DE FAULKNER AL PRIMO GEORGE. Por Franciso Febres Cordero

Quito. 16.08.92. Hoteles que se suceden, maletas que se arman y
desarman, recorridos frenéticos por los andenes de los
aeropuertos, sirenas que rugen por la noche alertando un
accidente o un crimen, rostros con rictus de angustia que se
cruzan, trasbordos en la penumbra de un subway, pesadillas en la
soledad del lecho, apretones de mano con gentes a las que nunca
se volverá a ver, promesas de postales que nunca se escribirán,
miradas absortas al paisaje en un atardecer irrepetible.

Fue eso el recorrido por los Estados Unidos. Pero fue también
más.

Fue, por ejemplo, la sensación de que la vida terminaría ahí, en
ese preciso instante en que el piloto del avión anunció con una
voz impersonal que la nave tenía un serio desperfecto. Y,
mientras a una altura que casi rozaba los yermos montes de
Albuquerque, hacía un giro para tratar de regresar a la pista,
uno tenía el convencimiento de que su próxima escala la haría en
el infierno.

Pero no. Hizo el destino que todavía pudiera seguir las huellas
de Faulkner en ese encantador pueblito de Oxford, Mississippi,
entrar al dormitorio de la que fue su casa, ver la botella de
Jack Daniell"s a medio consumir sobre el velador y sus viejos,
gastados, empolvados botines al pie de la cama, mientras abajo,
en el escritorio, yace, con aire de cansancio, la vieja
Underwood, cómplice en la creación del intrincado mundo de
Yoknapatawpha.

En medio de un calor insoportable, paseo por Oxford y hablo por
allí y por allá con algunos de sus habitantes, que todavía tienen
tiempo suficiente como para perderlo. Y, como atraído por una
fuerza extraña, regreso a la casa de Faulkner y recorro sus
caballerizas y su parque y entro de nuevo a las habitaciones para
ver las fotos colgadas en las paredes y me imagino al viejo,
solitario, fumador, alcohólico y neurótico, refugiado en esa
quinta a la que él llamó "Rowan Oak", en diálogo permanente con
sus propios fantasmas.

"De niño, William tenía una apriencia afeminada", me cuenta una
viejita encantadora, de pelo blanquísimo y una elegancia clásica
que el viento no se ha atrevido a llevar; ella fue compañera de
aula del escritor durante tercero y cuarto grados de la escuela
primaria. Y me dice también que -por herencia materna- a él le
interesaba más hacer dibujos en la clase que atender las
lecciones de la maestra. Da un salto de años y me habla que en
la edad madura Faulkner era hosco con los adultos, pero siempre
tierno y amable con los niños y, con una picardía de sus 94 años
en los ojos, añade que aquello se debía tal vez a que los niños
no podían hacerle sombra en su popularidad.

Y me dice que él utilizaba todo, todo para sus novelas, en las
que se pueden encontrar historias, personas y situaciones de
Oxford, transformadas literariamente, aunque a veces solo
cambiaba una letra de los nombres auténticos.

Se queja cuando recuerda que, gracias a un nombramiento político,
Faulkner trabajó en el correo: en esa época las cartas no se
recibían en Oxford porque William las perdía con gran facilidad
o, simplemente, las arrumaba en unos sacos verdes, para siempre.

Sin embargo, cuando él notaba que en un sobre venía alguna
revista, lo abría para leer el contenido antes que su
destinatario. "No se se puede decir que Faulkner trabajaba -dice
la viejita-; más propio sería afirmar que solo recibía el
salario".

Después se pone a hablar de las costumbres de la época, una de
las cuales era que la mujer saludara a los hombres y no al revés,
como es ahora. Una ocasión ella pasaba por la acera y -como
siempre- saludó a Faulkner que venía en sentido contrario. Pero
él no le contestó. Indignada, corrió a contárselo a la madre del
escritor quien le tranquilizó diciéndole que ella también, esa
misma mañana, se había cruzado con su hijo en la calle y tampoco
le había respondido el saludo. Yo sé que me adora -dijo la
madre- pero lo que él está haciendo ahora es escribir en su mente
un libro y por eso no reconoce a nadie. Vive para la literatura.

"No sé cómo su esposa lo podía soportar- añade la viejita
cambiando de tema-; bebía todo el tiempo".

