Quito. 24.07.94. (Editorial) El debate sobre la reforma de la
Constitución Política no ha incorporado el análisis de sus
relaciones con los problemas de gobernabilidad que sufre la
democracia ecuatoriana, perspectiva indispensable en razón de que
las instituciones políticas se legitiman, solo cuando aseguran el
progreso económico de un país y el mejoramiento de las
condiciones de vida de la comunidad.

Los quince años de vida democrática han arrojado resultados
económicos y sociales negativos. La tasa anual de crecimiento de
la economía ha sido apenas cinco décimas superior a la del
incremento de la población. La inflación por varios años ha
superado el 60% anual, con la consiguiente caída del salario real
de los trabajadores y empleados, en términos tan dramáticos que
Ecuador es uno de los países latinoamericanos con más
inequitativa distribución de la riqueza.

Para atender estos y otros desequilibrios mi Gobierno realizó un
ajuste económico. Al concluir en agosto de 1984 la inflación
había bajado al 20%, el precio del dólar estaba estabilizado, los
déficit del sector público y del sector externo habían
desaparecido, se reiniciaba el crecimiento y la deuda externa se
encontraba renegociada con sus intereses al día.

¿Qué pasó en Ecuador para que diez años después nos encontremos
en un punto parecido al del comienzo de la crisis económica? ¿Por
qué el pueblo ecuatoriano hoy tiene que someterse a un tercer
programa de ajuste, cuando era hora de que camine por los
senderos del progreso?

El atraso y la pobreza del país se suelen imputar a los
dispendios anteriores a la crisis, al problema de la deuda, a las
catástrofes naturales, a la depresión de los precios del petróleo
y a errores de la política económica. Estos hechos son
insuficientes para explicar la recurrencia de la crisis
económica, si no se añade un problema político que ha afectado a
los cuatro gobiernos que se sucedieron desde el fatídico año
1981.

Investigaciones realizadas por la contemporánea ciencia política
demuestran que la estabilidad política ha sido determinante, en
el crecimiento económico europeo de post-guerra y en el de los
países del sudeste asiático, así como en sus bajos índices de
inflación. En América Latina los estados que han superado la
crisis y hoy desarrollan sus economía y reducen las inequidades
sociales, son los que han llenado el requisito de una vida
pública estable, como son los casos de Colombia, Chile, Costa
Rica y México.

La estabilidad política es importante porque permite perseverar
en un programa de largo plazo, que parece ser la receta del éxito
económico y social. En Ecuador este indispensable requisito no ha
podido llenarse en razón del carácter inestable de la vida
pública. No solo que la política económica ha carecido de
continuidad entre uno y otro Gobierno, ni siquiera ha podido
mantenerse durante una misma administración, como sucedió con las
dos últimas. De persistir el programa de ajuste que el presidente
Sixto Durán ejecuta, luego de diez años perdidos podría romperse
el pernicioso círculo vicioso: crisis-ajuste-crisis-ajuste.

Una de las causas de esta inestabilidad radica en el carácter
conflictivo del debate público y en el intransigente modo de ser
de los políticos ecuatorianos, así como de los sindicatos y
empresarios, proclives a la polémica y a la controversia y
reacios al diálogo y a la conciliación. Son un hecho cotidiano
los enfrentamientos entre Gobierno y oposición, entre las
funciones ejecutiva y legislativa, entre sindicatos y empresarios
y entre éstos y las autoridades. El canibalismo ha llegado a tal
punto que no se asocia el fracaso del Gobierno al fracaso del
país. En una sociedad con estas características se vuelven
imposibles los consensos, elemento necesario para que la política
económica llene el requisito de la continuidad.

Existen partidos populistas con enorme influencia en todos los
órganos del poder público. Algunos movimientos que
ideológicamente no lo son tienden a seguir sus pautas en el
Congreso Nacional e incluso en el ejercicio del Gobierno. Un buen
ejemplo de los costosos efectos económicos y sociales del
populismo fue el Gobierno socialcristiano; al concluir su mandato
en 1988 dejó la economía sumida en el caos.

Existe un marcado deterioro del nivel de competencia de la clase
política, de la tecnoburocracia y, en general, de las élites. Sus
efectos han sido devastadoras en todos los órdenes, pero
especialmente en los campos de la gestión pública y de la
administración del Estado.

Estos tres problemas no se resolverán con la expedición de una
nueva constitución o con la reforma de la que está vigente. Los
dos primeros porque hábitos y costumbres enraizados en el modo de
ser nacional solo cambiarán con el paso de los años. El último
porque la calidad de la clase dirigente mejorará cuando se
reconstruya académicamente la universidad ecuatoriana.

Sin embargo algo puede hacerse en el orden jurídico para
enfrentar los problemas de gobernabilidad del país y alentar su
desarrollo económico y social. Pero la respuesta no es expedir la
constitución número diecinueve. Si bien la Carta Política vigente
tiene defectos no ha sido un obstáculo insalvable para el
ejercicio del Gobierno. Algún mérito debe tener para haber
sobrevivido a una crisis económica que en ocasiones anteriores
liquidó el sistema democrático.

La Constitución de 1978, en su versión actual, es el resultado de
un amplio consenso nacional. Recibió el apoyo de todos los
partidos políticos de la época, excepto uno, y fue aprobada en un
referéndum popular. En los quince años transcurridos ha sufrido
varias reformas, dos de ellas profundas en 1983 y 1992, que han
introducido nuevas instituciones y modificado por lo menos las
dos terceras partes de su articulado. En este proceso han
intervenido y aportado todos los partidos y los principales
líderes políticos.

Teniendo el país un instrumento jurídico de esta naturaleza no
parece conveniente sustituirlo por una nueva constitución de
hipotética y aleatorias virtudes. El sentido común aconseja
trabajar en su perfeccionamiento, tarea a la que deseo contribuir
con sugerencias orientadas a enfrentar los problemas de
gobernabilidad que impiden que el sistema democrático trabaje
eficazmente.

Con la supresión de las elecciones de diputados de mitad de
período y el traslado de las que se realizan en la primera
vuelta, a la segunda, se favorecerá la conformación de mayorías
legislativas favorables al presidente elegido por el pueblo, lo
que también podría conseguirse a través del sistema electoral
distrital uninominal o binominal.

Si se reserva al grupo parlamentario, integrado por el 10% de los
diputados, la atribución de presentar proyectos de ley y de
iniciar juicios políticos, si solo el presidente de la República
tiene la iniciativa para la presentación de proyectos de ley que
creen gasto público y si las interpelaciones de ministros se
limitan al período ordinario de sesiones del Congreso, se
reducirán las pugnas de poderes y no se perturbará la
administración de las finanzas públicas.

La calidad del Congreso mejorará y sus conflictos internos se
atenuarán si se permite la reelección inmediata de diputados, se
integran las Comisiones Legislativas con los diputados nacionales
o en proporción a los resultados electorales y las autoridades
parlamentarias permanecen por períodos de dos años.

El régimen de partidos se flexibilizará y su control será más
eficaz si tres de los siete miembros del TSE son personas no
afiliadas políticamente, igual que su presidente, y si los
candidatos a las dignidades de los gobiernos seccionales pueden
ser ciudadanos independientes que simplemente reciban un
patrocinio partidista.

Caben otras reformas. Lo importante es que no pierdan de vista la
apremiante necesidad de mejorar la calidad de la gestión pública.
(5A)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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