Quito (Ecuador). 01 oct 95. Luego de haber encontrado muerto a
un empresario (dentro de ese Quito de los años sesenta en que
un suceso de tal naturaleza producía, por lo inusual, una
verdadera conmoción pública) la Policía, con una celeridad
dudosa, entregó a la prensa la noticia: habían sido capturados
tres negros (cuyas fotografías se adjuntaban) que habían
declarado ser los autores del hecho, investigación en el SIC
de por medio. El caso, en consecuencia, se declaraba cerrado.

Tiempo después, sin embargo, la Policía dijo, como al
desgaire, que los autores no eran aquellos negros que dijeron
que eran, sino otros. Y blancos. Y que, ahora sí, con eso el
caso se declaraba cerrado.

Y a mí siempre me quedó rondando la pregunta: ¿Cuál habrá sido
el destino de esos tres hombres obligados a autoinculparse
como criminales, tras sufrir escarnios y torturas? ¿Habrán
podido rehacer sus vidas? ¿Alguien les habrá dado trabajo
luego de que su imagen apareció con gran despliegue en la
prensa? ¿El hecho de ser negros hacía más verosímil ante la
opinión pública que ellos fueran los autores del delito?

Este recuerdo me lleva aún más atrás, hacia un juego de
infancia que nos distraía en esas tardes en que la lluvia nos
impedía salir al patio, los relámpagos rasgaban la penumbra de
las habitaciones y los truenos competían con nuestros gritos.
Mi primo Lucho se colocaba en una esquina de la sala, se
elevaba sobre las puntas de los pies, crispaba los dedos de
las manos, alzaba los hombros y, con una mirada centellante
que salía de sus ojos azules, lanzaba la pregunta:

-¿Quién quiere al hombre negro?

Mi prima Margarita, mis hermanos y yo contestábamos a coro:

-Nadie.

-¿Por qué?

-Porque es negro.

-¿Qué come?

-Carne.

-¿Qué bebe?

-Sangre.

Lo demás era una algarabía de carreras, gritos y persecuciones
del hombre negro, que buscaba capturarnos para conducirnos a
su reducto de maldad, situado en la profunda profundidad de un
viejo armario.

El hombre negro era el más malo entre los malos. Tan malo,
como para comerse la carne y beberse la sangre del comerciante
aquel, según el juego que la Policía jugó -con la aquiescencia
de todos- tiempo después.
Y es que el negro, por negro, tenía una imagen negra.

Y él lo sabía, claro. Sabía perfectamente que la sociedad le
había negado su espacio. Por eso, cuando en Santo Domingo de
los Colorados una señora vio tendido en una hamaca a un negro
en el sopor de la media mañana, le propuso:

-¿Quiere arreglarme la cerca de un potrero?

-No, señora.

-Le pago lo que usted pida. Y más.

-No señora.

-¡Pero, en lugar de estar aquí de vago, venga y trabaje,
hombre!

-Señora, prefiero seguir de pobre descansado que terminar de
pobre cansado.

Sí. Porque ahora que él tenía la sombra de un árbol que le
protegía y la brisa que le acariciaba, sabía que con ese
descanso ya tenía mucho.

Lo demás había sido la eterna cansada pobreza. Una pobreza y
un cansancio nunca atenuados y que venían desde atrás, desde
muy atrás.

Desde sus abuelos o sus bisabuelos a quienes, ni bien pisaban
América, se les marcaba con fuego en la cara o en la espalda
para que no se escaparan de sus amos. Unos amos que tenían
sobre ellos todos los derechos, inclusive los de la amputación
de sus miembros como sanción de las faltas que consideraban
graves. Y el azote, el cepo o los grilletes para
desavenencias más leves.

Lo que les identificaba era el color, porque ni el nombre ni
el apellido eran necesarios. Algunos, por conservar su
identidad africana, se hacían llamar Congo. O Mina. Otros,
tomaban los nombres de sus amos.

Lo más eran simples "piezas", valoradas de acuerdo con sus
edad, su fuerza, su sexo y sus atributos para el trabajo.

Por eso, si en la época colonial se hubiera formulado esa
pregunta de ¿quién quiere al hombre negro?, que pasó a formar
parte sustancial de ese juego popular, los dueños de minas, de
haciendas y las amas de casa hubieran proclamado con un grito:
¡Yo!

Porque ellos los querían para eso: para ejecutar los trabajos
más duros o los más abyectos, con la fama que un negro tenía
de poseer una fuerza y una resistencia equivalentes a la de
cuatro indígenas.

Y fue justamente por eso que comenzó su penoso tránsito desde
el Africa hacia América, proclama de fray Bartolomé de las
Casas mediante: era menester reemplazar la fuerza laboral de
los indios con otra.

