LAS TRES HERIDAS DE MIGUEL HERNANDEZ. Por Mercedes Chozas

Quito. 29.03.92
"Con tres heridas vine:/ la de la vida,/ la del amor,/ la de
la muerte." Miguel Hernández tenía veintiocho años cuando
empieza a escribir su último libro, "Cancionero y Romancero de
Ausencias". A él pertenecen estos versos tan simples y
profundos que resumen de manera ejemplar toda su poesía.
Murió de tuberculosis cuatro años después -exactamente el 29
de marzo de 1942- en la cárcel de Alicante. Han pasado ya
cincuenta años desde su muerte y, desde los dieciséis años,
los poemas de ese gran poeta llamado Miguel Hernández tratan
de estas tres heridas.

Cabras y perros en Orihuela

Siempre han resultado inverosímiles los pastores de las
églogas cuando se lamentan de los desdenes amorosos con
palabras bien dispuestas y rimadas y, sin embargo, no es
difícil imaginar al pastor Miguel escribiendo versos sin más
compañía que las cabras, los perros y la naturaleza en su
Orihuela natal donde fue pastor y poeta.
Sus versos están llenos de campo, su poesía es terrenal y
silvestre. El mismo lo confiesa: "Yo que llevo cubierta de
montes la memoria/ y de tierra vinícola la cara,/ esta cara de
surco articulado", precisamente en la "Oda entre sangre y vino
a Pablo Neruda" quien lo recuerda recién llegado a Madrid en
1934 con sus alpargatas, su pantalón de pana y su cara de
terrón con raíces y hierbas subterráneas, arrugada con una
sementera; contando cuentos de animales y de pájaros o
subiéndose a un árbol de cualquier calle para imitar los
trinos de un ruiseñor.
Neruda también habla en sus memorias de la otra cara de
Miguel, la de poeta: "En mis años de poeta, y de poeta
errante, puedo afirmar que la vida no me ha dado contemplar un
fenómeno igual de vocación y eléctrica sabiduría verbal".
En 1934, Miguel Hernández conoce a Josefina Manresa y es
entonces cuando el poeta escribe: "Satélite de ti, no hago
otra cosa/ si no es una labor de recordarte". Comienza un
nuevo libro, "El rayo que no cesa". El amor lo inunda todo.
Sus versos son apasionados, sanguíneos; el escritor grita las
palabras, brama, cornea con ellas: "Como el toro te sigo y te
persigo./ Como un nocturno buey de agua y barbecho.../ embisto
a tus zapatos y a tus alrededores."
La sangre le bulle a borbotones frente a la amada:
"Mujer, mira una sangre,/ mira una blusa de azafrán en celo,/
mira un capote líquido ciñéndose en mis huesos./ Hazte cargo,
hazte cargo/ de una ganadería de alacranes/ tan rencorosamente
enamorados."

El corazón se desborda

Igual que a Francisco de Quevedo a Miguel Hernández se le
desborda el corazón: "Hablo y el corazón me sale en el
aliento" o el tan conocido: "Me sobra el corazón". La vida le
hiere por dentro y le desgarra efectivamente porque no puede
abarcarla, porque no le devuelve el afecto que él le entrega:
"¿No cesará este rayo que me habita/ el corazón de exasperadas
fieras?"
Su amor, a la vez cálido y atormentado, se agranda hacia los
amigos, hacia el pueblo y hacia los hijos.
Desde que muere su gran amigo Ramón Sijé, la muerte no deja de
rondarle; para él y para su novia escribe dos elegías, a ella
se la dedica así: "En Orihuela, su pueblo y el mío, se ha
quedado novia por casar la panadera de pan más trabajo y fino,
que le han muerto la pareja del ya imposible esposo".
Y enseguida se topará con otra muerte, la de Federico García
Lorca: "Atraviesa la muerte con herrumbrosas lanzas,/ y en
traje de cañón, las parameras" y la muerte ya no deja de
acecharle.
Desde siempre late en la poesía de Miguel un corazón trágico,
que viaja desde la melancolía hasta la angustia: "Mi corazón,
pecera melancólica/, penal de ruiseñores moribundos.", y que
no se despegará de la muerte a partir de la guerra civil.
Su lenguaje se hace más directo y más claro en "Viento del
pueblo" y, también, más trágico; sus fuentes son la
destrucción, la miseria y el dolor. Su voz es impetuosa para
que se oiga en las trincheras o en la retaguardia. Según
avanza la derrota, su poesía se convierte en un enorme
sollozo que sobrecoge: "Es sangre, no granizo, lo que azota
mis sienes". Habita en un infierno donde "el hombre acecha",
como dice el título del libro que escribe en 1939.

La muerte de su primer hijo

Otra muerte cercana le ha salido al paso del año anterior, la
de su primer hijo: "no quiso ser", como ella comienza su
último libro, "Cancionero y romancero de ausencias", que
continuará en la cárcel hasta su muerte, el susodicho 29 de
marzo de 1942.
Al final de su escritura elige el verso breve y la rima
asonante de la canción popular, su lenguaje se adelgaza en
sencillez, pero no en emoción ni en gravedad. Es una poesía
desnuda y verdadera que llena las páginas de lo que se puede
llamar un diario íntimo de un hombre que alcanza los treinta
años con tres heridas: "Escribí en el arenal/ los tres nombres
de la vida:/ vida, muerte, amor".
Su vida, entonces, se parece mucho a la muerte, todo a su
alrededor es ausencia: "Ausencia en todo siendo./ Ausencia,
ausencia, ausencia". Su único refugio será su mujer y su
única esperanza su segundo hijo. Al niño le envía juguetes de
madera y dos cuentos ilustrados, "para Manolillo, para cuando
sepa leer". A ella se acoge: "Menos tu vientre,/ todo es
confuso", "Palomar del arrullo/ fue la habitación./ Provocas
palomas/ con el corazón".
Desde la herida de la muerte, Miguel se asoma a la vida en el
amor del hijo y le escribe "Las nanas de la cebolla": "Tu risa
me hace libre,/ me pone alas./ soledades me quita,/ cárcel me
arranca".
Y en sus últimos poemas se despide mirando al futuro: "Con el
amor a cuestas, dormidos y despiertos,/ seguiremos besándonos
en el hijo profundo./ Besándonos tú y yo se besan nuestros
muertos,/ se besan los primeros pobladores del mundo." (EFE
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