INFORME (SUBJETIVO) SOBRE AGUSTIN CUEVA. Por Fernando Tinajero

Quito. 22.03.92. En su "Anthologia Lyrica Graeca" (1936),
Dichl incluye un fragmento de Arquíloco que dice así: "muchas
cosas sabe la zorra, pero el erizo sabe una sola y grande" .

Con su lúcida inteligencia (más feliz que algunas de sus
posiciones políticas), Isaiah Berlin ha pasado por alto las
discusiones de los eruditos sobre el real significado de aquel
verso arcaico, y se ha valido de él para distinguir aquellos
autores que "relacionaron todo con una única visión central,
un sistema más o menos congruente y consistente en función del
cual comprenden, piensan y sienten -un único principio
universal, organizador, que por sí solo da significado a todo
lo que son y dicen-", y aquellos otros que "persiguen muchos
fines, a menudo inconexos y hasta contradictorios, ligados, si
lo están, por alguna razón de facto, alguna causa psicológica
o fisiológica, sin que intervenga ningún principio moral o
estético".

Válida como imagen, pero simplista y peligrosa como
clasificación generalizable, la distinción de Berlin es, desde
luego, sugerente. La primera categoría correspondería a los
erizos; la segunda, a las zorras. Según el mismo autor,
"Dante pertenece a la primera categoría, Shakespeare a la
segunda; Platón, Lucrecio, Pascal, Hegel, Dostoievsky,
Nietzsche, Ibsen y Proust son, en distinta medida, erizos;
Herodoto, Aristóteles, Montaigne, Erasmo, Moliére, Goethe,
Pushkin, Balzar y Joyce son zorras". Vale la pena tomar en
cuenta esta ilustre ejemplificación para convenir que la
diferencia entre las dos categorías no es de nivel, sino de
personalidad, de actitud general ante la producción
intelectual o artística - o, si se acepta una palabra que en
nuestros tiempos ha sido devaluada, es una diferencia de
espíritu.

Una profunda unidad

Desde que conocí a Agustín Cueva, cuando él y yo éramos
estudiantes de Derecho en la Universidad Católica, me
sorprendió la firmeza de sus convicciones, que no ha cambiado
con el paso de los años. He pensado, por lo tanto, que si es
válida la clasificación propuesta por Isaich Berlin, Agustín
se encuentra en la categoría del erizo: Agustín es uno de esos
escritores que saben relacionar todo su trabajo con una única
visión central que da significado a todo lo que son y todo lo
que dicen.

Me parece importante destacar este hecho desde el primer
momento, porque el trabajo de Agustín, visto desde lejos,
parece haberse desarrollado en una doble y hasta triple
dimensión. Citando para probarlo cada uno de sus libros,
alguien podría distinguir el Cueva sociólogo, el Cueva
analista de la política y el Cueva crítico de la literatura -y
no descarto que algún otro pueda hablar también del Cueva
historiador, mencionándolo acaso entre aquellos que han dado
rigor científico a las tareas de la historia.

Pero si todo esto es cierto, lo es en la medida en que cabe
distinguir los campos temáticos en los que ha trabajado Cueva,
pero de ningún modo como indicio de alguna dispersión
intelectual que se hubiera desarrollado en persecusión de
diferentes finalidades. Al contrario, si se mira más de
cerca, se advierte en la obra de Agustín una profunda unidad
que no tiene fisuras. Esa unidad está dada por su temprana,
firme e inalterables adhesión al pensamiento marxista, del
cual no ha renegado ni siquiera en estos tiempos opacos, en el
que los corifeos del capitalismo triunfante no han dudado en
poner una pesada losa sepulcral sobre la fosa donde arrojaron
las efigies de Marx, creyendo que con ello aseguraban la
muerte del marxismo. No. Agustín no es de aquellos que se
doblegan; la suya no es la frágil contextura del que se
alimenta de noticias ni del que juega a las ideas como se
juega a la ruleta. Erizo a carta cabal, él apostó de una vez
por todas, a lo que consideró verdadero, y como en otro tiempo
Mariátegui, mantiene su elección fundamental, aún a riesgo de
que su voto sea la única expresión de una ínfima minoría.