Claro que en eso ocurrían imprevistos. Como el de Esmeraldas,
por ejemplo. Un barco que traía un cargamento de esclavos
encalló en 1553 y 23 negros huyeron. Al mando de Alfonso de
Illescas, el grupo ( a veces aliándose con los indígenas,
otras atemorizándolos y otras sojuzgándolos) se amplió en el
transcurso del tiempo y mantuvo una influencia en una muy
respetable extensión territorial.

En el Chota y en otras regiones, en cambio, los negros fueron
destinados al trabajo agrícola (cultivo de caña de azúcar o de
cacao) e industrial (producción de aguardiente). Y, en las
ciudades, fundamentalmente al servicio doméstico.

La iglesia católica también se llevaba lo suyo: hasta el
momento de su expulsión, solo la Compañía de Jesús disponía de
2.615 esclavos. Y con eso, claro, se les salvaba el alma
porque, en palabras del oidor de Quito, Francisco de Auncibay,
con la esclavitud "se les sacaba de aquel fuego y tiranía y
barbarie y brutalidad (Guinea) donde sin ley ni Dios viven
como salvajes; llevados a tierra mejor, más sana para ellos,
abundante alegre para que mejor se conserven y vivan en
policía y religión, de que conseguirán muchos bienes
temporales y, lo que más estimo, espirituales".

Aunque de cuando en cuando los esclavos, zaheridos,
humillados, mal alimentados, mal vestidos, no se conformaban
con que se les civilizara y cristianizara de esa manera, y se
rebelaban. Los alzamientos terminaban, generalmente, siendo
reprimidos y los esclavos regresaban a su triste condición con
el añadido de las lacras dejadas por doscientos azotes en su
cuerpo, su paso por el cepo o la mutilación.

El quiere al hombre negro

Regresando al presente vuelvo a preguntar ¿quién quiere al
hombre negro?, y así doy con el padre Rafael Savoia, director
del Centro Cultural Afro-Ecuatoriano, que no solo que quiere
al hombre negro sino que se preocupa por él, por su pasado,
por su cultura. Su presente y su futuro.

Al negro -dice- se lo identifica por la música, por el ritmo,
por el deporte. Pero el negro es mucho, mucho más que eso.
Siempre marginado en lo económico, en lo social, en lo
educativo, lo que reclama es igualdad de oportunidades.
Porque sí. Porque siempre la clase dominante jugó con ellos a
su albedrío, no solo en la época colonial, sino también en la
etapa independentista donde lo utilizaron como carne de cañón.
El mismo Bolívar (que después pidió al Congreso de Cúcuta que
dejaran libres a los negros) dijo que los negros tenían que
ganarse la libertad en la batalla, en reemplazo de los
blancos. Y hasta trajo tropas negras de Haití (como más
tarde, en la época de Alfaro, se trajeron negros de Jamaica
para la construcción del ferrocarril).

Durante las guerras de la independencia, en una misma semana
se les prometía la libertad si se enrolaban al ejército, pero
cuando las tropas recibían refuerzos los devolvían a la
esclavitud. Así jugaron con ellos.

Pero la cultura negra se ha fortalecido a través de la
adversidad y por eso el padre Savoia da un salto al presente y
dice que actualmente hay en el país unos 120 grupos de negros
organizados, en una población que se aproxima a los
setecientos mil miembros. Y eso para no hablar de
Latinoamérica, donde el número de negros pasa de los 100
millones.

Los negros son una fuerza auténtica -dice el padre Savoia-
quien cree que a los afro-americanos, unidos como están, les
ha llegado el momento de decir su palabra.

Y de allí, el padre Savoia da un salto hacia la autocrítica y
reconoce los errores de la Iglesia: el diablo es negro o,
máximo rojo. Y a los niños se les dice que hay que tener el
alma blanca para ir al cielo. Todo esto -todo- ha llevado a
una desvalorización de lo negro. A la creación de una
conciencia que hay que acabar, de una mitología que hay que
destrozar, de unos tabúes contra los que hay que luchar.

Y así hasta que mis hijos (y eso, ¡cuidado!, lo digo yo y no
el padre Savoia) respondan "todos" cuando alguien, juega
jugando, les lance la pregunta de ¿quién quiere al hombre
negro? Y tengan conciencia de que, a lo largo de la historia,
su sangre se la bebieron quienes usufructuaron de la riqueza
de este país y su carne fue ultrajada hasta más allá de lo
creíble.

Fuentes: Lucena Salmoral, Manuel, "Sangre sobre piel negra",
Abya-Yala, Quito, 1194.
Whitten E. Norman, Jr., "Pioneros Negros", Centro Cultural
Afro-Ecuatoriano, Quito, 1992.
Savoia, Rafael, "El negro en la historia", Centro Cultural
Afro-Ecuatoriano, Quito, 1990.

