HIGHLAND PARK, NJ. 17 ene 99. Aunque fui, durante la
infancia, un lector obsesivo y voraz, nunca se me ocurrió que
detrás de cada libro podía haber un editor. Tampoco pensaba en
los autores. Me interesaban solo las desventuras de los héroes
y sus felicidades.

Perdí la inocencia cuando mi abuela me preguntó si ya había
leído todos mis "libros de Molino" y yo quise saber qué cifras
o qué destino se ocultaban detrás de la palabra "Molino", que
para mí significaba solo el modo de nombrar unos pequeños
volúmenes coloreados, cuyas páginas lograban el milagro de
suprimir la realidad doméstica y cambiarla por otra más
imprevisible.

Esa fue la primera vez en que pensé cómo sería un editor. Por
la casa de mi infancia pasaban cientos de campesinos que iban
y venían de las zafras azucareras y a los que llamabamos
"trabajadores golondrinas".

Yo los oía leer en alta voz, agrupados en las galerías de las
casas, novelas que los hacían derramar más lágrimas que las
tristezas de la vida. Mi abuela -recuerdo- les llamaba la
atención y les explicaba que, para entender de verdad los
libros, no había que mover la boca.

"Es así como se hace", decía ella, apretando los labios. "Lo
enseñan hasta en esos libros de Molino". Desde entonces,
empecé a imaginar a los editores como a unos viejitos
venerables que estaban siempre recluidos en el sancta
sanctorum de su biblioteca, leyendo manuscritos en silencio.

Mi impresión se confirmó cuando cayó en mis manos una célebre
descripción de san Ambrosio escrita por quien tal vez fue el
primer editor de la historia, san Agustín de Hipona: "Cada vez
que Ambrosio leía", dice Agustín en las "Confesiones", "sus
ojos recorrían la página y su mente penetraba el sentido de
las palabras. Su lengua, sin embargo, estaba siempre quieta".
Conjeturé entonces que la misión de un editor era leer sin
abrir la boca.

Todas esas imágenes me volvieron a la memoria cuando, en la
feria del libro de Guadalajara, tuve que dar testimonio de las
hazañas de Jesús de Polanco, un editor legendario que siempre
tuvo la virtud de atribuir sus méritos a otros. Polanco creó
el diario El País de Madrid en 1976 y, en el veloz relámpago
de una década, lo convirtió en uno de los mayores de la lengua
castellana; fundó la cadena de radio Ser y el grupo editorial
Santillana, que están entre los más poderosos de Europa, pero
en las muchas ocasiones que he hablado con él nunca lo he oído
aludir a esas grandezas.

Nuestros únicos temas han sido los libros y los azares de la
política en el mundo.

El primer editor que conocí en persona, cuando ya terminaba mi
adolescencia, fue un señor calvo y afable, que me parecía de
otro siglo aunque debía tener poco más de cincuenta años. Se
llamaba Antonio López Llausas y era español, como casi todos
los editores en serio que ha tenido América Latina. Una vez me
llevó a conocer los enormes depósitos de su editorial, en la
calle Humberto Primo de Buenos Aires.

Al fondo, en los rincones más expuestos a la humedad, se
acumulaban centenares de paquetes con ejemplares no vendidos
de "Bestiario", el primer libro de cuentos de Julio Cortázar,
y de "La vida breve", una de las mejores novelas de Juan
Carlos Onetti. "Un editor a veces pierde y a veces gana", me
dijo, señalándome las altas columnas de despojos. "Pero nunca
sabe si pierde cuando gana, o si gana cuando pierde".

Nunca descifré lo que me quiso decir, pero desde entonces he
sentido un inquebrantable respeto por las dosis -para mí
inverosímiles- de riesgo y aventura que hay en toda empresa
editorial seria. Cuando uno de mis amigos está por publicar un
libro, tengo una sensación de vértigo. Ningún vértigo ha sido
comparable, sin embargo, al que sentí cuando participé como
jurado de la primera entrega del premio Alfaguara, en febrero
de 1998.

Los siete miembros de aquella singular cofradía presidida por
Carlos Fuentes no lográbamos decidirnos por una de las dos
obras que, desde el principio, sobresalían con claridad de
entre las seiscientas y algo más que se habían presentado al
concurso: "Margarita, está linda la mar" de Sergio Ramírez, y
"Caracol Beach" de Eliseo Alberto. Lo que sentíamos con
absoluta unanimidad era la injusticia de premiar a una sola de
las dos.

