Quito. 01 sep 2001. (Editorial) En Cuenca había toros en honor del ilustre visitante: Alexander von Humboldt, a quien acompañaban el francés Aimè Bonpland y el quiteño Carlos Montúfar. Luego los viajeros tomaron el camino hacia el sur para estudiar, en los bosques de la provincia de Loja, el árbol de la chinchona (chinchona condaminea) cuya corteza usaban los curanderos de la región para combatir la fiebre de la malaria. Esto fue en el año 1802. Tuvieron que pasar nueve años hasta que, en 1811, se lograse extraer de la corteza del árbol una sustancia que recibió el nombre de "chinchonine". Una vez comprobado el alto valor medicinal de esta sustancia, se comenzó a cultivar el árbol de la chinchona en grandes plantaciones -pero no en Ecuador, como se podía haber esperado, sino en la India, Java y Ceilán. Años más tarde, Sir Robert Markham, autor de la obra "Peruvian Bark", se acordó en una carta de que "... en el año 1870 llegué a convencerme de que sería necesario hacer con los árboles del
caucho lo mismo que con tan buen éxito se había hecho con el árbol de la chinchona...". Y así se hizo. Entre gallos y medianoche se sacó del Brasil 70 000 semillas de Hevea Brasiliensis, que constituyeron la base para la formación de grandes plantaciones de caucho en las tierras de las colonias británicas del este de Asia. "Hazañas" como estas se recordaron cuando en el mes pasado un grupo de científicos se reunió en Potsdam, cerca de Berlín, para reflexionar sobre "Botany in Colonial Connection". Aquí en Quito, al mismo tiempo, y mientras se le rinde a Humboldt un gran homenaje, muy merecido por cierto, no debemos olvidar, sin embargo, que el así llamado segundo descubrimiento de América, obra de hombres como Humboldt, la Condamine, von Martius y otros, le significó a Sudamérica la fatal consecuencia de una segunda conquista que hasta hoy no termina. De poco consuelo sirve la certeza de que los grandes logros del hombre acarrean con alguna frecuencia consecuencias no deseadas.

Pensando en esto y en Humboldt, el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger, siempre de una franqueza que a veces raya en lo polémico, dijo: "...era un transmisor sano e inconsciente de gérmenes malignos, un heraldo desinteresado del pillaje, un correo que ignoraba llevar la orden de destrucción de aquello que amorosamente pintó en sus Cuadros Naturales".

Lo cierto es que antes de la industrialización no había nada que prometía
tan altas ganancias como los productos vegetales. Es más, eran tiempos
cuando alta política y poder económico no giraban alrededor del petróleo
sino en torno al caucho y cáñamo, quinina, pimienta y azúcar. A través de
toda la historia de las colonias europeas se advierte una febril búsqueda de plantas que prometían buenos negocios. Más allá del mero registro científico de una nueva especie, la mirada estaba sobre todo en su potencial económico.

Durante sus viajes, los naturistas europeos se aprovecharon con mucho gusto de los conocimientos de los indígenas. Hablaron con campesinos y curanderos sobre las propiedades de las plantas exóticas, estudiaron técnicas de cultivo y la forma de extracción de resinas, aceites y esencias, y a la hora de apoderarse de muestras y semillas de las más valiosas plantas, el engaño y el pillaje estaban a la orden del día. Este biocolonialismo es un capítulo muy oscuro y poco investigado de la historia de las colonias europeas. Tal como demuestra el ejemplo del caucho, el biocolonialismo no desapareció con el fin de las colonias y hoy se encuentra cobrando nuevo ímpetu. Los países sudamericanos siguen guardando una gran parte de la biodiversidad del planeta. Poderosas empresas farmacéuticas y la industria biotecnológica tienen puestas sus miradas en este tesoro de incalculable valor. Descifradas las leyes de la genética, una nueva clase de conquistadores está ahora recorriendo los bosques tropicales: científicos de diferentes especialidades. Su botín ya no son ni el oro ni el caucho sino algo mucho más valioso: genes y patentes.

*Escritor alemán residente en Ecuador(Diario Hoy)
EXPLORED
en Ciudad Quito

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