Quito. 12. jul 96. Como pocas veces en nuestra reciente
historia constitucional, el tema del voto nulo tuvo tan
marcada presencia en la conciencia de los ecuatoriano
como en la última jornada electoral. Desde el mismo
día en que se conocieron los resultados electorales de
la primera vuelta hasta el pasado domingo el espectro
de un rechazo deliberado a las dos candidaturas rondó
intensamente en el pensamiento de los ecuatorianos.

Si bien la intensa campaña electoral debió disminuir
ese sabor amargo que sintieron miles de electores de
tener que escoger entre opciones que el sistema político
les imponía, y que no eran de su agrado, no es menos
cierto que ese sentimiento, el de no escoger a ninguno,
no fue fácilmente eliminado.

Fue tan significativa esta sensación de rechazo que ella
misma fue objeto de estrategias electorales. La más
notable fue la de inducir a ese gran electorado a votar
por el "menos malo" de los candidatos. No fueron,
entonces, las virtudes de uno de ellos -no se diga sus
planes o propuestas-, lo que había que enfatizar sino
los defectos del otro, sus errores cometidos en el
pasado y los pecados de sus allegados. Vino a la mente
enseguida la elección de 1988 en la que una buena
parte de la estrategia electoral de quien resultó
ganador se cifró precisamente en que se debía
escoger al mal menor.

A esta estrategia se agregó otra igualmente
vergonzante, esto es, la de obtener adhesiones en
base al miedo. Se recurrió a todos los excesos que
la tecnología y el mal gusto ofrecieron para infundir
temor en el electorado. En las semanas que duró la
campaña los ecuatorianos tuvimos todos los días
al apocalipsis de visita en nuestras casas a través de
la radio y la televisión. Y todo en nombre de la
democracia.

Y como no podía faltar se llegó hasta intelectualizar
este drama. Se elaboró, en efecto, una muralla de
conceptos supuestamente filosóficos para alejar de
la mente de los ecuatorianos la idea de que podían
dejar sentada su protesta anulando el voto, o votando
en blanco que para el efecto es lo mismo, como una
expresión de rechazo. Semejante alternativa fue
expulsada del paraíso de la politología criolla como
un virus venenoso y destructivo propio de seres
incivilizados e irracionales.

Y si ningún argumento era suficiente se terminaba
por allí invocando la Ley de Elecciones que prohibe
hacer proselitismo en favor del voto nulo. En su infinita
sabiduría al legislador ecuatoriano se le ocurrió hace
algunos años, como en tantas otras ocasiones, violar
de manera grotesca una garantía constitucional como
es la de la libre expresión imponiendo una pena a quien
fomente en sus conciudadanos el derecho que tienen de
rechazar en las urnas las opciones que le impone el
sistema político.

No sólo es que llega entonces la ley a imponer penas
para quien se le ocurra no ir a votar, lo que ya constituye
de por sí un serio atropello a nuestros derechos, sino
que, como si eso fuera poco, se amenaza con sancionar
a aquéllos que habiendo optado por ir a votar creen que
ninguna de las alternativas son válidas y desean que esa
opción, la de rechazar las alternativas, tenga un espacio
en el debate nacional.

Por debajo de todos estos atajos y callejones que ya sea
de una manera visible o sutil logran anular nuestra
libertad de pensamiento, y la de expresar ese
pensamiento de una manera democrática, subyace más
de un denominador común.

Por una parte, está la convicción de que la democracia se
la puede construir con camisas de fuerzas impuestas
desde arriba. Es una creencia que paradójicamente nació
durante la etapa de transición a la democracia y que con
algunas excepciones aún persiste como una suerte de
ideología dominante. De allí nació arbitrios como el de
sancionar a los que no votan; el de que solo los partidos
políticos pueden escoger a los candidatos; el de que solo
se pueda votar por listas y no individualmente; el de que
no todos los diputados tienen derecho a legislar y
fiscalizar por el período que fueron elegidos sino un
reducido grupo que los escogen los gerentes de
los partidos; el de que no existan causales para que los
diputados pierdan sus curules: o el de que los votos nulos
no sean considerados como "válidos".

En fin, es la ilusión de que el Estado puede construir a
una sociedad democracia en base a designios autoritarios.

Y por otra parte, está ese gramo de arrogancia de nuestra
clase dirigente de que todo aquello que ella no ofrezca a
la ciudadanía no es bueno y debemos los ecuatoriano
aceptarlo gústenos o no.

En momentos en que cada vez se escuchan más y más
voces en favor de rescatar y valorar la presencia de la
sociedad civil en la vida del país y con cara a la reciente
experiencia electoral, resulta oportuno replantearse
la legitimidad de mecanismos como éstos que tienden a
sofocar la posición de la ciudadanía frente al Estado. Y
probablemente un buen lugar para comenzar sea
precisamente el de nuestro sistema electoral, y en
particular en aquello que dice relación con las opciones
que el ciudadano tiene al momento del sufragio.

En este contexto, las experiencias de algunos países del
Este europeo y de Rusia, cuyos procesos de
democratización aún se encuentran en consolidación
bien pueden ser aprovechadas.

En el caso ruso, por ejemplo, la Ley Federal de
Elecciones para presidente establece que en las
papeletas de votación al final de los casilleros donde
van los nombres de los candidatos exista un casillero
adicional que diga: "En contra de todos los candidatos".
De esta manera los ciudadanos tienen la libertad de
expresar su inconformidad con las opciones que el
régimen político le presenta.

Pero más aún, el artículo 57 de la citada Ley Federal
prevé que en el caso de que en una elección gane la
citada opción ("En contra de todos los candidatos") el
Consejo de la Cámara Alta de la Federación deberá
convocar en treinta días a una nueva elección en la que
no se podrán presentar como candidatos ninguno de los
que fueron rechazados por el pueblo y, además, a
ninguno de los nuevos candidatos les estará permitido
exponer ideas o programas iguales a los de sus
antecesores que fracasaron.

Esta norma se aplica tanto para la primera como para la
segunda vuelta. Por otra parte, en vista de que el voto es
opcional y no obligatorio, existe una norma en la Ley que
obliga a que se convoque a nuevas elecciones en el
evento en que no se logre una concurrencia a las urnas
de más de cincuenta por ciento de los electores con
derecho a votar. Se obliga con esto a los partidos a
despertar un mínimo en el proceso electoral so pena de
invalidar los resultados.

Como se observa las reglas del juego electoral buscan
por encima de todo inclinar la balanza del poder más
hacia la ciudadanía que hacía la clase política, a
diferencia de lo que sucede entre nosotros en donde se
sacrifica a la primera en beneficio de la segunda.

No deja de tener su pizca que esta acentuada deferencia
a las decisiones de la sociedad civil se la encuentre
justo en una nación como la rusa que por tantas décadas
solo conoció a la dictadura como forma de gobierno
mientras que por acá a nosotros se nos obliga a no
escoger en nombre de la libertad. (FUENTE: REVISTA
VISTAZO N. 693, PP. 26-27)
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