Creo que se han contado ya los tormentos de conciencia con que
nos despedíamos cada noche y la desazón con que seguíamos
mirándonos a la mañana siguiente. Las bases prohibían dividir
el premio, lo que parecía no dejar salida a nuestro afán de
justicia.

Y a la vez, relegar a cualquiera de las dos novelas nos
parecía uno de esos pecados que llevan directo al infierno de
la literatura. Por fin, a la tercera mañana nos dimos cuenta
de que, si bien estaba prohibido dividir, ninguna cláusula de
las bases decía que la recompensa no se podia duplicar. A esa
tabla de salvación nos aferramos con porfía, aun a sabiendas
del terrible dolor de cabeza que estábamos por darle a Jesús
de Polanco.

No creo que a Polanco le haya sido fácil aceptar una decisión
que lo obligaba a pagar dos veces una suma que ya fue
considerable la primera vez, y a multiplicar un esfuerzo de
edición y difusión hasta límites en los que nadie había
pensado. Si en el silencio de su corazón pensó que los jurados
estábamos locos, nunca lo dijo.

Por lo contrario, elogió nuestra locura. Se puso de nuestro
lado con una valentía y una ilusión de espíritu propia de los
caballeros andantes o, mejor aún, propia de los maravillosos
editores españoles que salieron de la península en medio de
los estruendos de la guerra civil y ayudaron a fundar una
nueva literatura latinoamericana.

Con el tiempo he ido adviertiendo que los miembros de aquel
jurado descontábamos, desde el primer día, que Polanco iba a
ponerse del lugar de los riesgos y de lo inesperado, y a
asumir con tanta pasión como nosotros el partido de la
literatura, donde lo que se pierde termina por ser siempre lo
que se gana.

Ser editor de libros en estos tiempos del Internet y de las
fotocopias no parece un oficio de personas con sentido común.
En los tiempos de la editorial Molino y aún antes, cuando no
se pagaban derechos de autor y no existían los agentes
literarios ni las leyes de copyright, los editores de mayor
éxito eran los que mejor clavaban el látigo en las espaldas de
los escritores y les arrancaban la piel a tiras.

Algunos batieron el tambor tan al compás de sus atormentados
remeros, que lograron el milagro de unas pocas obras maestras.
Así han quedado, en la historia del libro, nombres como los de
Chapman y Hall, que editaron lo mejor de Dickens; o como el de
un tal Bobornkin, para cuya casa impresora escribió
Dostoyevski sus "Memorias del subsuelo", con las que pagó los
300 rublos que había perdido en una noche de casino; o como el
nombre de Hetzel, que arrancó a Julio Verne la mayoría de sus
"Viajes Extraordinarios".

Ser editor ahora es, según Walter Benjamín, ser a la vez autor
y lector, "alguien que describe y que prescribe". O tal vez,
siempre según Benjamín, alguien de "extremo coraje", capaz de
repetirse a sí mismo cada mañana : "Voy a saber y voy a
transformar". A esta última raza pertenece Jesús de Polanco.

Los que vivimos en la orilla americana del océano le debemos a
Polanco el ordenamiento y el relanzamiento de muchos de
nuestros grandes escritores, en volúmenes que se dejan llevar
de un lado a otro, permitiendo que una obra entera se alce
otra vez a la primera mirada: así hemos recuperado a Cortázar,
a Onetti, a Julio Ramón Ribeyro, a Fuentes, a Roa Bastos, tal
como lo he visto en los autobuses de Bogotá, en los
subterráneos de Buenos Aires, de Madrid y de México y en los
carritos por puesto de Caracas.

Sé muy bien que Polanco lee sin mover los labios, como los
editores medievales que invocaba mi abuela. Lo que no sé es en
qué luminoso rincón de sus depósitos editoriales oculta las
obras maestras que nadie sino él está leyendo ahora, y que
todos vamos a leer mañana, con la ingenua sensación de que
estamos descubriéndolas. (DIARIO HOY) (P. 4-C)
EXPLORED
en Ciudad HIGHLAND PARK, NJ

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