Quito. 3 ene 99. Uno de los más crueles y más inolvidables
legados de la última dictadura argentina, es su casi
inverosímil violencia contra el
sagrado derecho a la identidad.

Miles de seres humanos fueron, de pronto, un solo No-Ser, sin
lugar, sin nombre, sin existencia, sin destino.

En agosto de 1998, un joven de 21 años, hijo de un ex oficial
de la Marina argentina, encontró en Internet una fotografía de
su padre junto a las de otros oficiales que habían participado
en las torturas y secuestros de los llamados Grupos de Tareas,
que actuaban en la Escuela de Mecánica de la Armada bajo las
órdenes del ex almirante Emilio Eduardo Massera. La fotografía
reveló al joven algo que no había advertido hasta ese momento:
una absoluta falta de semejanza física con quienes decían ser
sus padres.

En los días siguientes, otras páginas del Web acentuaron su
sobresalto. Entre los nietos perdidos que buscaban las Abuelas
de Plaza de Mayo había uno que coincidía con su edad y con sus
rasgos: el de un niño nacido en una cámara de tortura de la
ESMA a mediados de septiembre de 1977. Esas coincidencias lo
decidieron a dar un paso inusual. A comienzos de septiembre se
presentó ante uno de los juzgados federales, en Buenos Aires,
y dijo: ``Me llamo Javier Gonzalo Vildoza, pero tal vez soy
otro. Quiero saber quién soy. A lo mejor soy hijo de
desaparecidos".

Su historia condujo, como se sabe, al arresto de Massera, que
en sus tiempos de gloria megalómana se hacía llamar Comandante
Cero o el Supremo. A la vez, añadió otros detalles siniestros
a una historia cuya barbarie exagera las ya exageradas
barbaries de este siglo.

Durante más de siete años, los argentinos estuvieron sometidos
a la violencia de un régimen que se adjudicó los derechos de
Dios: suprimió la vida de miles de personas sin juicio ni
condena previos, negó saber dónde estaban las personas que
tenía secuestradas, enterró a muertos con identidad conocida
en tumbas anónimas, se apropió de bienes ajenos y de niños,
falsificando sus nombres e imponiéndoles otros dueños y otros
padres. No por repetidos, esos datos pierden su carácter
abominable. Cuanto más se los piensa, más indignos parecen de
la condición humana.

El caso de Javier Gonzalo Vildoza ilustra esa indignidad casi
hasta el extremo. Cuando sus padres fueron secuestrados y
encerrados en la ESMA, el 13 de julio de 1977, Cecilia Vinas
-la madre- estaba embarazada de siete meses. Del padre real,
Hugo Reynaldo Penino, nadie supo nada más. La historia de
Cecilia es uno de los insondables misterios de la democracia:
cuatro meses después de la asunción de Raúl Alfonsín como
presidente constitucional, seguía llamando a sus padres desde
un teléfono secreto, vigilada por sus carceleros, quienes al
parecer la mataron, entre marzo y abril de 1984. Nunca conoció
a su hijo ni supo qué había pasado con él.

Javier es ahora un muchacho de pelo enrulado y oscuro, que
convive con uno de los hijos mayores (y reales) del matrimonio
Vildoza. Ha logrado establecer una relación afectiva más o
menos cercana con un hermano de su madre verdadera y con los
once primos que viven en Mar del Plata. Pero todavía no sabe
quién es, en verdad. Tiene un pasado que no quiso, una
educación y un sistema de valores inculcados no por sus padres
sino por el posible asesino de sus padres.

Uno de los más crueles y más inolvidables legados de la última
dictadura es su casi inverosímil violencia contra el sagrado
derecho a la identidad. Miles de seres humanos fueron, de
pronto, un solo No-Ser, sin lugar, sin nombre, sin existencia,
sin destino. O fueron dos y tres personas a la vez, como
Javier Gonzalo Penino/Vildoza y los otros centenares de hijos
de desaparecidos.

Seguí de cerca estas crueles historias gracias a Víctor
Penchaszadeh, jefe de la división de Medicina Genética en el
Beth Israel Medical Center de Nueva York, quien colabora con
la organizacion de Abuelas desde 1982, cuando algunas de ellas
viajaron a Estados Unidos para denunciar las desapariciones de
sus nietos ante las Naciones Unidas y la Organización de
Estados Americanos.

