Quito. 27.07.94. El pasado jueves 21 de julio, en la presentación
del Informe de los "diez sabios" que integraron la Misión
Colombiana de Ciencia Educación y Desarrollo, el premio Nóbel de
Literatura Gabriel García Márquez realizó una intervención que
toca el sentimiento de cualquiera. HOY acerca esas palabras con
un estracto de su discurso.
Los primeros españoles que vinieron al nuevo mundo vivían
aturdidos por el canto de los pájaros, se mareaban con la pureza
de los olores y agotaron en pocos años una especie exquisita de
perros mudos que los indígenas criaban para comer. Muchos de
ellos, y otros que llegarían después, eran criminales rasos en
libertad condicional, que no tenían más razones para quedarse.
Menos razones tendrían muy pronto los nativos para querer que se
quedaran.
Cristóbal Colón, respaldado por una carta de los reyes de España
para el emperador de China, había descubierto aquel paraíso por
un error geográfico que cambió el rumbo de la historia. La
víspera de su llegada, antes de oír el vuelo de las primeras aves
en la oscuridad del océano, había percibido en el viento una
fragancia de flores de la tierra que le parecieron la cosa más
dulce del mundo. En su diario de a bordo escribió que los nativos
los recibieron en la playa como sus madres los parieron, que eran
hermosos y de buena índole, y tan cándidos de natura que
cambiaban cuanto tenían por collares de colores y sonajas de
latón. Pero su corazón perdió los estribos cuando descubrió que
sus narigueras eran de oro, al igual que las pulseras, los
collares, los aretes y las tobilleras; que tenían campanas de oro
para jugar, y que algunos ocultaban sus vergüenzas con una
cápsula de oro. Fue aquel esplendor ornamental, y no sus valores
humanos, lo que condenó a los nativos a ser protagonistas del
nuevo Génesis que empezaba aquel día. Muchos de ellos murieron
sin saber de donde habían venido los invasores. Muchos de éstos
murieron sin saber donde estaban. Cinco siglos después, los
descendientes de ambos no acabamos de saber quiénes somos:
Era un mundo más descubierto de lo que se creyó entonces. Los
Incas, con diez millones de habitantes, tenían un Estado
legendario bien constituido, con ciudades monumentales en las
cumbres andinas para tocar al dios solar. Tenían sistemas
magistrales de cuenta y razón, y archivos y memorias de uso
popular, que sorprendieron a los matemáticos de Europa, y un
culto laborioso de las artes públicas, cuya obra magna fue el
jardín del palacio imperial, con árboles y animales de oro y
plata en tamaño natural. Los Aztecas y los Mayas habían plasmado
su conciencia histórica en pirámides sagradas entre volcanes
acezantes, y tenían emperadores clarividentes, astrónomos
insignes y artesanos sabios que desconocían el uso industrial de
la rueda, pero la utilizaban en los juguetes de los niños.
En la esquina de los dos grandes océanos se extendían cuarenta
mil leguas cuadradas que Colón entrevió apenas en su cuarto
viaje, y que hoy lleva su nombre: Colombia. Lo habitaban desde
hacía unos doce mil años varias comunidades dispersas, de lenguas
diferentes y culturas distintas, y con sus identidades propias
bien definidas. No tenían una noción de Estado, ni unidad
política entre ellas, pero habían descubierto el prodigio
político de vivir como iguales en las diferencias. Tenían
sistemas antiguos de ciencia y educación, y una rica cosmología
vinculada a sus obras de orfebres geniales y alfareros
inspirados. Su madurez creativa se había propuesto incorporar el
arte a la vida cotidiana -que tal vez sea el destino superior de
las artes-, y lo consiguieron con aciertos memorables, tanto en
los utensillos domésticos como en el modo de ser. El oro y las
piedras preciosas no tenían para ellos un valor de cambio sino un
poder cosmológico y artístico, pero los españoles los vieron con
los ojos de occidente: oro y piedras preciosas para dejar sin
oficio a los alquimistas y empedrar los caminos del cielo con
doblones de a cuatro. Esa fue la razón y la fuerza de la
conquista y la Colonia, y el origen real de lo que somos.
