Quito. 18 ene 2002. En el informe presentado ante el Congreso, el
presidente de la República criticó la intransigencia y lentitud con las
que opera el poder polÃtico en muchos campos, y se refirió, como para
ilustrar la queja, al proyecto de reforma polÃtica que envió a los
diputados hace ya cinco meses y duerme, desde entonces, en sus
escritorios.
Tiene razón el primer mandatario en protestar por la lentitud con la que
procede el poder polÃtico en el paÃs, pero, para ser justos, se debe
observar que de ese pie cojea el Congreso y también el Ejecutivo, que no
ha movido un dedo para promover, ni explicar la reforma polÃtica. Más
aún: después de que puso el proyecto en manos del Congreso pareció
desentenderse de él, razón por la cual a nadie debe sorprender el olvido
de la reforma por parte de los diputados.
Pero tampoco la opinión ciudadana muestra un interés por el tema.
Primero, por el escepticismo acerca de los efectos de otra eventual
reforma polÃtica y, segundo, por su contenido.
Apenas están por completarse tres años y medio de vigencia de la nueva
Constitución, que se promulgó para concretar una reforma polÃtica, y se
invoca la necesidad de otra reforma y hasta se deja entrever que, si el
Congreso no la trata, el presidente convocará a una consulta popular para
aprobarla. Sin embargo, el pueblo tiene razones más que suficientes para
no creer en los cambios constitucionales: la veintena de constituciones a
lo largo de toda la vida republicana y el sinnúmero de reformas poco han
transformado la realidad polÃtica del paÃs. Como dice la sentencia
popular, una mancha más no le hace al tigre; la gente desestima, pues, la
reforma.
Pero tampoco el contenido de ella entusiasma a la ciudadanÃa, aunque
algunos de los cambios puedan ser buenos y hasta necesarios.
El paso o de un Congreso unicameral a otro bicameral no garantiza que
mejore la calidad de la institución, ni de los legisladores que ocupen
las dos cámaras. Aunque la reducción del número de diputados resulte
necesaria, mucho más lo es mejorar los mecanismos de su elección, entre
los cuales la adopción del sistema distrital podrÃa ayudar. En cambio,
con la facultad concedida al presidente de la República para disolver el
Congreso una sola vez, puede acontecer que el remedio sea más nocivo que
la enfermedad: la pugna entre Ejecutivo y Parlamento. Como parece
demostrar la experiencia nacional, la gobernabilidad no es directamente
proporcional a la concesión de más poderes al presidente o al
fortalecimiento del presidencialismo.
Otras reformas, como convertir al Tribunal Constitucional en una sala
especializada de la Corte Suprema de Justicia, o dar otro cuerpo formal
al Tribunal Supremo Electoral, tampoco garantizan los fines de
despolitización e independencia partidista que se invocan para las
reformas.
En una época en la que los ciudadanos se hallan acosados por cubrir los
gastos de la canasta familiar, preservar el empleo, mejorar los ingresos,
el debate de una reforma que no incide en mejorar la calidad de vida no
tiene visos de provocar encendidos entusiasmos.
Tampoco el año electoral ofrece el mejor ambiente para el debate de la
reforma, ni mucho menos para una eventual convocatoria a consulta
popular.
Los intereses electorales, que son ocasión de inestabilidad, la
multiplicarÃan y desviarÃan el sentido de una discusión de la reforma.
Finalmente, más que una reforma polÃtica el paÃs requiere la reforma de
los polÃticos, es decir, la renovación de los liderazgos y el
fortalecimiento efectivo de los partidos, sin los cuales no hay en el
mundo reforma polÃtica que funcione.
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