La causa de la justicia

"Amo a Platón", pero más amo la verdad" -dicen que dijo
Aristóteles para justificar su alejamiento de la Academia del
que fuera su maestro. Mutatis mutandi, eso mismo podría decir
Agustín para explicar por qué no ha seguido el camino de
muchos intelectuales que él aprecia, pero no hasta el punto de
preferir su compañía a la solitaria fidelidad a sus
conviccones fundamentales. Y esto solo le hace merecedor de
toda nuestra admiración, si es que aún tenemos fuerza para
resistirnos a la seducción del éxito y para seguir admirando
lo que sólo es propio de los hombres -de los verdaderamente
hombres.

Pero no quiero dejarme llevar por mis propios sentimientos
hacia ese hombre verdadero que es Agustín Cueva, y vuelvo al
punto en el que estaba. La obra de Agustín, he dicho, por
encima o por debajo de la plural vertiente por la que se ha
desenvuelto, es una obra unitaria, y lo es por la unidad del
pensamiento del que nace. Esa unidad, a su vez, no es (como
alguien podría creer ahora) una pura adhesión dogmática al
marxismo -aunque en cierto período de su obra se pueda
encontrar una tendencia al dogmatismo. Contando con esa
adhesión al marxismo, pero más allá de ella, la unidad del
pensamiento de Agustín está determinada por un objetivo
indudable y constante: la liberación real de los pueblos de
América Latina, que no es solamente la ruptura de las
dependencias que los atan, sino también la construcción de la
justicia.

Es este pensamiento constante y firme el que nos obligará
siempre, cuando tratemos de la obra de Agustín Cueva, a pensar
en toda ella sin solución de continuidad aunque tratemos de
uno solo de sus aspectos. Yo, por ejemplo, he querido hablar
ahora del trabajo de Agustín como crítico de la literatura;
pero me es imposible hacerlo sin tener en cuenta todo lo
demás. Y todo lo demás, en este caso, no es lo de menos.

Entre el rechazo y la adhesión

Por cierto, la crítica literaria fue el primero de los campos
temáticos en que Agustín probó sus armas, no perfeccionadas
todavía. Aparte de Egbert Espinosa (que ya ha muerto) creo
haber sido el primero en conocer el trabajo primerizo de
Agustín: era un conjunto de tres borradores mecanografiados
que titulaba "Tres momentos de la conciencia feudal", y en
ellos hablaba de Mera, de los "decapitados" y de Zaldumbide.

Acababa él de llegar de su primera estancia en París (debe
haber sido en 1964) y la verdad es que no sé si aquellos
bosquejos los había escrito antes de su viaje o durante su
ausencia. El hecho es que para mí fue desde el principio
sorprendente el hecho de que hubiera elegido precisamente esos
autores como objeto de su reflexión.

Para que esto quede claro, debo recordar que desde 1960
(cuando Agustín se encontraba en Francia) habían empezado a
producirse entre quienes rondábamos la mágica edad de los
veinte años, una serie de cuestionamientos sobre la situación
amodorrada de nuestra literatura. Esos cuestionamientos (de
los cuales han quedado huellas que el curioso impenitente
puede encontrar en El Comercio y El Universo de esos años)
fueron el origen de la fundación del grupo Tzántzico, ocurrida
en 1962, cuando no imaginábamos que al cabo de los años
todavía estaríamos hablando de él.

Si recuerdo brevemente estos hechos es para decir que por
entonces, el clima dominante en nuestra actitud crítica tenía
dos referentes principales (y acaso exclusivos): por una
parte, el rechazo a los poetas celestiales que por entonces
plagaban las páginas de los suplementos literarios; por otra,
el modelo arquetípico de la llamada "generación del 30", que
merecía nuestra adhesión incondicional, aunque la conocíamos
poco. De ahí que un manojo de cuartillas acerca de Mera, los
modernistas y Zaldumbide (que también fue modernista) no podía
menos que llamar la atención.

