Quito. 1 ene 2002. América Latina y el Caribe viven una oleada de
crecimiento de la inseguridad. Si en 1980 la tasa promedio fue de 12,8
por 100 mil habitantes, para 1991 subió a 21,4, y la tendencia continúa
creciendo, al extremo de que en 1994 subió a 28,4 (OPS). Esto significa
que la región tiene una tasa de más del doble de la del mundo, pues esta
registró para este año un 10,7.

Es más, entre 1984-1994 la tasa de homicidios subió en más de 44%.
Estos datos se expresan en situaciones como: 140 mil personas mueren al
año en la región por homicidios, 28 millones son sujetas de robo, 54
familias son asaltadas por minuto. Hay una destrucción o transferencia de
recursos de aproximadamente el 14,2 por ciento del PIB (BID). El conjunto
de todos estos datos nos muestran que América Latina se ha convertido en
la región más violenta del mundo...

Pero este fenómeno no es homogéneo en la región. Hay países como El
Salvador, Colombia, Honduras, Brasil, Venezuela, que están por sobre la
media regional, y otros como Chile, Costa Rica, Cuba, Uruguay que se
hallan bastante por debajo. El Ecuador se encuentra entre los países que,
si bien están por debajo de la media, tienen un promedio importante.

A principios de la década del ochenta, Ecuador tuvo una tasa de 6,4
homicidios por 100 mil habitantes; en 1995 la cifra se elevó a 14,8. La
violencia aumentó en estos últimos 15 años, en más del doble, por lo que
anualmente mueren en el país cerca de 2 000 personas asesinadas. Pero
también es interesante señalar que ha tenido en ciertos momentos tasas de
homicidios más altas que su vecino, el Perú. Si en 1980 el Perú tuvo una
tasa de 2,4 homicidios por 100 mil habitantes, el Ecuador tuvo 6,4. En
1990 el Perú subió notablemente a 11,5, mientras el Ecuador lo hace a
10,3; pero en 1995 el Perú baja a 10,3 y el Ecuador sigue subiendo hasta
llegar a 13,4 homicidios por 100 mil. Esto significa que en la década del
ochenta el Perú tuvo un crecimiento significativo de la violencia (casi
cinco veces en diez años) y que en los noventa se redujo lentamente. El
Ecuador, en cambio, ha tenido un crecimiento permanente y sostenido en
estos últimos 20 años, que se expresa en una tasa de 14,8 homicidios por
100 mil habitantes en 1999.

Esta tasa de 14.8, es un promedio nacional, que no esconde los picos
altos y bajos. Así tenemos (según Flacso-BID), por un lado, que las
provincias de Esmeraldas, Sucumbíos, Los Ríos y Carchi (la mayoría
provincias fronterizas con Colombia) tienen tasas que duplican el
promedio nacional y, por otro lado, provincias como Zamora, Morona y Napo
(Amazonía) con tasa inferiores a 3 por 100 mil.

Por otro lado, las provincias que tuvieron los mayores crecimientos
porcentuales de homicidios, durante la década del noventa, son:
Pichincha, con 140% Chimborazo con 136% y Tungurahua con 109%; todas
ellas de la Sierra...

Estos datos muestran que la violencia crece en cantidad. Pero también se
transforma día a día. Las formas con que opera la delincuencia son muy
distintas, al extremo de que se puede hablar de dos modalidades, una
tradicional (más ligada a la cotidianidad y a la pobreza) y otra
absolutamente moderna, que se caracteriza, entre otras cosas, por: un
desarrollo tecnológico significativo, un nivel de transnacionalización
acentuado y de organización con división del trabajo, una diversificación
de las formas de acción violenta y un crecimiento del número de los
actores del conflicto.

Esta transformación produce mayor violencia, abonando un aumento
incontenible de la inseguridad. Comparativamente, se puede afirmar que la
espiral de la violencia es más significativa que la de la inflación. Si
bien la inflación tiene costos sociales elevados, mediante algunas
medidas se puede abatirla en plazos previsibles. Con la violencia no. Una
vez que comienza, los resultados son impredecibles, por las consecuencias
en cadena que tiene. La venganza, el ajuste de cuentas, las riñas, entre
otros, producen efectos exponenciales. Pero también la violencia
intrafamiliar genera una transmisión generacional del delito. Un niño que
sufre maltrato físico o sicológico, o que vive la violencia entre sus
padres, es muy probable que en el futuro actúe violentamente. Esto
significa que la violencia genera más violencia.

A ello hay que añadir la erosión que sufren las instituciones públicas
que se dedican al control de este flagelo: la Policía y el sistema
judicial. En los dos casos, sea por corrupción o por la ilegitimidad que
adquieren, pierden eficiencia en la gestión. No solo está presente la
llamada justicia por la propia mano, como expresión directa, sino que
también se incrementa la impunidad. No hay sanción y tampoco hay denuncia
de las víctimas. Esto significa que la violencia produce un impacto
negativo en la institucionalidad que la enfrenta, en otras palabras, que
las instituciones que deben controlar la violencia son las primeras
víctimas. Se erosiona su legitimidad ante la población y se corroe su
organización interna. Por eso se hace necesario invertir cada vez más
recursos en estas instituciones, retirando de otros sectores a los que
podrían destinarse para generar políticas de prevención. La única manera
de romper esta lógica perversa es que el tema sea asumido por un marco
institucional que trascienda el ámbito policial y legal hacia mecanismos
de cooperación en dos niveles: público-privado-comunitario y nacional-
provincial-local. Este marco institucional representativo debe tener una
estrategia general, en la que se tenga en cuenta las fases de la
violencia, los tipos de violencia y los grupos de riesgo.

* Fernando Carrión es arquitecto, planificador urbano y editorialista de
HOY (Diario Hoy)
EXPLORED
en Autor: Fernando Carrión - [email protected] Ciudad Quito

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