Tuvo que transcurrir un siglo para que los españoles conformaran
el estado colonial, con un solo nombre, una sola lengua y un solo
dios. Sus límites y su división política de doce provincias eran
semejantes a los de hoy. Esto dio por primera vez la noción de un
país centralista y burocratizado, y creó la ilusión de una unidad
nacional en el sopor de la Colonia. Ilusión pura, en una sociedad
que era un modelo oscurantista de discriminación racial y
violencia larvada, bajo el manto del Santo Oficio. Los tres o
cuatro millones de indios que encontraron los españoles estaban
reducidos a más de un millón por la crueldad de los
conquistadores y la enfermedades desconocidas que trajeron
consigo. Pero el mestizaje era ya una fuerza demográfica
incontenible. Los miles de esclavos africanos, traídos por la
fuerza para los trabajos bárbaros de minas y haciendas, habían
aportado una tercera dignidad al caldo criollo, con nuevos
rituales de imaginación y nostalgia, y otros dioses remotos. Pero
las leyes de indias habían impuesto patrones milimétricos de
segregación según el grado de sangre blanca dentro de cada raza:
mestizos de distinciones varias, negros esclavos, negros
libertos, mulatos de distintas escalas. Llegaron a distinguirse
hasta dieciocho grados de mestizos, y los mismos blancos
españoles segregaron a su propios hijos como blancos criollos.
Los mestizos estaban descalificados para ciertos cargos de mando
y gobierno y otros oficios públicos, o para ingresar en colegios
y seminarios. Los negros carecían de todo, inclusive de un alma;
no tenían derecho a entrar ni en el cielo ni en el infierno, y su
sangre se consideraba impura hasta que fuera decantada por cuatro
generaciones de blancos. Semejantes leyes no pudieron aplicarse
con demasiado rigor por la dificultad de distinguir las
intrincadas fronteras de las razas, y por la misma dinámica
social del mestizaje, pero de todos modos aumentaron las
tensiones y la violencia raciales. Y hasta hace pocos años no se
aceptaban todavía en los colegios de Colombia a los hijos de
uniones libres. Los negros, iguales en la ley, padecen todavía de
muchas discriminaciones, además de las propias de la pobreza.
La generación de la independencia perdió la primera oportunidad
de liquidar esa herencia abominable. Aquella pléyade de jóvenes
románticos inspirados en las luces de la Revolución Francesa,
instauró una república moderna de buenas intenciones, pero no
logró eliminar los residuos de la Colonia. Ellos mismos no
estuvieron a salvo de sus hados maléficos. Simón Bolívar, a los
35 años, había dado la orden de ejecutar ochocientos prisioneros
españoles, inclusive a los enfermos en un hospital. Francisco de
Paula Santander, a los 28, hizo fusilar a 38 prisioneros de la
batalla de Boyacá, inclusive a su comandante. Algunos de los
buenos propósitos de la república propiciaron de soslayo nuevas
tensiones sociales de pobres y ricos, obreros y artesanos y otros
grupos marginales. La ferocidad de las guerras civiles del siglo
XIX no fue ajena a esas desigualdades, como no lo fueron las
numerosas conmociones políticas que han dejado un rastro de
sangre a lo largo de nuestra historia.
Dos dones naturales nos han ayudado a sortear ese signo funesto,
a suplir los vacíos de nuestra condición cultural y social, y a
buscar a tientas nuestra identidad. Uno es el don de la
creatividad, expresión superior de la inteligencia humana. El
otro es una arrasadora determinación de ascenso personal. Ambos
ayudados por una astucia casi sobrenatural, y tan útil para el
bien como para el mal, fueron un recurso providencial de los
indígenas contra los españoles desde el día mismo del desembarco.
Para quitárselo de encima mandaron a Colón de isla en isla,
siempre a la isla siguiente en busca de un rey vestido de oro que
no había existido nunca. A los conquistadores alucinados por las
novelas de caballería los engatusaron con descripciones de
ciudades fantásticas construidas en oro puro, allí mismo al otro
lado de la loma. A todos los descaminaron con la fábula de El
Dorado mítico que una vez al año se sumergía en su laguna sagrada
con el cuerpo empolvado en oro. Tres obras maestras de una
epopeya nacional, utilizadas por los indígenas como un
instrumento para sobrevivir. Tal vez de esos talentos
precolombinos nos viene también una plasticidad extraordinaria
para asimilarnos con rapidez a cualquier medio y aprender sin
dolor los oficios más disímiles: fakires en la India, camelleros
en el Sahara o maestros de inglés en Nueva York.