Lo novedoso era que Agustín no se quedaba en lo visceral tanto
como todos nosotros: aplicando a la literatura su saber
sociológico, buscaba en la literatura la expresión de la
conciencia social de lo que todavía era nuestra clase
dominante, y lograba poner sobre la tierra el fundamento de
una crítica que para nosotros, los tzántzicos de los primeros
tiempos, se mantenía en el cielo de las especulaciones
abstractas.

Quienes constituimos el primer núcleo del Tzantzismo, en
efecto, habíamos podido librarnos del grave riesgo de
convertirnos en abogados, y nos habíamos dedicado a la
filosofía (inútil quehacer en el que sólo hemos persistido
Bolívar Echeverría y yo).

Heidgger y Sartre nos ofrecían nuestras lecturas de cabecera,
y si nos habíamos propuesto reducir a tzantzas a todos los
"padres" de nuestra hipotética cultura, lo hacíamos por la
convicción de que era urgente reducir la Ratio occidental.


Más concreto que nosotros, Agustín aparecía de pronto poniendo
en obra nuestras propuestas teóricas y desvelaba el verdadero
rostro de algunos de nuestros grandes consagrados: más allá de
sus méritos formales (buenos para fomentar admiraciones en los
profesores de aldea -pero todo el Ecuador era una aldea)
aparecía la conciencia feudal que se sobrevivía a sí misma.

Pero entonces yo me había distanciado del grupo, sin llegar
jamás a la ruptura, y como Agustín tampoco militaba en él,
aunque yo estaba comprometido con el movimiento que se
desarrollaba bajo el nombre de la Asociación de Escritores y
Artistas Jóvenes del Ecuador, habida cuenta de nuestras
coincidencias, resolvimos fundar una revista. Le llamó
Indoamérica y llegó a tener ocho números, aparecidos entre
1965 y 1968. La hicimos Agustín y yo completamente solos,
aunque siempre incluimos colaboraciones de los demás
compañeros. Allí aparecieron nuestros trabajos críticos de
entonces, que tanto en su caso como en el mío fueron los
gérmenes de nuestros primeros libros. Los escribimos
paralelamente, pero mientras yo malogré mis materiales por
haberles refundido para lograr un todo orgánico en "Más allá
de los dogmas" (que apareció en julio de 1967), Agustín
conservó la frescura de los suyos en esa inolvidable colección
de ensayos que es "Entre la ira y la esperanza" (que apareció
en diciembre del mismo año). Allí encontraron su lugar los
borradores aquellos que he comentado ya. Mi libro,
felizmente, ya ha sido olvidado; el de Agustín sigue siendo
una referencia indispensable para todo el que quiera estudiar
seriamente la cultura del Ecuador. Para mí, ha sido necesario
que pasen todos estos años para que llegue a comprender que mi
error fue buscar un libro orgánico en el contexto de una
cultura inorgánica: al fin y al cabo, los libros nunca pueden
ser mejores que la situación de la que nacen. Agustín lo supo
desde el principio y jamás procuró construir libros
imposibles: todos los suyos son colecciones de ensayos -y
acaso para comprenderlo debemos recordar lo que Arturo Andrés
Roig ha escrito sobre el género ensayo en relación con el ser
de América: ensayar es tantear, buscar caminos; ensayar es
ponerse a tono con el ser que somos.

Un solo y gran saber

Pero poco después de la aparición de su primer libro, Agustín
(que ya antes había estado nuevamente en París) se ausentó por
pocos meses, y los meses se le convirtieron en años. Bolivia,
Chile y México fueron los hitos de su itinerario, marcado
siempre por su profesión de sociólogo, con la sola excepción
de Chile: en la Universidad de Concepción enseñó literatura.

Yo me encontraba entonces en Praga; todavía conservó las
cartas que me escribió; proponiéndome que vaya a acompañarle y
ofreciéndome obtener para mí una cátedra de filosofía. No me
sedujo aquella idea, porque estaba enamorado de Praga donde me
quedé varios años; tampoco Agustín fue seducido por aquella
pequeña Universidad chilena, y se instaló en México, que por
entonces era el punto de encuentro de toda la inteligencia de
nuestra América. Yo terminé mi filosofía y no pude resistir
la nostalgia de mis montañas; Agustín se quedó hasta hace
poco, siempre dedicado a su labor de sociólogo, de la que dan
prueba sus varios y penetrantes libros. No obstante, jamás
olvidó la literatura. Aquí y allá, aparecían de tiempo en
tiempo sus ensayos críticos, lejos de los tecnicismos que se
pusieron de moda en ciertas corrientes de la crítica
literaria, y siempre marcados por su fundamental dedicación a
la sociología.

