Moscú. 18.10.93. Tras las dramáticas jornadas del 3 y 4 de
octubre pasados en Moscú, Rusia ha cerrado una etapa, el
periodo del doble poder presidencial y parlamentario, del
difÃcil equilibrio entre las nuevas clases y grupos sociales y
la antigua nomenklatura (aparato comunista) soviética. Ahora
se sumerge en una transición incierta cuyo carácter
dictatorial o democrático parece depender de la voluntad de un
solo hombre, el presidente Boris Yeltsin.
El lÃder ruso revalidó su poder tras el fallido golpe de
estado del verano de 1991 a la cabeza de un movimiento
democrático desorganizado y débil, unido por sus objetivos
anticomunistas pero incapaz de definir una polÃtica y un
proyecto de paÃs. Yeltsin recurrió entonces al viejo aparato
estalinista, tanto en Moscú como en las regiones, para poder
contar con apoyos en su batalla contra el ex presidente
soviético Mijail Gorbachov y a favor de la disolución de la
Unión Soviética.
No hubo purgas, excepto en los escalones más altos del poder,
y hasta los integrantes de la junta golpista de 1991 gozaron
de un régimen de privilegio en la cárcel hasta que salieron en
libertad condicional por el simple hecho de que ya habÃan
leÃdo el sumario.
El pacto entre Yeltsin y la nomenklatura cristalizó en el
Parlamento y el Congreso de Diputados, donde demócratas,
centristas, neocomunistas y nacionalistas pactaron directa o
indirectamente la aprobación de una polÃtica económica
neoliberal a cambio del mantenimiento de sus privilegios y de
la supervivencia de los aparatchiks industriales, agrarios y
locales.
La depresión económica, el hundimiento de la industria, la
batalla por los beneficios de las privatizaciones, los avances
y las zancadillas de unos contra otros y de todos contra
todos, derrumbaron a finales del año pasado el frágil
equilibrio de poderes surgido de los últimos meses de 1991.
Los lÃderes parlamentarios, Ruslan Jasbulatov y Yuri Voronin,
el vicepresidente, Aleksandr Rutskoi, y el Tribunal
Constitucional decidieron que habÃa que acabar con el
presidente si querÃan mantener las ventajas logradas en los
acuerdos de 1991. Del lado presidencial, la misma perspectiva.
En el legislativo, el peso de los centristas fue aplastado por
el de los ultranacionalistas y neocomunistas.
En el Kremlin crecÃan hombres como Vladimir Shumeiko, actual
ministro de Información y Prensa; el consejero jurÃdico
Serguei Shajrai, y, sobre todo, el primer ministro, Viktor
Chernomyrdin, acérrimo defensor de Yeltsin después de que el
presidente le dejase el terreno libre en el suculento negocio
del gas y el petróleo. Paradójicamente, pocas semanas antes de
la disolución del Parlamento, Chernomyrdin declaraba en una
entrevista: "Tanto el presidente como el Parlamento son
órganos de poder constitucionales y legÃtimos. A decir verdad,
el Gobierno no tiene ninguna razón para ponerse a favor o en
contra de cualquiera de estos órganos. Es fácil de comprender;
dichos órganos intentan valerse del Gobierno para su propia
estrategia polÃtica. El Gobierno está categóricamente en
contra de cualquier medida extraordinaria. Y si se toma,
deberÃa estar dentro del marco constitucional".
Pero el camino de la confrontación entre ambos bandos estaba
abierto. El poder dual llevó a una primera crisis abierta en
marzo y abril pasados. Yeltsin creyó superar con éxito el
enfrentamiento con el Parlamento al triunfar en el referéndum
del 25 de abril, donde los rusos apoyaron la polÃtica del
presidente. Pero no eligió la vÃa de la ofensiva contra la
Casa Blanca (Parlamento), sede del legislativo, sin antes
intentar granjearse el apoyo de las 88 regiones y repúblicas
de la Federación Rusa. Cuando esta maniobra dio como
resultados fracasos, incertidumbres y ambigüedades, el
presidente se acercó a las Fuerzas Armadas.
