Quito. 18 may 97. En julio de 1935, el presidente venezolano
Juan Vicente Gómez llevaba ya veintisiete años de poder
ininterrumpido. Sucesivas constituciones, que él mismo habÃa
ordenado dictas, dejaban en sus manos la administración del paÃs
y el mando del ejército. Estaba por cumplir ochenta años y,
aunque tenÃa dos esposas y quince hijos, dormÃa solo en su enorme
palacio de Maracay, asistido por edecanes que no se atrevÃan a
mirarlo a los ojos. Sus tierras eran tantas que no le bastaban
dos meses para cruzarlas a caballo., Las incomodidades de la
próstata y del corazón le impedÃan dormir, pero su instinto de
poder y su orgullo de dictador seguÃan tan intactos como cuando
habÃa entrado por primera vez en la capital al frente de una
tropa de disciplinados andinos.
Le faltaban seis meses para morir. En esos dÃas finales, la
rutina y el orden eran sus obsesiones. Un ministro o un
consejero -la historia no ha retenido el nombre- le hizo notar
que en el paÃs abundan los mendigos. Gómez decidió corregir de
inmediato esa fatalidad y ordenó que se los reuniera a todos en
el puerta de La Guaira. Eran dos mil doscientos muertos de
hambre, la mayorÃa mujeres y ancianos. Gómez los embarcó en una
fragata embanderada y allà les hizo servir un banquete
descomunal, que incluÃa terneros asados y endivias de Bélgica.
En medio de banquetes, la fragata zarpó, con rumbo a ninguna
parte, y se perdió para siempre en las claridades cegadoras del
Mar Caribe.
en 1977, el gobernador dictatorial de la provincia de Tucumán,
en el noroeste de Argentina confiscó una flota de ómnibus y
encerró en ella a más de mil mendigos, abandonándolos a su
desamparo en los desiertos sin horizonte de la provincia de
Catamarca. Dos décadas después, en marzo de 1996, el mismo
déspota -que ahora tiene casi ochenta años y se ha convertido en
gobernador constitucional- resolvió los graves problemas de falta
de trabajo en la provincia contratando dos aviones Hércules, en
los que embarcó a todos los campesinos desocupados y los envió
a la Patagonia, con el pretexto de que allà necesitaban hombres
para cosechar manzanas. Cuando llegaron, los campesinos
descubrieron que la cosecha habÃa terminado, y que no podÃan
regresar a sus casas sino caminando.
La enfermedad del poder absoluto, que tantos estragos ha hecho
en América Latina, es tanto más tenaz cuanto más viejos son los
poderosos. Un olvidado filósofo alemán del siglo XIX, Max
Stimer, explicaba ese sÃndrome con un ejemplo sencillo. "Si un
hombre se cree único, está a un paso de creerse Dios. Y si se
cree Dios, imagina que sólo él tiene derecho al poder". En el
mexicano Porfirio DÃaz, en el chileno Augusto Pinochet, en el
argentino Juan Perón y en el dominicano Rafael Leonidas Trujillo,
la vejez era una forma de invulnerabilidad. HabÃan avanzado en
la vida casi como nadie. Por lo tanto, tenÃan derecho a todo. Si
ya habÃan ejercido el poder durante décadas, ¿qué razón habÃa
para que lo perdieran?
Como la democracia es ahora un valor sin enemigos en América
Latina -con la única y notoria excepción de Cuba-, los
gobernantes ejercitan la imaginación inventando leyes que les
permiten perpetuarse legalmente en el poder. Algunos -como Menem
en Argentina y Fujimori en Perú- recurren a la previsible fórmula
de Juan Vicente Gómez y reforman las constituciones de sus paÃses
para hacerse elegir por segunda vez. Otros, como el venezolano
Rafael Caldera, renuncian al partido que ellos mismos fundaron
-el socialcristiano Copei, en este caso- y se alÃan con sus
antiguos adversarios guerrilleros para reconquistar la
presidencia. La avidez de poder está costándole a Caldera el
prestigio de estadista que habÃa ganado durante su primer
gobierno, en 1968, y ha dejado a Venezuela al borde del abismo.
El paÃs con las mayores reservas petroleras del mundo occidental
es ahora el paÃs del Continente con la inflación más alta (35 por
ciento en los primeros cuatro meses de 1996) y con el aumento más
acelerado de la deuda externa.
Caldera celebró sus ochenta años prometiendo que compensarÃa el
grave empobrecimiento de los empleados públicos pagándoles un
bono salarial dividido en cuatro partes. Pero no pudo cumplir
siquiera con el primer pago, y los disturbios cotidianos están
ensombreciéndole la vida.
Ninguna historia es tan extravagante, sin embargo, como la del
presidente dominicano JoaquÃn Balaguer, discÃpulo del más
megalómano de todos los dictadores del continente: el
generalÃsimo Rafael Leonidas Trujillo. De una manera u otra,
Balaguer se ha ingeniado para mantenerse en el poder desde 1966,
con un solo intervalo entre 1982 y 1986. Ahora tiene 89 años,
está ciego y casi sordo -un ex presidente sudamericano, que lo
conoce bien, me ha confiado que su sordera es oportunista: cuando
están criticándolo, desconecta el audÃfono- y no puede moverse
de un lado a otro sin que lo ayuden. Sufre de todos los males
imaginables, excepto la pérdida de la astucia. En las elecciones
dominicanas del año pasado, prometió apoyar al candidato de su
partido -el Reformista Socialcristiano-, pero sus simpatÃas están
claramente con otro, Leonel Fernández, con quien parece haber
llegado a un acuerdo secreto para seguir controlando el paÃs
desde la sombra.
En las ciudades dominicanas hay frecuentes cortes de energÃa, que
duran más de quince horas, y la sangrÃa de emigrantes hacia los
Estados Unidos es cotidiana, pero la popularidad de Balaguer se
mantiene tan inconmovible como su avidez por perpetuarse.
Un enigma sin resolver es cómo un Continente con mayorÃa
abrumadora de jóvenes prefiere a los viejos para que lo
gobiernen. No mueve a los votantes el primitivo respeto por los
sabios de la tribu sino, tal vez, el miedo a los cambios
brutales, el hartazgo de la violencia después de dictaduras y
guerrillas interminables, y también la falsa idea de que un
hombre de vida larga puede asegurar a sus compatriotas la
estabilidad y la claridad de objetivos de que suelen carecer los
inexpertos.
Los ejemplos de México y de Colombia, en cuyos gobiernos
atormentados por crisis de toda Ãndole abundan los ministros
jóvenes, pesan quizá sobre la imaginación de los nuevos votantes.
Los viejos han retrasado el desarrollo de América Latina, pero
los jóvenes tampoco han encontrado fórmulas para acelerarlo. La
salida no está en las divisiones, fingidas o reales, sino más
bien en la exploración de otros caminos. Crear, imaginar,
inventar, ha sido siempre la mayor riqueza de América Latina.
Y Nietzsche ha explicado mejor que nadie la mejor manera de
aprovechar esa fuerza: "Ni siquiera el león puede crear valores
nuevos. Pero si se libera, el león es capaz de todo". (DIARIO
HOY) (P. 8-A)
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Publicado el 18/Mayo/1997 | 00:00