Del lado hispánico, en cambio, tal vez nos venga el ser
emigrantes congénitos con un espíritu de aventura que no elude
los riesgos. Todo lo contrario: los buscamos. De unos cinco
millones de colombianos que viven en el exterior, la inmensa
mayoría se fue a buscar fortuna sin más recursos que la
temeridad, y hoy están en todas partes, por las buenas o por las
malas razones, haciendo lo mejor o lo peor, pero nunca
inadvertidos. La cualidad con que se les distingue en el folclor
del mundo entero es que ningún colombiano se deja morir de
hambre. sin embargo, la virtud que más se les nota es que nunca
fueron tan colombianos como al sentirse lejos de Colombia.
Así es. Han asimilado las costumbres y las lenguas de otros como
las propias, pero nunca han podido sacudirse del corazón las
cenizas de la nostalgia. En el país menos pensado pueden
encontrarse a la vuelta de una esquina la reproducción en vicio
de un rincón cualquiera de Colombia.
La paradoja des que estos conquistadores nostálgico, como sus
antepasados, nacieron en un país de puertas cerradas. Los
libertadores trataron de abrirlas a los nuevos vientos de
Inglaterra y Francia, a las doctrinas jurídicas y éticas de
Bentham, a la educación de Lancaster, al aprendizaje
Así es. Han asimilado las costumbres y las lenguas de otros como
las propias, pero nunca han podido sacudirse del corazón las
cenizas de la nostalgia. En el país menos pensado pueden
encontrarse a la vuelta de una esquina la reproducción en vicio
de un rincón cualquiera de Colombia.
La paradoja des que estos conquistadores nostálgico, como sus
antepasados, nacieron en un país de puertas cerradas. Los
libertadores trataron de abrirlas a los nuevos vientos de
Inglaterra y Francia, a las doctrinas jurídicas y éticas de
Bentham, a la educación de Lancaster, al aprendizaje de las
lenguas, a la popularización de las ciencias y las artes, para
borrar los vicios de una España más papista que el papa y todavía
escalada por el acoso financiero de los judíos y por 800 años de
ocupación islámica. Los radicales del siglo XIX, y más tarde la
Generación del Centenario, volvieron a proponérselo con políticas
de inmigración masivas para enriquecer la cultura del mestizaje,
pero unas y otras se frustraron por un temor casi teológico de
los demonios exteriores. Aun hoy estamos lejos de imaginar cuánto
dependemos del vasto mundo que ignoramos.
Somos conscientes de nuestros males, pero nos hemos desgastado
luchando contra los síntomas mientras las causas se eternizan.
Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la
historia, hecha más para esconder que para clarificar, en la cual
se perpetúan vicios originales, se ganan batallas que nunca se
dieron y se sacralizan glorias que nunca merecimos. Pues nos
complacemos en el ensueño de que la historia no se parezca a la
Colonia en que vivimos, sino que Colombia termine por parecerse a
su historia escrita.
Por lo mismo, nuestra educación conformista y represiva parece
concebida para que los niños se adapten por la fuerza a un país
que no fue pensado para ellos, en lugar de poner el país al
alcance de ellos para que lo transformen y engrandezcan.
Semejante despropósito restringe la creatividad y la intuición
congénitas, y contraría la imaginación, la clarividencia precoz y
la sabiduría del corazón, hasta que los niños olviden lo que sin
duda saben de nacimiento: que la realidad no termina donde dicen
los textos, que su concepción del mundo es más acorde con la
naturaleza que la de los adultos, y que la vida sería más larga y
feliz si cada quien pudiera trabajar en lo que le gusta, y sólo
en eso.