En esos tiempos, las Abuelas ignoraban que hubiera técnicas
para identificar a los nietos perdidos sin recurrir al
imposible análisis de la sangre de los padres. Fue
Penchaszadeh -providencialmente salvado de un secuestro y
exiliado desde 1976- quien les aconsejó que establecieran esas
filiaciones a través de los abuelos y otros parientes
cercanos.

Penchaszadeh ha seguido trabajando desde entonces con las
Abuelas y ha leído decenas de ensayos sobre los secuestros de
niños en conferencias internacionales. En sus incontables
viajes a Buenos Aires -cuatro a cinco veces por año- ha
conocido a algunos de los jóvenes recuperados. De las muchas
historias con las que convivió, vale la pena evocar dos, que
ilustran situaciones casi opuestas.

Ximena Vicario tenía ocho meses en febrero de 1977, cuando sus
padres fueron detenidos en las oficinas de la Policía Federal,
adonde habían ido en busca de sus pasaportes. Los tres se
desvanecieron en el aire hasta que, ocho años más tarde, la
adopción de la niña por una enfermera de orfanato llamó la
atención de las Abuelas.

Hubo un proceso escandaloso, y aún después de probarse
genéticamente que Ximena era hija de Juan Carlos Vicario y
Stella Maris Gallichio -seguramente asesinados-, la niña se
resistió a vivir con los abuelos que la reclamaban. Fue una
larga y desgarradora batalla con un final afortunado. Ximena
es ahora una aventajada estudiante de Economía con una noción
clara de lo que fue y dejó de ser en el pasado. Más de una vez
Penchaszadeh la vio en la sede de las Abuelas, frente al
antiguo Mercado de Abasto de Buenos Aires, trabajando en el
esclarecimiento de casos que se parecen a su vida.

La historia de los mellizos Gonzalo y Matías Reggiardo es, en
cambio, uno de esos enredos jurídicos sin pies ni cabeza, como
los de "Bleak House", la novela de Dickens. Sucedió casi al
mismo tiempo que la de Ximena, en febrero de 1977. Juan
Reggiardo y su esposa Maria Rosa Tolosa, embarazada de siete
meses, fueron secuestrados y llevados a un campo clandestino.

Algunos testigos sobrevivientes supieron que María Rosa había
dado a luz mellizos el 22 de abril. Todos ellos se evaporaron
también, como los Vicario: los padres fueron asesinados, los
mellizos dejaron de ser quienes eran.

Ocho años más tarde, las Abuelas se enteraron de que un
comisario de la Policía Federal llamado Samuel Miara -acusado
de torturas y violación de prisioneras en los centros
clandestinos- se había apropiado de los mellizos y les había
impuesto su nombre. La falsificación no era fácil de probar.

La familia Reggiardo había sido diezmada por la represión y el
único pariente cercano de los mellizos -un tío materno- vivía
en los Estados Unidos. Los indicios eran tantos, sin embargo,
que las Abuelas llevaron el caso a la justicia. La lentitud de
los trámites permitió que Miara huyera con los niños a
Paraguay. En 1989 se logró la extradición. Pero cuando por fin
se completaron los análisis y quedó plenamente probado que los
mellizos eran hijos del matrimonio Reggiardo, un juez invalidó
las pruebas genéticas porque se habían hecho fuera de la
Argentina.

Al cabo de otros ocho años, Miara fue enviado a la cárcel.
Solo entonces se ordenó a los mellizos vivir con sus parientes
legítimos. Era tarde. Ya en el final de la adolescencia, ambos
se negaron. Durante casi dos décadas los habían educado para
que odiaran sus orígenes y el pasado de sus padres. ¿En qué
identidad podían refugiarse sino en la única que conocían?

Todos los días en la infinita historia, los seres humanos
imaginan una manera nueva de llevar el odio más allá de la
muerte. Pocas veces, sin embargo, las consecuencias fueron tan
crueles como en la Argentina de 1976 a 1983. Ese pasado está
todavía vivo en las entrañas del país y, a pesar de los
castigos a los dos mayores responsables, los argentinos no han
sido capaces de abarcar todavía su inmensa malignidad.

(*) Autor de "La Novela de Perón" y "Santa Evita", de la cual
próximamente se hará una película. Es director del programa
de Estudios Latinoamericanos en la universidad de
Rutgers. (DIARIO HOY) (P. 5-C)
EXPLORED
en Ciudad Quito

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