Y me sigue contando que los sábados, cuando Oxford era un
hervidero de hacendados y negros que hacían compras, iban a la
peluquería o al médico, Faulkner se arrimaba contra las rejas de
la droguería situada en la plaza y se limitaba a escuchar las
conversaciones, parado horas de horas, como una estatua. "Tenía
una memoria de elefante y una mente fotográfica; el vocabulario
que utilizó en sus libros es el que oía", señala.

Después de decirme todo lo que me ha dicho, en que sospecho una
admiración al escritor pero una puritana recriminación al hombre,
corcovea la viejita para contarme que, aunque Faulkner adoraba a
los caballos, era bastante mal jinete y muchas veces resultó
magullado en las muchas caídas que tuvo.

Mientras el calor del mediodía nos abrasa, cambio de página y
llego a New Orleans para refrescarme con la charla de mi primo
Jorge, cuyo número de teléfono encuentro en la guía bajo el de
George Febres.

Pero, antes, me envuelvo en la locura desprejuiciada de Bourbon
Street (sexo, licor, drogas y baile, un oasis donde todo parece
estar permitido) y en el jazz del Preservation Hall, un cuchitril
de madera atestado de gente, donde cada nota rebota en las fotos
que, colgadas como están en las paredes, dan razón del paso de la
historia.

Mi primo Jorge desde hace muchos años es George Febres y ha hecho
de New Orleans su reducto: ahí tiene su taller de pintor y en los
museos de esa ciudad están muchas de sus obras. Cuando entro a
su casa, una antiguedad de 1840, me doy de bruces con su pintura
de tono surrealista y enorme calidad y noto que la irreverencia
que denota en sus cuadros es la misma que la que él tiene para
evocar nuestros comunes pasajes de la infancia, los seres que
pasaron por ella, la religión y la política.

Caminamos. "Solo dos cosas no he hecho en mi vida, me dice
George (que ha sido desde soldado hasta profesor universitario,
pasando por portero): manejar auto y tomar cerveza". Mira
aterrado mi cara de sorpresa al descubrir un abstemio en la
familia y me dice que no me preocupe, que tragos fuerte sí, pero
cerveza nunca. "Cosas de gringos", pienso, mientras, con toda mi
furia tercermundista, internamente -por asociación de ideas- me
revelo contra los alimentos sin colesterol, la obsesión contra el
cigarrillo y el vegetarianismo.

Y caminando por el barrio francés llegamos donde por un tiempo
vivió Tennesse Williams, un hotel en el que George trabajaba de
portero. Me cuenta que cuando el dramaturgo salía por la mañana,
podía hablar con él; a la noche, cuando regresaba, era imposible
mantener un diálogo: estaba demasiado borracho.

Pasan carretas tiradas por caballos y pasa el tranvía y pasa un
italiano que George me dice que llegó a New Orleans hace cuatro
meses y todavía no se ha bañado; "huélele, me advierte, y notarás
que apesta a parmesano".

Me lleva para que vea -de afuera nomás, primo, porque con esto
del sida uno no sabe lo que puede pasar- al café Leffit, el bar
de homosexuales más antiguo no sé si de la ciudad o del mundo.
Pero New Orleans no solo es pintorequismo y diversión: también es
la más inexplicable arquitectura moderna con el puente de 40
kilómetros, el más largo del mundo, que cruza el lago Causeway.

Y es un consejo que me da George, con toda su sabiduría
acumulada: no tomes fotos primo, eso es perder el tiempo y
terminar esclavo de un visor: compra postales en las que unos
profesionales -mucho más diestros que tú- capturaron ya de manera
perfecta aquellos sitios claves de una ciudad. Además, sin la
máquina al hombro, se te quita el aire de turista.

Y de cojudo, pienso, mientras decido archivar mi Pentax en la
maleta.

Pero, ya habiendo tomado esta decisión definitiva y aprovechando
la hora en que mi carácter se pone recio, hago otras dos
negaciones: ni museos ni zoológicos. Creo que he llegado a la
edad en que ambos me entristecen profundamente. Me acuerdo que
al comenzar la gira, en Washington, sentí algo así como un nudo
en la garganta al ver, en el Museo Smithsoniano, una exposición
de arte africano en que las máscaras, los sillines para la
cabeza, los tambores, las lanzas, habían sido colocados en el
sarcófago de una vitrina, donde lucían, de manera casi impúdica,
su muerte al haber sido desplazadas de su contexto. ¿Y qué cosa
más profundamente deprimente puede haber que un zoológico?

La vida no está ahí, pienso, y prefiero ir a buscarla en las
veredas.



EXPLORED
en Ciudad N/D

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