Quito. 22.08.93. A fines de los sesenta, Quito era una ciudad
mucha mas pequeña, pero, proporcionalmente, era más fácil
comprar buena literatura. Los aficionados a los libros podían
ir a Una Pequeña Librería, a la Cima, la Científica, la
Española, o al local del señor Santamaría, y encontrar una
gran variedad de obras tanto nacionales como extranjeras.

Las revistas Pucuna y La Bufanda del Sol publicaban las
creaciones de algunos intelectuales de izquierda, que nacían
entre la ira y la esperanza, que nacían entre la ira y la
esperanza, organizando tertulias en el Café 77, y la revista
Agora los escritos de una generación formada a la sombra de
los jesuitas y bajo la enorme influencia de Hernán Rodríguez
Castelo.

Los colegios hacían grandes esfuerzos para competir en los
concursos del libro leído. En muchos medios juveniles, aunque
fueren por pose, era bueno decir que se había leído a Hesse,
Cocteau o Miguel Angel Zambrano.

Después, las cosas fueron cambiando. El petróleo permitió que
se multiplicaran las oficinas burocráticas que promovían la
cultura y que desaparecieran los cafetines literarios. Se creó
una subsecretaría de Cultura, aparecieron departamentos
culturales en el Banco Central y otras entidades públicas. Se
terminó de construir un enorme edificio para la Casa de la
Cultura que consume más fondos en su mantenimiento que en
editar libros. En casi todos estos organismos, terminaron
existiendo más porteros y secretarias que actores o
cuentistas, más documentos técnicos que libros de poemas. Es
seguro que Antonin Artaud o Paul Verlaine no habrían escrito
las mismas obras si debían justificarlas en proyectos con
factibilidades y presupuestos.

Por otra parte, en las librerías, los folletos de relaciones
públicas, Marketing y computación fueron devorando los
estantes destinados a la novela, la poesía y el teatro. A
muchos les pareció más importante, aprender técnicas para
trotar todas las mañanas intentando escapar de la muerte, que
leer los versos de Vallejo. Algunas librerías desaparecieron,
otras e hicieron tiendas de textos y ahora la mayoría de los
colegios cree que leer a Proust es tiempo perdido, que es
preferible pasar una temporada en el infierno que leer a
Rimbaud y que es más fácil subir una montaña mágica que leer a
Thomas Mann. Eso si alguna vez oyen estos nombres.

Los espacios que se dedicaban a la lectura se han llenado con
la televisión y los juegos audiovisuales. Los jóvenes aprecian
cada vez menos la cultura escrita. La mayor parte de nuestras
editoriales no logran dar una respuesta creativa que atraiga a
las nuevas generaciones. En unos casos, siguen publicando una
literatura contestataria, repetitiva, con un discurso agotado
y, en otros, editando textos demasiados viejos, aburridos,
dirigidos a minúsculos grupos de personas que los coleccionan.
Buena parte de las publicaciones que se hacen, especialmente
en el área estatal, tienen la mirada demasiado fija en el
pasado y escrutan poco el porvenir. Hay demasiado espacio para
el acartonado academicismo provinciano y muy poco para la
imaginación, la libertad y la locura.

El apoyo a la cultura por parte de las autoridades de todos
los poderes ha sido casi nulo. Buena parte de los legisladores
y de los altos funcionarios han sido hijos de un sistema
universitario deficiente. No entienden la cultura. No la
valoran, creen que los libros son para adornar paredes. No
saben escribir, ni se dan el trabajo de leer.

Los libros son cada día más caros. Son inaccesibles. No sería
raro que pronto los graven con nuevos impuestos. No hay una
política estatal que promueva la publicación y lectura de
libros. La poca demanda sube los costos de operación de las
librerías. Es casi imposible publicar. Los espacios están
copados y las nuevas generaciones de creadores no tienen como
expresarse. Ni el estado ni la empresa privada estimulan la
producción cultural.

Hay unas cuantas iniciativas privadas que se mantienen y
merecen todo apoyo: La Corporación Editora Nacional, El
Conejo, Libri Mundi, el Patio de las Comedias y otras pocas
instituciones de esa clase. El Municipio de Quito nos ha dado
una esperanza con "Agosto, mes de las Artes". Excelentes
iniciativas como la Libroteca, los intercambios de libros
usados de Café Libro y otras que se generan entorno de esas
dos instituciones son voces clamando en el desierto.

En este campo, como en ninguno, hay que desburocratizar,
estimular toda idea que promueva la publicación de libros,
incrementar los hábitos de lectura, los talleres, los grupos
de teatro, los lugares de discusión y encuentro. Ojalá las
autoridades entiendan que lo mejor es apoyar a los grupos más
diversos, ayudar para que existan muchos espacios libres para
la creación. Los buenos libros siempre se escribieron lejos de
las oficinas estatales, en medio del humo de los cafetines, en
sitios en los que el tiempo no es oro, sino angustia, sueño,
juego con la muerte, lugar para la utopía. Tal vez por eso los
poetas son tan incumplidos.

Los mejores vivos están muertos

Cuando se preguntó a los encuestados cuál era el mejor autor
ecuatoriano vivo, los dos únicos mencionados fueron autores ya
fallecidos: Jorge Icaza y Alfredo Pareja, que además sacaron
una mención mínima, por debajo del margen de error de la
encuesta. El hecho de mencionar estos nombres en esta pregunta
demuestra lo poco que se conoce acerca de nuestra literatura
en general.

Algo mucho más curioso ocurrió cuando preguntamos acerca de la
novela latinoamericana más famosa: "Cien Años de Soledad" fue
mencionada por un 11% de quiteños y 6% de guayaquileños. No
hay duda de que esta ha sido no solo la novela más leída, sino
la más publicitada en los últimos años.

Los otros nombres que aparecen en la encuesta solo denuncian
la pobreza de nuestra educación formal. evidentemente son
títulos memorizados en las aulas, pero que de ninguna manera
podrían ser mencionados como una novela latinoamericana más
famosa: Cumandá, Huasipungo, María y La Ilíada. Si los que
mencionaron La Ilíada la leen alguna vez, se darán cuenta
fácilmente de que no es una novela latinoamericana. (5A)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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