Quito. 22.01.95. El miércoles 30 de marzo de 1974, a las 11h42
minutos de la noche, Marco Antonio RodrÃguez ponÃa fin al primer
cuento de su "Historia de un intruso", y dos años más tarde lo
publicaba bajo el mismo tÃtulo junto con nueve cuentos más. En
1974 el paÃs estaba cuidado por militares nacionalistas; en 1976
estaba explotado por militares no nacionalistas al servicio de la
gente que estos mismos dÃas nos desgobierna. El paÃs estaba
entrando con groserÃa en la modernidad. Gracias al petróleo, los
sueldos eran buenos, el whisky abundante, las visitas a Miami
fructuosas; las queridas, extranjeras y rubias y los negocios
para el millón privilegiado, fáciles, merced a los créditos
externos en verdes dólares de a cien y cien hasta el millón y
más. El mundo estaba dividido entre buenos y malos, occidente y
comunismo. Y quienes eran cogidos con las manos en la masa huÃan,
no como ahora a la vulgar y cubanizada Miami, sino a Londres, la
única ciudad con torre sombrÃa y una reina no tan antigua pero
igual de visitada.
En esas circunstancias, "Historia de un intruso" deslumbró a
todos. A los intelectuales, siempre descontentos, porque en esos
años de evasión aparecÃa un libro amargo. A los románticos,
porque n esos años de abundancia aparecÃa un libro triste. A los
profesores de literatura porque en esos años de frenesà aparecÃa
un libro que gustaba a los adolescentes. Y al resto de lectores
porque en esos años del boom latinoamericano por fin aparecÃa un
ecuatoriano con un libro difÃcil. Realmente nos estábamos
poniendo a la altura de los tiempos.
Nueve años más tarde, RodrÃguez publicaba su tercer libro de
cuentos con el tÃtulo del primero de ellos: "Un delfÃn y la
luna". Para entonces, 1985, habÃa estallado ya la crisis de la
deuda externa y el paÃs se venÃa para abajo, conducido por un
hombre que no pudo y que por eso apeló a la violencia. Las clases
dirigentes y hasta la clase media más pasable se habÃan
acostumbrado a vivir bien en un presente sin bordes y con
fiestas. HabÃa miedo, pero todavÃa la resaca de la bebesona
petrolera era sazonada con nostálgicos eruptos de la juerga
pasada.
En esos chuchaques, "Un delfÃn y la luna", deslumbró más. De
lectura más fácil que El Intruso, su universal ironÃa despertó a
quienes dormitaban y volvió sobrios a quienes andaban todavÃa
borrachos. A los intelectuales, siempre descontentos, porque en
esos años de desencanto aparecÃa un libro que hacÃa befa de
quienes habÃan disfrutado de la deuda externa. A los románticos,
porque les confirmaba su prejuicio de que los jóvenes modernos,
el amor y el sexo andaban dislocados. A los profesores de
literatura, porque en esos años en que ya se habÃa acabado el
boom latinoamericano, aparecÃa un libro que era fácil de
entender.
Cinco años después apareció el cuarto libro de cuentos de Marco
Antonio RodrÃguez. Su cuento principal se llamaba "Jaula" e iba
acompañado de nueve cuentos más. El paÃs habÃa envejecido con la
crisis. La gente común estaba pobre. La naturaleza más violada.
No habÃa miedo al poder gobernante, pero habÃa miedo de vivir.
Faltaban horizontes. Tres años después, el paÃs elegirÃa como
presidente a un anciano..
"Jaula" no deslumbró: entristeció. Su cuento principal, un dÃa en
la vida de un anciano que a la noche intenta suicidarse fue
pasado por alto salvados los cumplidos de rigor como en los
pésames. La vida del anciano se parecÃa mucho a la ancianidad de
un Ecuador que empeñaba lo que tenÃa, vivÃa de recuerdos e
intentaba ahorcarse sin lograrlo. No gustó a los intelectuales,
siempre descontentos, porque caÃdo el muro de BerlÃn andaban más
descontentos todavÃa, sin poder contentarse con ningún
contentamiento y menos con la historia de un anciano. A los
románticos, tampoco les gustó porque la vejez nos es materia de
tangos ni de boleros. A los profesores de literatura, ni un
poquito porque el tema no es para jóvenes y porque el sexo
evocado por un viejo no resulta excitante, ni siquiera triste. Y
al resto de lectores, en absoluto, porque el boom habÃa pasado,
el comunismo ya habÃa sido superado y ahora habÃa que leer
literatura que ayudara a competir. Los viejos no compiten ni
siquiera en Saint Petersburg, Flórida.