Sobre esta base lanzó su ofensiva: la disolución, el 21 de
septiembre, del Parlamento y el Congreso, la conversión del
Tribunal Constitucional en una instancia decorativa y la
convocatoria de elecciones legislativas para diciembre. Los
lÃderes de la oposición nacional-comunista, que ya superaban
en mando y decisión a Jasbulatov y los diputados, entendieron
el mensaje de Yeltsin: habÃa llegado la hora de provocar una
intervención, de algún tipo, del Ejército. El 3 de octubre,
generales fascistas como Albert Makashov y Vladislav Achalov
lanzaron un golpe que se reveló, además de sangriento, como un
gigantesco error de cálculo. Ante la desmoralización de la
PolicÃa, el Ejército intervino... contra los nacional-
comunistas.
El nuevo orden no tiene carácter democrático, excepto que se
deduzca semejante virtud de las banderas polÃticas del enemigo
aplastado en la Casa Blanca. El antiguo pacto entre Boris
Yeltsin y la nomenklatura ha sido sustituido por un acuerdo
limitado entre el presidente y la cúpula del Ejército de
Tierra. Esta es la nueva base del poder del Kremlin, un
cimiento que la población no parece cuestionar. Una encuesta
del prestigioso semanario ruso Argumenty i Fakty, realizada a
finales de septiembre, indicaba que el 64 por ciento de los
encuestados estaba en contra no sólo del poder dual, sino
también de la división de poderes tal como se concibe en
Occidente. Solamente un 24 por ciento se adherÃa a esta
alternativa de organización del Estado.
Las funciones legislativas, judiciales -en su más alta
instancia- y municipales han pasado a la Presidencia. La
propuesta de Yeltsin para que se autodisuelvan todos aquellos
soviets o parlamentos regionales que no lo apoyaron
expresamente en las jornadas decisivas que vivió Moscú supone
la consumación de la ruptura del viejo pacto con la
nomenklatura y el poder administrativo local se reconstruirá
desde el Kremlin a través del sencillo mecanismo de las
elecciones previstas para el 12 de diciembre.
Sin ley de partidos polÃticos ni normativa electoral,
suprimida la prensa de la oposición, con el ascenso de
Shumeiko al puesto de ministro de Información y Prensa, la
convocatoria electoral tendrá por resultado un Parlamento
federal y representaciones locales que serán una extensión del
poder del Kremlin.
Un dato nada despreciable que permite cerrar los ángulos de
este cuadro de situación fue la absoluta ausencia de la
población moscovita durante las dos semanas de crisis. La
lucha fue sólo entre jefes; el pueblo, en todo caso,
representó el papel de espectador durante el ataque contra la
Casa Blanca.
En el plebiscito del 25 de abril, un tercio de los electores
se habÃa expresado contra las propuestas presidenciales.
Suprimida la oposición nacional-comunista, la posibilidad de
una abstención en diciembre aparece con fuerza, lo que
debilitarÃa al poder y al Estado que se intenta construir a
partir de ahora.
Los partidos que siguen teniendo existencia legal son débiles.
Algunos de ellos, como las fuerzas centristas agrupadas en la
casi difunta Unión CÃvica, no han tenido otra vida que la
parlamentaria, mientras que sólo uno de sus grupos
integrantes, el Partido Popular de Rusia Libre, presidido
precisamente por el ahora ex vicepresidente y actual preso
Rutskoi, disponÃa de pequeñas representaciones en casi todo el
territorio de la Federación. Los partidos democráticos,
identificados con Yeltsin, siguen mostrando la misma debilidad
de agosto de 1991 que llevó al presidente a buscar aliados
entre sus viejos camaradas, primero, y adversarios, después.
La derrota de la oposición nacional-estalinista, también
llamada "nacional-patriota", deja a Boris Yeltsin la
posibilidad de convertirse en lÃder nacionalista y sobre esa
base, construir una fuerza polÃtica hegemónica para las
elecciones y que sirva de sustento social del nuevo poder.
Bazas no le faltan. En menos de un año ha logrado reconstruir
la esfera de influencia polÃtica rusa en el Cáucaso y Asia
Central y extender el germen de una nueva unión económica con
nueve repúblicas ex soviéticas, sostenida ésta por la alianza
sellada en la llamada "zona del rublo". Una orientación
nacionalista sobre la base de la concentración del poder en el
Kremlin no parece la mejor garantÃa de una nueva Rusia
democrática. (REVISTA CAMBIO 16 N§ 1143, PP. 24-29)
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Publicado el 18/Octubre/1993 | 00:00