Esta encrucijada de destinos ha forjado una patria densa e
indescifrable donde lo inverosímil es la única medida de la
realidad. Nuestra insignia es la desmesura. En todo: en lo bueno
y en lo malo, en el amor y en el odio, en el júbilo de un triunfo
y en la amargura de una derrota. Destruimos a los ídolos con la
misma pasión con que los creamos. Somos intuitivos, autodidactas
espontáneos y rápidos, y trabajadores encarnizados, pero nos
enloquece la sola idea del dinero fácil. Tenemos en el mismo
corazón las misma cantidad de rencor político y de olvido
histórico. Un éxito resonante o una derrota deportiva pueden
costarnos tantos muertos como un desastre aéreo. Por la misma
causa somos una sociedad sentimental en la que prima el gesto
sobre la reflexión, el ímpetu sobre la razón, el calor humano
sobre la desconfianza. Tenemos un amor casi irracional por la
vida, pero nos matamos unos a otros por las ansias de vivir. Al
autor de los crímenes más terribles lo pierde una debilidad
sentimental. De otro modo: al colombiano sin corazón lo pierde el
corazón.
Pues somos dos países a la vez: uno en el papel y otro en la
realidad. Aunque somos precursores de las ciencias en América,
seguimos viendo a los científicos en su estado medieval de brujos
herméticos, cuando ya quedan muy pocas cosas en la vida diaria
que no sean un milagro de la ciencia. En cada uno de nosotros
cohabitan, de la manera más arbitraria, la justicia y la
impunidad: somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien
despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlas las
leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo. Amamos a los
perros, tapizamos de rosas el mudo, morimos de amor por la
patria, pero ignoramos la desaparición de sus especies animales
cada hora del día y de la noche por la devastación criminal de
los bosques tropicales, y nosotros mismos hemos destruido sin
remedio uno de los grandes ríos del planeta. Nos indigna la mala
imagen del país en el exterior, pero no nos atrevemos a admitir
que muchas veces la realidad es peor. Somos capaces de los actos
más nobles y de los más abyectos, de poemas sublimes y asesinatos
dementes, de funerales jubilosos y parrandas mortales. No porque
unos sacamos buenos y otros malos, sino porque todos participamos
de ambos extremos llegado el caso - y Dios nos libre- todos somos
capaces de todo.
Tal vez una reflexión más profunda nos permitiría establecer
hasta que punto este modo de ser nos viene de que seguimos siendo
es excluyente, formalista y ensimismada de la Colonia. Talvez una
más serena nos permitiría descubrir que nuestra violencia
histórica"rica es la dinámica sobrante de nuestra guerra eterna
contra la adversidad. Tal vez estemos pervertidos por un sistema
que nos incita a vivir como ricos mientras el cuarenta por ciento
de la población malvive en la miseria, y nos ha fomentado una
noción instantánea y resbaladiza de la felicidad: queremos
siempre un poco más de lo que ya tenemos, más y más de lo que
parecía imposible , mucho más de lo que cabe dentro de la ley, y
lo conseguimos como sea: aunque contra la ley.
La Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo no ha pretendido una
respuesta, pero ha querido diseñar una carta de navegación que
tal vez ayude a encontrarla. Creemos que las condiciones están
dadas como nunca para el cambio social, y que la educación será
un órgano maestro. Una educación desde la cuna hasta la tumba,
inconforme y reflexiva. que nos inspire un nuevo modo de pensar u
nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se
quiere más a sí misma. que aprovecha al máximo nuestra
creatividad inagotable y conciba una ética -y talvez una
estética- para nuestro afán desaforado y legítimo de superación
personal. Que integre las ciencias y las artes a la canasta
familiar, de acuerdo con los designios de un gran poeta de
nuestro tiempo que pidió no seguir amándolas por separado como a
dos hermanas enemigas. Que canalice hacia la vida inmensa energía
creadora que durante siglos hemos despilfarrado en la depredación
y la violencia, y nos abra al fin la segunda oportunidad sobre la
tierra que no tuvo la estirpe desgraciada del coronel Aureliano
Buendía. Por el país próspero y justo que soñamos: al alcance de
los niños. (6B)
en
Explored
Ciudad N/D
Publicado el 27/Julio/1994 | 00:00