pero no
justificable) de que la importancia misma del magno centenario
que por quinta vez cumple América nos está haciendo olvidar a
los ecuatorianos otras fechas (quizá menos brillantes o menos
amargas, pero más próximas a nuestra sangre) que por extraña
coincidencia deben celebrarse "redondas" en este año. Aparte
de las que han sido recordadas por el gobierno para justificar
su declaratoria de 1992 como "Año de la Identidad Nacional"
(si no me equivoco, los 450 años del descubrimiento del
Amazonas, los 200 años de las Primicias de la Cultura de Quito
y los 150 años del nacimiento de Alfaro), y fiándome apenas
del azar de la memoria, he llegado a contar no menos de
treinta fechas especialísimas que deberíamos recordar por lo
que ellas significan para nuestra existencia como pueblos o
para nuestra cultura. No voy a enumerarlas, desde luego, pero
no puedo dejar de mencionar los 400 años de la Revolución de
las Alcabalas, los 370 años de la fundación de la Universidad
de San Gregorio, los 265 años del nacimiento de Juan de
Velasco y los 200 de su muerte, así como los 180 años de la
primera Constitución quiteña, los 160 años del nacimiento de
Mera y de Montalvo, los 80 años del asesinato de Alfaro y los
75 de la muerte de González Suárez, sin olvidar los 70 años de
la matanza de los trabajadores de Guayaquil...
Entre todas esas fechas (y otras más que en su momento deberán
ser recordadas), acabamos de celebrar la del bicentésimo
cuadragésimo quinto aniversario del nacimiento de Eugenio
Espejo, que se cumplió hace pocas semanas.Dos estudios
esclarecedores

De Espejo nos han hablado muchos ilustres compatriotas en
libros y estudios memorables, pero no siempre han podido
arrancar su imagen de la nube de leyenda en que está envuelta.
En contrapartida, son dos autores extranjeros (que merecerían
ser ecuatorianos, sin embargo, por la devoción que han
dedicado a lo nuestro) quienes han escrito los estudios más
objetivos sobre nuestro precursos -hasta donde yo conozco, por
lo menos. Ellos son el doctor Philip Louis Astuto, de la
Saint John Universtiy de Nueva York, y nuestro entrañable
Arturo Andrés Roig, que tanto hizo por la cultura ecuatoriana
mientras vivió entre nosotros.
Este último es el autor del mejor libro que yo conozco sobre
el primer ciudadano de la patria: es el segundo volumen de su
monumental " Humanismo en la segunda mitad del siglo XVIII",
incluido en la Biblioteca Básica del Pensamiento Ecuatoriano.
En cuanto a Astuto, aunque no es un libro nuevo ( apareció en
México en 1969, pero se ha divulgado muy poco entre nosotros)
creo no exagerar si supongo que ha sido leído solamente por
los especialistas, y por algunos curiosos de los temas que
conciernen a la cultura ecuatoriana, entre los cuales me
incluyo. Ahora, gracias a una joven editorial manejada con
acierto por dos de nuestros mejores narradores, aparece
finalmente en edición ecuatoriana y se suma a la rica
bibliografía de los últimos tiempos, cuya sola existencia es
un testimonio fehaciente de nuestro actual interés por
asimilar críticamente nuestro pasado.
Menos penetrante y profundo que el libro de Roig, el de Astuto
puede aventajarle en un aspecto muy preciso, sin embargo. El
de Roig es el libro de un filósofo: su lectura exige cuando
menos aquel tipo de información (poco frecuente entre
nosotros) que hace accesible la indagación del universo
seductor de las ideas; pero su comprensión es imposible sin la
disciplina mental que sólo es patrimonio de quien dispone de
una auténtica formación en los severos dominios de la
abstracción.

El Espejo de Astuto

El de Astuto es el libro de un historiador: no trae,
ciertamente, ninguna novedad sobre su personaje, pero intenta
comprenderlo humanamente al margen de la pura exaltación
sentimental. Por el contrario, nos lo muestra en la entraña
de su propio medio y traspasado por sus contradicciones. El
Espejo de Astuto no es un santo inmaculado, y menos aún el
ángel encarnado que algunos quisieran ver: es un hombre de
carne y hueso; un hombre de la ilustración, pero a la manera
de Quito; un hombre que consume su vida en la producción
intelectual con el sueño de regenerar a su patria por medio de
la educación; pero es también un hombre que odia, que se
apasiona, que envidia; es un hombre que clama por el "buen
gusto" sin tenerlo en demasía; un hombre que escribe sin parar
en una prosa monótona y cansina, tan opaca como la colonia en
que vivía; pero también un hombre capaz de intuir el ser que
somos -o más bien, el que deberíamos ser. Acre y corrosivo en
su crítica, sardónico y mordaz en sus combates, pero piadoso
al mismo tiempo y apegado a los principios del orden social:
no es un revolucionario propiamente, sino un reformador que no
pretende trastornar toda la organización política, sino
hacerla menos injusta. Y con todo eso, es el hombre más
notable que pudieron producir las Américas a lo largo de todo
el siglo XVIII.
Rigurosos y metódico (tal como corresponde a un "scholar"
norteamericano), Astuto ha estudiado sistemáticamente las
diversas facetas de ese talento universal que fue Espejo.
Allí está el teórico de la educación y el reformador de la
oratoria; allí, el reformador de la economía y la política;
allí, el investigador médico y el reformador de los sistemas
de salubridad -o por mejor decir, su inventor; allí, el
estilista literario; allí, el precursor de la independencia
ecuatoriana. No obstante, a despecho de esta sistematización,
Astuto sabe engarzar todas estas facetas en la vida concreta
del gran hombre, engarzada a su vez en esa crítica porción
final del siglo XVIII, bajo el avatar de las reformas de
Carlos III -el rey Borbón que quiso llevar la Ilustración a
las Españas. De este modo, Astuto descubre la secreta
dialéctica entre el periplo vital y la producción intelectual
del "duende" colonial, y logra ese envidiable equilibrio de
los estudios serios, que evitan por igual las tentaciones de
la pura biografía y las del puro análisis de ideas. Un
equilibrio, además, que conoce sus propios límites y rehusa
penetrar en lo que los excede. Si alguien quiere penetrar a
fondo en el pensamiento de Espejo, ubicándolo en relación con
su tiempo y con el porvenir que él estaba forjando, que lea el
libro de Roig. Pero si alguien quiere aproximarse al hombre
Espejo, sin esperar revelaciones sorprendentes sobre aquellos
misterios de su vida que aún permanecen cubiertos de leyenda,
que lea el libro del doctor Astuto.