No hace mucho, aquellos ensayos dispersos, y otros que nunca
se habían publicado, fueron reudidos en "Lecturas y rupturas",
que es un libro donde se exhibe la madurez crítica de Agustín.

Afán totalizador

He señalado ya dos caracteres de esa obra: la unidad del
pensamiento que está en su origen y la aprehensión del
femóneno literario desde el punto de vista de la sociología.

Para no llevar a nadie hacia engaños perniciosos, debo
aclarar, no obstante, que el trabajo de Agustín no es pura
sociología de la literatura, ni mucho menos prédica marxista a
propósito de la literatura. Cuando Agustín se enfrenta a una
obra literaria, o a un período de la historia literaria, no
toma el objeto de su reflexión como pretexto para hacer otra
cosa: habla, al contrario, de literatura, y el que lo dude
puede repasar las páginas que ha dedicado a Montesinos Malo, a
Dávila Andrade, a Jorge Icaza o a Pablo Palacio (todas
reunidas en "Lecturas y rupturas"). Cueva no rehúsa hablar de
obsesiones, de símbolo o de ejes semánticos -y la verdad es
que lo hace con más solvencia que algunos de los que se tienen
a sí mismos como críticos profesionales. Lo que ocurre es que
no se queda en eso, porque sabe muy bien cuánta falacia hay en
aquella pretensión de reducir la literatura al puro texto, con
toda esa lamentable jerigonza de fenotextos y discursos
verticalizados, que sirve a ciertos dómines para presumir de
eruditos. Nada de eso. Cueva sabe que la literatura no es la
sola escritura, porque se consuma en la lectura -habida cuenta
de que ni autor ni lector son seres angélicos, sino personas
concretas, inscritas en la misma red de relaciones en la que
se encuentran los demás, los que ni leenni escriben. De ahí
que la obra crítica de Cueva, sin rehuir jamás las
complejidades que todo texto presenta por sí mismo, las
devuelve siempre a su contexto -y el contexto no es la pura
objetividad de las relaciones sociales, sino también el
espesor subjetivo de los individuos que aman, temen, odias y
sueñan. De ahí también que la obra crítica de Agustín es un
intento por totalizar la experiencia humana a partir de los
textos que examina, y carece de la imposible asepsia de los
críticos de academia: hombre de carne y hueso., Agustín Cueva
también ama y se apasiona; sardónico y mordaz cuando es
necesario, se pone todo entero en sus juicios y prejuicos, es
injusto a veces, y a veces cruel; pero sabe dar testimonio de
sus convicciones tanto como de sus pasiones: la sinceridad con
que escribe su crítica es por lo menos tan profunda y
penetrante como la insteligencia que tiene para comprender.

El erizo

Hay todavía otro aspecto del trabajo crítico de Cueva que no
puedo omitir, y es el aporte teórico que ha dado a los
estudios sobre la literatura ecuatoriana y sobre la cultura en
general. Léanse, por ejemplo, esas páginas soberbias sobre la
"historicidad perdida", o las que escribió para definir el
problema de la periodización de nuestra literatura. Allí no
está solamente el lector atento que goza, se exalta o se
indigna: está el intelectual que penetra a fondo en los
entresijos de la historia para entender su sentido a partir
del fenómeno literario. No exagero al decir que ningún
estudio serio de la cultura del Ecuador, y particularmente de
su literatura, pueden prescindir ya de esos aportes
sustantivos.

Pero no hay que olvidar que Agustín es un erizo. Y no hay que
olvidar que si la zorra sabe muchas cosas, el erizo sabe una
sola y grande: la que sabe Agustín es que nada tiene sentido,
ni la literatura siquiera, si no es en función del hombre -de
la libertad y la justicia para el hombre. (3C)







EXPLORED
en Ciudad N/D

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