Cabe entonces preguntarse si es oportuna la reedición de algunos
cuentos tomados de tres libros en un año en que las
circunstancias en parte son la mismas y en parte son tan
distintas de las que rodearon la aparición de esos libros hace
18, nueve y tres años respectivamente.
La respuesta es un sà rotundo que se fundamenta en el propósito
de la edición ("difundir lo mejor de las literaturas secretas de
nuestro continente"), en la experiencia con los lectores
ecuatorianos, en la valÃa de los temas tratados y en el
deslumbramiento del modo como el autor trata estos temas.
MAMBRU
Cuando él nació, hormiguearon de luceros nuestras almas. Un
puñado de nieve palpitante. Dos ojillos de capulÃ. Y un borrador
escolar en el sitio de la nariz. Lo inspeccionábamos las veinte y
cuatro horas del dÃa. Guardando prudente distancia por cierto,
debido a Princesa y sus todavÃa aguzados colmillos.
Celebrábamos sus movimientos, su molicie, sus retozos, sus
chambonadas por aferrarse a una de las tetillas fláccidas y
caÃdas de su anciana madre, próxima a la jubilación. Su vientre
se endurecÃa como pelota de tenis. Con él sus mofletes, sus
párpados de felpa. (...)
Jugábamos juntos. De volante o delantero, era el mejor. Le
fascinaba Las Escondidas, Las Estatuas, El Pan Quemado, La Mama
Tomasa. Nos disputábamos su cariño. Se daba modos de no
resentirnos. CompartÃamos con él nuestros tesoros, los
aplanchados de leche, las tortillas de viento, los alfajores,
nuestra ternura aún inviolada.
"Mambrú se fue a la guerra, chivirÃn, chivirÃn, chinchÃn. Mambrú
se fue a la guerra, no sé cuando vendrá, ajajá ajajá, no sé
cuándo vendrá..." Marchábamos detrás de su azucarada inocencia,
repetizando música de tambores y clarines. Nuestro amigo
retornaba la cabeza muy gratamente, como hacÃan los generales en
los desfiles patrios.
"Mambrú se fue a la guerra, chivirÃn, chivirÃn, chinchÃn. Mambrú
no ha muerto en guerra, no sé cuándo vendrá, ajajá, ajajá, no sé
cuándo vendrá..." Era el tiempo en el cual meneaba nerviosamente
la cándida mota de su cola y apremiaba el trote. Levantaba el
hocico. ParecÃa husmear un aire recargado. Daba vueltas. Se
tendÃa, entumido.
Estallaba la guerra. BlandÃamos espadones de cartón.
Propiciábamos detonaciones de fulminante. Fraguábamos bárbaros
aunque desmañados gritos, tratando de imitar a Chang Lee, el
héroe del siglo en artes mariales. Mientras tanto, el consumado
pacifista temblaba, gañÃa, y no pudiendo resistir más nuestros
alardes belicistas, se escurrÃa debajo de las camas. Con tres
veces que porfirió en rifirrafes, nos forzó a deshacernos de los
soldaditos de plomo, las metrallas lanza chispas, los cohetes de
carey. En delante resolvimos jugar siempre el único juego que
deben jugar los hombres de todas las edades, la paz...
Mudó el tiempo. Nos absorbió la etapa seria de la vida. Los
primeros pujilatos obligados en El Cebollar, las lecciones de
GeometrÃa, el pupo del sexo. A él le aconteció igual. Se tornó
marrullero, rijoso, violento.
Poco a poco pasó de moda. En alma y cuerpo. Como pasamos los
humanos. Se hizo viejo. Sin ton ni son. Como sucede con nosotros.
Padeció desarmónica e insofrenable alopecia. Los ojos se le
extraviaron en dos bolas sarnosas y tumescentes. Se le regó el
estómago mórbidamente, ruinoso balón desinflado. Varia s veces lo
descubrimos escaramándose con dificultad en las peinadoras de las
vecinas. Le dio por los espejos.
Una tarde leÃa en mi dormitorio. Lo vi acercarse poltrón, pesado
-aunque con la nobleza de sus mejores tiempos- al pasamanos que
da al patio. En un instante presentà su insólita decisión. Grité
su nombre. Para nada. Olfateó el vacÃo y saltó Se escuchó un
estruendo seco. Bajé precipitadamente. Encontré a Mambrú, el
suicida, con sus dos sucios granizos perdiéndose en su nariz
cuarteada por la edad.
"Cuentos" De Marco Antonio RodrÃguez CÃrculo de Lectores Quito,
1994. (6A)