Quito. 6 jul 97. El último jueves de abril de 1997, Santa
MarÃa Centeno terminó de planchar a las cuatro y media de la
tarde en la casa del barrio del Congreso, Buenos Aires, adonde
trabajaba ocho horas por semana.
Tuvo, una vez más, la sensación de que el tiempo no se movÃa.
Pasaban tantas cosas a la vez... que ya no cabÃan en el
tiempo.
Las cosas iban y venÃan, dejando su estela de sobresalto, y
luego la gente las olvidaba, como si nunca hubieran sucedido.
Desde que Santa tenÃa memoria todo habÃa permanecido igual,
flotando en una misma corriente de desgracias.
Esa tarde recibió su paga de cuarenta pesos. Decidió que era
el momento de cruzar al supermercado y compensar a su familia
por las privaciones de todo el mes.
Su marido, Juan Pedro, no habÃa comido nada el martes ni el
miércoles. Ella tampoco quiso comer el domingo, para que sus
dos hijos aprovecharan las reservas de pan y caldo. El menor
estaba por cumplir nueve meses y hacÃa tres no tomaba pecho,
porque a Santa se le habÃan secado las fuentes de leche.
Y sin embargo no podÃa quejarse: en la radio decÃan que los
desocupados sumaban en la Argentina más de cuatro millones, y
que casi un millón y medio vivÃa en situación crÃtica, por
debajo de los umbrales de pobreza, en condiciones insalubres y
sin posibilidad de educar a sus hijos. Santa respiró aliviada.
Su familia no figuraba en esa lista.
El marido y ella eran sanos, y los chicos todavÃa no estaban
en edad de ir a la escuela.
América Latina entera está hoy azotada por la tragedia del
desempleo, aunque la Argentina es el paÃs en donde más se ha
ensañado. Las economÃas mejoran en forma moderada mientras el
trabajo decae a un ritmo tres veces más veloz.
Para conjurar la situación, el nivel de crecimiento deberÃa
ser de un 4,5 por ciento anual, pero el promedio durante la
última década en el subcontinente ha sido de solo tres por
ciento. En las oficinas del Banco Interamericano de Desarrollo
y en las del Fondo Monetario Internacional, en Washington DC,
esas estadÃsticas suenan aún más desoladoras que en la
realidad.
La razón es simple: ni los economistas más sagaces ven la luz
al otro lado del túnel. Aconsejan tener paciencia y esperar.
Pero el hambre, que es el otro nombre de la desesperación, no
espera. Desde las reformas de 1989 y 1990, que contuvieron la
inflación enloquecida de Argentina, Brasil y México, el número
de pobres ha aumentado en 60 millones.
Ahora, son casi la mitad de una población de 460 millones. Los
magnates latinoamericanos se han multiplicado al mismo ritmo:
eran solo seis las personas que en 1987 tenÃan una fortuna
calculada en miles de millones de dólares; ahora son 42 ó 44.
Tanto en Brasil como en México o la Argentina, todos esos
cresos exhiben el mismo perfil: compran obras de arte por
catálogo y las almacenan sin mirarlas en sus "penthouses" de
Park Avenue o frente a Central Park, en Manhattan; hacen
fuertes donaciones de dinero en los Estados Unidos, pero no en
sus paÃses porque en estos conocen los laberintos para evadir
impuestos y detestan ser fotografiados sin permiso.
No exhiben sus casas suntuosas, ni sus automóviles hechos por
encargo ni sus yates de cuarenta metros. Y todos sin excepción
tienen relaciones muy estrechas con el poder polÃtico de
turno. El derivado más grave de las reformas económicas es la
desocupación rampante, de la que América Latina no logrará
salir en este fin de milenio.
Tampoco hay soluciones seguras al alcance de la mano; solo hay
protestas urbanas cada vez mas incontenibles, desde México y
Caracas hasta la Patagonia, que podrÃan transfigurarse en una
única protesta incendiaria.
Hasta economÃas en apariencia saludables como las de Chile, en
donde el desempleo se redujo de manera drástica en apenas 15
años de casi 20 por ciento en 1981 a cinco por ciento en 1996,
se han revelado impotentes para construir una sociedad menos
desigual.
La calidad de vida de las clases bajas es ahora en Chile peor
de lo que era en 1970, cuando gobernaba el primero de los
Frei. Diecisiete por ciento de las familias vivÃan entonces en
la pobreza, con un ingreso inferior al equivalente actual de
500 dólares anuales. La proporción es hoy de 24 por ciento.
Lo que Santa todavÃa no sabe y lo que desbarrancarÃa su frágil
optimismo es que el destino de un quinto de los chicos que
nacen en América Latina es ayudar a los padres a que
sobrevivan.
En Brasil, poco más del 20 por ciento de los que tienen entre
10 y 14 años anda por las calles, a la pesca de un trabajo
fortuito. En Venezuela, el Ãndice es similar, según las
estimaciones del Banco Mundial.
Estudiar es una utopÃa. Niño que no trabaja no come. La
mayorÃa de los gobernantes que pregonaban, triunfales, el
éxito del nuevo modelo económico hace apenas dos o tres años,
ahora no saben cómo poner fin a las protestas. Ni la clase
polÃtica ni menos aún los empresarios parecen preparados para
afrontar el terremoto que se viene.
PROMETIAN UN PARAISO
En 1990 s prometió a los empresarios un paraÃso de ganancias
interminables. Tuvieron el paraÃso, pero no saben qué hacer
con él.
La oscura verdad es que algunas industrias como la metalúrgica
y la electrónica consiguen más beneficios con menos personal,
y esa es una de las paradojas de este fin de siglo que nadie
sabe cómo resolver.