Caza de citas

- La temprana disminución de las poblaciones indígenas por las
enfermedades, las guerras contra los españoles y la esclavitud
producía la necesidad de una importación continua de africanos
negros.

Los afro-americanos de esta zona activamente extendieron su
territorio y sus costumbres a costa de los indígenas
sobrevivientes.

- En 1784, vemos confirmado el hecho de que la mayor población
esclava estaba naturalmente en Guayaquil, con 2.099, seguida
con la de Ibarra con 1.073. Juntas las dos concentraban el
65,45% de todos los esclavos que había en el Reino. (...)
Resultaba así que la jurisdicción con mayor densidad de
esclavos era Ibarra, y no Guayaquil, arrastrando todavía las
consecuencias de haber sido el gran emporio azucarero de los
jesuitas, junto con Otavalo.

- En el casco urbano de quiteño solo había 31 esclavos
concentrados en Santa Bárbara y el Sagrario.

- En Cuenca, las esclavas valían más que los esclavos y las
negras más que las mulatas.

- El precio de un esclavo en plena edad laboral era de 350
pesos; el de una esclava entre los 300 y 325 pesos; el de un
niño, de 150 pesos y el de una niña, 125 pesos.

- En Quito se pagaba 450 pesos por un esclavo adulto; 350
pesos por una escalava adulta; 50 a 100 pesos por un niño o
niña.

Casi todos los conventos tenían sirvientes esclavos y en Quito
era sabido que éstos se reunían en la plaza de la Carnicería
para comprar diariamente lo necesario para los religiosos o
religiosas. Además, los religiosos poseían muchos esclavos a
título particular.

Los esclavos quiteños, además de servidores domésticos,
servían como jornaleros, constructores de caminos, bogas,
cargadores, remeros y fabricantes de tejidos. Durante el
siglo XVII trabajaron en las manufacturas de paños, cuando esa
industria estuvo en auge.

- En muchos casos, estos esclavos domésticos pasaban penurias
en su alimentación y vestido, reflejando la condición social
de sus amos, y en otros incluso ayudaban a procurarles
alimento.

- Los esclavos de hacienda se levantaban a las cinco de la
mañana para ir al tajo, donde trabajaban hasta las cinco de la
tarde. Las leyes establecían un descanso de dos horas al
medio día, pero casi nunca se cumplía. Menos aún el abandono
de las labores a las cinco de la tarde. Tampoco se respetaba
el descanso dominical.

- Por eso nuestra Ley de Indias manda que al negro o negra que
se ausentase del servicio de su amo cuatro días, se le den en
el rollo cincuenta azotes, y que se le tenga allí atado hasta
que anochezca; y que si estuviese ausente más de ocho días, se
le den cien azotes, puesta una calza de hierro al pie con un
ramal de doce libras, con que se mantenga dos meses, y si se
la quitare, se le den doscientos azotes, dice don Bernardo
Cabezas.

Y si esto argumentaba don Bernardo, su yerno, Manuel González
Sampedro, diariamente daba a uno cien latigazos, al otro
doscientos, y así a los demás, como pasa con José María
Talabán, que en menos de un mes le han hecho sufrir
trescientos azotes, dejándole casi sin nalgas.

La rebelión era el último recurso del esclavo frente a la
sevicia y a la imposibilidad de manumisión, y comprendía dos
formas: la huída al monte o el alzamiento colectivo. La fuga
de la hacienda o de la mina debió ser bastante usual en Quito,
ya que la naturaleza brindaba fácil amparo. Estaba muy
castigada por la justicia española, que trató siempre de
perseguir el cimarronaje.

(Todas estas citas fueron cazadas del libro "Sangre sobre piel
negra").

Negro porvenir

La cotidianidad fue asumiendo ese concepto tan peyorativo que
se tenía sobre el negro. Y, así, lo negro, pasó a ser
sinónimo de lo peor de lo peor.

Lista negra. Mano negra. Suerte negra. Negro porvenir.
Chuchaqui negro.

Y, por supuesto, entre los insultos -junto con el de "indio
hijueputa"- brilla con enceguecedora luz blanca el de "negro
de mierda", con sus destellos de "negro bruto", "bola de
humo", "hijo de carbonero", "negro sucio" o "engendro del
diablo".

Por todo ese lenguaje y todas esas actitudes que se
manifiestan en una mirada despectiva, en un gesto, en una
palabra, parece que la espantosa noche de la esclavitud no ha
terminado aún sino que proyecta sus sombras hacia los finales
de este siglo: el racismo está profundamente incrustado en la
conciencia del hombre común que sigue contestando con un muy
adulto "porque es negro" a una de esas preguntas de ese juego
infantil que todos creíamos tan, pero tan inofensivo...
(Social) (Diario HOY) (9A)
EXPLORED
en Ciudad Quito (Ecuador)

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