Nueva York. 03.12.90. (Editorial) Hay circunstancias en que
los principios del libre mercado son destructivos. La
regulación, en cambio, puede actuar en beneficio de la
sociedad. En una democracia, son los ciudadanos y no los
mercados los que deben tomar las decisiones políticas. Este
es el eje del debate que se acaba de instalar con intensidad
en la opinión pública de Estados Unidos.

Tras la seductora retórica de los años de Ronald Reagan en la
Casa Blanca, sintetizada en la idea de que un individuo tiene
pleno derecho a perseguir el máximo de ganancia sin
interferencia del Estado, los resultados desastrosos en
diferentes áreas ha encendido la reacción: EE.UU. puede ser
un modelo para los países de Europa Oriental y también para
los del Tercer Mundo sobre cómo funciona el capitalismo y el
libre mercado, pero también es una fuente de experiencias
sobre los excesos que se pueden cometer en nombre de "la mano
invisible".

Hay tres cosas que han alimentado la polémica. El primero es
la bancarrota del sistema de ahorro y préstamo para la
vivienda, cuyo rescate costará a los contribuyentes la
impresionante suma de US$ 500 mil millones (más que el total
de la deuda externa latinoamericana) a lo largo de esta
década.

El segundo es la crisis que se avecina en el sector bancario,
que en caso de un colapso generalizado puede multiplicar estas
pérdidas por cuatro o cinco, por efecto de la garantía federal
a los depositantes. Durante los últimos años desaparecieron
muchas de las precauciones y controles del sistema financiero,
menos -casualmente- la que compromete al gobierno federal.

El tercero es el modo en que terminó la más completa
desregulación de la aviación comercial durante la década
pasada: tras una extenuante lucha plagada de bajas, las
compañías sobrevivientes han "cartelizado" sus tarifas,
burlándose de los principios del libre mercado que se suponía
obrarían en beneficio de los usuarios (el gobierno amenaza con
retornar a la legislación "antitrust").

Parafraseando a Clemenceau, la actividad bancaria es un tema
demasiado serio como para dejarlo exclusivamente en manos de
banqueros. En ninguna parte del mundo los bancos operan en un
sistema de libre competencia. La autorización para funcionar
en determinadas condiciones, proviene del Estado. La capacidad
estatal de fijar la política monetaria sería nula si no
existiera control sobre la expansión del crédito. Como además
el riesgo es la esencia del negocio bancario, para eso están
los organismos jurisdiccionales de control, para que el riesgo
se mantenga dentro de ciertos límites. Lo ocurrido durante la
última década en EE.UU fue todo lo contrario. Se eliminaron
las regulaciones, el Estado perdió de vista lo que hacían las
entidades de ahorro y préstamo para la vivienda, y se evaporó
en gran medida la noción del riesgo entre depositantes y
banqueros, ya que la garantía federal sobre los depósitos
obraría siempre como reaseguro.

Hay otras áreas que suscitan preocupación: educación, salud y
vivienda. Los experimentos que dejaron la atención exclusiva
de estos sectores en manos privadas, han generado ya una
experiencia aleccionadora. Es de la esencia misma de la
actividad privada buscar la máxima rentabilidad del capital
invertido. En educación, la inversión se canalizó hacia
institutos secundarios y universitarios de muy buen nivel y de
alto costo para los estudiantes. El deterioro -y especialmente
la brecha en la calidad económica- de las escuelas públicas se
acentuó.

En vivienda, es la construcción lujosa la que deja mayores
beneficios. Por tanto ha crecido la necesidad de vivienda
económica. Aumentó la marginalidad.Los servicios públicos no
pasaron, en general, por la oleada privatizadora. Se adjudica
el servicio a quién el Estado considera solvente -sin
licitación- y el marco regulatorio se ocupa de actuar como si
fuera un competidor vigilante. Es una contradicción, pero
junto al auge de teorías sobre globalización de la economía
mundial, coexiste una nueva xenofobia de empresarios y
opinión pública estadounidense. Alimentada por resonantes
adquisiciones de firmas japonesas y europeas en el mercado
local, el Congreso y sectores influyentes reclaman "mano dura"
con los inversionistas foráneos.

Los mismos argumentos que hace dos décadas debieron enfrentar
las multinacionales estadounidenses en América Latina, Europa
o el resto del mundo, se utilizan ahora dentro de EE.UU.,
campeón del libre flujo de capitales.

La modificación Exon-Florio a la ley general de Comercio,
pretende otorgar mayor poder al presidente para bloquear
adquisiciones extranjeras de firmas locales, con el argumento
de preservar la seguridad nacional. Se redoblan las
investigaciones impositivas a firmas extranjeras; se intenta
establecer un registro de inscripción y control de la
inversión extranjera; y se pretende prohibir la actividad de
empresas foráneas en el campo del "lobby" para evitar que
influya sobre la legislación que las afecta.

El colosal aumento de la inversión extranjera en años
recientes, se ha identificado -fundada o infundadamente- con
la decadencia económica del país y de su hegemonía
industrial.

Por estas razones el clima es propicio para nuevos impuestos
al capital foráneo. La acusación es que los extranjeros pagan
menos impuestos, como promedio, que las firmas locales. La
réplica es que el dato está distorsionado por la caída del
dólar desde 1986, las fuertes amortizaciones originadas en el
comienzo de actividades y los costos financieros que hay que
afrontar.

En verdad, la inversión externa representa un porcentaje de
actividad económica estadounidense, inferior al porcentaje que
exhibe en países europeos. Los activos foráneos en EE.UU. son
prácticamente iguales -o menores, a valores reales- que los
activos estadounidenses en el exterior. El aporte extranjero
ha modernizado la industria y la gerencia de EEUU, al par que
ha aumentado las exportaciones locales y la competitividad del
país. De persistir esta tendencia discriminatoria, puede
haber represalias contra las firmas de EEUU que operan en
otros países.

Un signo preocupante es que por primera vez, en 1989, la
inversión nacional en plantas y equipos fue inferior a la de
Japón (US$ 513 mil millones contra US$ 549 mil millones), una
economía que es la mitad, en tamaño, de la estadounidense. No
es un hecho aislado. Desde 1972, Japón ha dedicado 17 % de su
producto bruto a inversión de capital, contra 12 % de EE.UU.
La inversión de capital es el principal indicador para
determinar la futura productividad y calidad de vida de un
país.

En el primer trimestre de este año, hubo una salida neta de
US$ 4.200 millones por la venta de títulos y acciones de EE.UU
a cargo de extranjeros. Fue la primera vez que hubo un saldo
negativo -salida de divisas- desde el tercer trimestre de
1983. Hay claros indicios de menor apetito de capitales
japoneses y europeos por suscribir bonos del gobierno
estadounidense, la forma tradicional de financiar el déficit
presupuestario. Washington puede tropezar con serias
dificultades para conseguir los ingresos que equilibren los
gastos corrientes.

Si las condiciones generales de la economía de EE.UU. no son
atractivas para el capital externo, la situación puede
complicarse si se advierte un clima xenófobo. El capital
extranjero controla alrededor de US$ 2 billones (millones de
millones) en activos estadounidenses, de los cuales US$ 401
mil millones son inversión directa. El resto es colocación
financiera. 75 % de la población norteamericana teme que la
soberanía nacional esté amenazada. (ALA) (A-4).
EXPLORED
en Ciudad Nueva York

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