Una educación publica eficaz fue, sobre todo, en los paÃses
del Cono Sur, el recurso que mantuvo a los pobres con la
cabeza fuera del agua durante la crisis de 1930. "Si nosotros
no salimos adelante, al menos saldrán nuestros hijos', era la
frase consoladora de aquellos años. Y no era una frase vana.
Las dictaduras militares de los años 60 y 70 hicieron pedazos
esas ilusiones.
El presupuesto de la educación se gastó entonces en armas que
ahora están obsoletas. Durante la última década, el
presupuesto de la educación cayó en América Latina a un 4,4
por ciento del producto interno.
La UNESCO aconseja elevarlo a por lo menos 6,5. Ese esfuerzo
no reparara, sin embargo, los atroces daños del pasado. Hay
por lo menos una generación entera que se ha preparado mal
para competir en un mundo salvaje donde escasea el trabajo.
Antes, ser maestro de escuela era en la Argentina, en Uruguay
o en Colombia una razón de orgullo: la señal de que alguien
habÃa llegado a algo. Ahora, en cambio, es una garantÃa de
pobreza. En 1981, Santa MarÃa Centeno se recibió de maestra en
Catamarca, al noroeste de la Argentina. TenÃa entonces 22
años.
Trabajó un par de meses como sustituta en una escuela de La
Merced, cuarenta kilómetros al sur de aquella ciudad, y perdió
los dos años siguientes buscando empleo. En 1989 se casó con
un telegrafista ferroviario al que poco después declararon
cesante, durante la ola de privatizaciones.
En 1992, cuando esperaban su primer hijo, emigraron a Buenos
Aires.
El marido trabajó esporádicamente como albañil y Santa hizo, a
destajo, ocasionales trabajos domésticos. Sus vidas son un
modelo patético de lo que le ha sucedido a las clases medias
latinoamericanas durante los últimos veinte años: hostigadas y
destruidas por las dictaduras militares, la hiperinflación las
arrastró a la pobreza y el desempleo a la desesperanza.
A finales de mayo, Santa MarÃa Centeno fue despedida por su
patrona porque el marido de esta, a la vez, se habÃa quedado
sin empleo.
EN SU PROPIO LENGUAJE
Nada resume con más claridad la tragedia de millones de
latinoamericanos que el final de su historia, contado con su
propio lenguaje: "Una supone que las cosas empeoran hasta un
lÃmite, pero no hay lÃmite para lo peor. A mà me quitaron el
trabajo de planchado porque ya no me podÃan pagar los gastos
de transporte. Esta semana tuve un imán para las desgracias.
El lunes 2 y el martes 3, mi marido viajó a buscar trabajo en
una bicicleta prestada. Se levantaba a las tres de la mañana
para hacer la cola puntualmente a las seis.
Nosotros vivimos en un barrio de chapas que hay en Longchamps,
como le dije. Juan Pedro iba hasta unas construcciones que
están haciendo en Avellaneda, donde a veces le ofrecen ser
ayudante de albañil por uno, dos o tres dÃas. Son veinte
kilómetros de ida y veinte de vuelta, por una avenida de
adoquines. El martes por la tarde, cuando él estaba regresando
a casa, la bicicleta se le rompió.
"El miércoles tuvo el dilema de viajar en tren. ¿Con qué plata
viajar, si no tenÃamos ni para comer y el pasaje cuesta lo que
yo ganaba en una semana de trabajo? "Viaja colado", le dije,
"sin boleto. Van tan hastiados los trenes que nadie se va a
dar cuenta". Para que me habrá hecho caso. En la estación de
Gerli lo agarró un inspector. Le querÃa cobrar multa, y como
plata no tenÃa, le pidió el reloj en prenda, quién sabe si se
lo van a devolver. Con el amanecer del jueves se vino el
drama. No sabÃamos la hora. Juan Pedro se despertó a eso de
las dos y dijo: "Ya es tarde, Santa MarÃa. Tengo que salir".
Yo vi que las estrellas estaban altas todavÃa en el cielo y lo
retuve: "No es la hora", le dije. "Apenas son las tres".
"Juan Pedro se vistió, fue hasta la parada del autobús,
encontró a un hombre y le pregunto la hora. Al rato regreso y
se acostó de nuevo: "Son apenas las dos de la mañana", me
dijo. Pero ya no pudimos dormir. A las tres volvió a
levantarse y caminó hasta la parada. Asà anduvimos a lo largo
de la noche, y también el viernes, en el frÃo. Lo peor no es
eso. Lo peor es que cuando consigue trabajo no le pagan.
Todo desaparece. Cerramos los ojos y cuando los abrimos las
cosas ya no están ahÃ. Qué mundo se nos viene ahora, le digo
yo a Juan Pedro. El tiempo se mueve pero nadie lo puede ver.
Nunca llegamos a tiempo a ninguna parte, ni siquiera cuando
tenÃamos reloj.'
No siempre las historias terribles tienen un final terrible.
Lo peor, en este caso, es que el final esta fuera de control.
Nadie sabe cuál es el otro lado de la encrucijada: ni los
grandes bancos, ni los expertos que recomendaron las reformas,
ni los gobiernos que las aplicaron con entusiasmo, ni los
miles de nuevos ricos que se beneficiaron del rÃo revuelto.
Los únicos que tienen una respuesta son los miserables, pero
esa respuesta podrÃa ser aun peor que la enfermedad. (DIARIO
HOY) (P. 8-A)
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Publicado el 06/Julio/1997 | 00:00