Un ciclo que se cierra

Pero hablé al comenzar de la fascinación por el círculo y el
movimiento circular, y me arriesgué a insinuar que la
costumbre de conmemorar los aniversarios "redondos" parece
responder a la necesidad de cerrar ciertos ciclos históricos.
La conmemoración del natalicio de Espejo debería ser entonces
(si mi hipótesis no es equivocada) una manera de cerrar algún
ciclo. Precisar cual es ese ciclo y de qué manera lo cerramos
es entonces convertir la reflexión sobre el pasado en
indagación sobre el futuro. Valgan para ello algunos apuntes
finales.
Carlos Freile Granizo, inteligente y honesto investigador con
cuya amistad me honro, publicó hace poco, en revista de muy
escasa difusión, un breve estudio sobre los orígenes de
Espejo. Copiosamente documentado, el estudio aquel no trae,
sin embargo, ningún documento que no se haya publicado antes
-desde la partida matrimonial de los padres del prócer, hasta
la fe de bautismo de un hijo "natural" que él tuvo, aunque
generalmente se le ha tenido como punto menos que misógino.
Lo nuevo del estudio es que todos esos documentos no hayan
sido incluidos para apoyar la historia conocida, sino
precisamente para cuestionarla: lo que Freile hace con ellos
es establecer un nuevo género de correlaciones de la cual se
despende una duda razonable sobre la condición de indio que
siempre hemos atribuido a Espejo: al contrario, según aquellos
papeles, Espejo proviene de familia "limpia", como se decía
entonces, y de "cristianos viejos". La primera acusación de
ser indio se hace a Espejo en 1782 (cuando él contaba 35 años
de edad) y proviene del párroco de Zámbiza, a uno de cuyos
parientes atendió Espejo como médico, sin haber podido
salvarle la vida. El párroco, doctor Sancho de Escobar y
Mendoza, acusó al insigne hombre de haber matado
intencionalmente al enfermo, pero también de ser indio. Este
episodio, narrado ya por Muñoz Vernaza, se junta a otro: doña
María Chiriboga y Villavicencio, cuyas virtudes femeninas
fueron seriamente cuestionadas por Espejo en sus Cartas
Riobambenses, levantó un proceso contra el virulento escritor
y pidió el testimonio de Fray José del Rosario, quien tenía
muy motivos de enemistad contra el acusado: como es
previsible, testificó también sobre el origen indígena de
Espejo. Según Freile, en estos dos documentos, originados en
el odio y el resentimiento, se funda la calidad de indio que
se atribuye al prócer; como dice Freile, se quería acanallarle
y reducirle al silencio.
Pienso que los razonamientos de Freile son atendibles, pero no
irrefutables; pienso también que hacen una tempestad en un
vaso de agua. El acopio de documentación sería y la reflexión
serena sobre ella son imprescindibles en la historia; también
lo es la elección del tema sobre el que hay que interrogar a
los archivos. ¿Qué ganamos demostrando que Espejo no era un
indio? ¿Qué ganamos probando que sí lo era?
Indio simbólico o indio de sangre, Espejo es de todos modos un
símbolo indiscutible del pueblo dominado del Ecuador; y si
bien es cierto que necesitamos desmitificar nuestra historia,
también lo es que los mitos son imprescindibles en el origen
de todas las nacionalidades. Sin que esto signifique faltar
al respeto a los serenas tareas de la historia, me gusta
pensar en aquello de los ciclos. En Cajamarca llegó a su
ocaso el sol del incario; allí se produjo la traición de
Pizarro y se llevó a cabo el infame proceso contra Atahualpa;
allí "anocheció en la mitad del día" cuando el último de los
señores libres de esta tierra pagó el tributo de su vida ante
el cinismo, la astucia y la felonía. De Cajamarca, pues,
debía salir un nuevo sol que 214 años después había de
iluminar nuestro ciclo hasta más allá de los Andes; 214 años
desde la muerte de Atahualpa hasta el nacimiento de Espejo;
245 años desde aquel nacimiento hasta nuestro incierto
presente! Años más, años menos (con una ínfima diferencia de
treinta años). 3C


EXPLORED
en Ciudad N/D

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