Quito. 19 dic 96. La sequía lojana no es solo la falta de
agua. Es un campesino de 60 años que llora a pesar de
su aire digno y su rostro de piel de lagarto; es un paisaje
de tierra arrasada, calcinada, donde solo reina la
soledad, el polvo, las piedras, los árboles quemados
por un sol delincuente. Es una bruma que sepulta el
horizonte, es un par de cabras que se disputan con la
gente el agua putrefacta de un pozo a punto de morir.

"La vida aquí es amarga", sentencia desde su rancho de
tierra Gerardo Flor, de 30 años, rodeado por su mujer
de ojos claros y grandes, cinco hijos asustados, y sus
padres. A su alrededor sólo hay un cielo que se olvidó
de llorar y una tierra roja y seca. Una tierra que a pesar
de sus pesares jura defender hasta la muerte. "Aquí nos
hemos de morir", anuncia con la decisión de un
desahuciado, porque para él ser ecuatoriano es más que
ser un campesino arruinado, con la obsesión de ser el
último centinela de un país que hasta ahora sólo le paga
con olvido. Gerardo Flor y su familia sobreviven en el
último rincón del Ecuador. A sus espaldas, a un tiro de
piedra está el Perú, y hay que ser muy valiente, muy
patriota, -piensa uno- para no irse de ahí, para no
abandonarlo todo mientras ve a un burro comiéndose
las últimas tusas de un maíz seco acabado de desgranar,
mientras ve a las últimas 10 cabras de Gerardo
devorando las hojas y tallos ya amarillos de ese mismo
maíz. "El burro no lo hemos sacrificado, dice, porque
aún nos sirve para cargar agua desde un pozo que está a
dos kilómetros". Hasta tanto, ellos se comen sus
últimas chivas. O las venden a comerciantes peruanos y
ecuatorianos que, haciendo gala de su condición
humana, les pagan menos de la mitad de lo que valen.
En mayo, cuando la secular sequía empezó a convertirse
en tragedia tenían un hato de 200 cabras que bordeaban
las cañadas arrasando con las últimas muestras de verde.
Ahora no les quedan más de 20, y si no llueve en febrero
"Dios mío, qué será de nosotros". Es la última esperanza
del cielo, porque de los hombres ya no esperan nada.

Agitado llega entonces Wilmer Vera. Se le nota con
ropa limpia y recién peinado. Como listo para un viaje.
En efecto, él se va en ese instante a Huaquillas. Se va a
buscar la vida, como dice, porque ahí no hay trabajo ni
nada. Tiene la voz gruesa, como dolida y 38 años bien
trabajados en el campo. Es casi el último vecino de
Gerardo. La familia Hidalgo, a tres cuadras de ahí se
fue ya para Santo Domingo de los Colorados. La familia
Jiménez hizo lo mismo hace un mes. Los 10 miembros
de la familia Jaramillo tomaron el camino para El Oro.
Tres o cuatro familias se van cada semana. Sus ranchos,
levantados con paja y tierra tienen las puertas con
candado y aún conservan los corrales. Pero el polvo y
el abandono tomaron posesión definitiva del lugar. "Ya
no hay juventud aquí", dice Wilmer Vera. Y se va a buscar
trabajo para no robar, "para no echarle lazo a lo ajeno".

Todo está perdido. Sobre todo cuando hasta los viejos
como Gabriel piensan con terror en el momento de irse,
aunque sea para volver, pero irse. Miles de jóvenes ya
tomaron rumbo incierto por los caminos polvorientos,
de un polvo fino que se pega en la garganta, amarilla los
cabellos y las pestañas y se impregna hasta en los
pulmones. Pero ya se fueron, con una maleta apenas.
Algunos vuelven el fin de semana, sobre todo los que
trabajan ahora en las camaroneras y bananeras de El Oro.
Los que se fueron más lejos, hasta Santo Domingo, Lago
Agrio o Manabí, no volverán por un buen tiempo.

Solo se quedan los niños y los viejos, ellos son ahora las
fronteras agonizantes de la patria.

CABRAS BORRACHAS

Pero como las desgracias nunca llegan solas las últimas
cabras han empezado a morirse. Las grandes manadas de
chivos, que poblaban la zona, son ahora una especie en
extinción. En el lugar hay una planta que le llaman
"borrachera". Tiene sus flores lilas y, a pesar del desierto,
se mantiene con vida y rozagante. Las cabras la evitaron
siempre porque es tóxica, pero ante la falta de forraje han
empezado a comérsela. El resultado es como si cada
animal se hubiese tomado una botella de aguardiente. Se
tambalean y caen en medio del desierto, borrachas. El sol
termina de matarlas. Solo se pueden salvar si es que se las
localiza a tiempo, encierra en un corral y se las cuida como
a niños de pecho. Pero Carlos Celi lo hace aunque él y su
familia tengan que dejar de comer. Antes, en una camioneta
vieja, podía ir hasta la población de La Ceiba a traer el
alimento para sus vacas y cabras.

Pero se le acabó la gasolina y la plata, y allá no hay
combustible. Y cuando hay, los comerciantes venden cada
lata de cuatro galones en 30 mil sucres.

Los ríos que hacen las fronteras con el Perú son ahora
espejismos. Sus lechos, en varios tramos, han sido ocupados
por peruanos y ecuatorianos para sembrar un poco de cebolla
o forraje para el ganado. En las partes donde corre un poco
de agua la disputa por el líquido vital recuerda a las guerras
del Cercano Oriente: una noche aparecen diques en el cause,
que lo desvían hacia pequeños canales de riego en el Perú.
La noche siguiente, el dique se dirige al Ecuador. "Ya se han
dado bala por el agua", dice un campesino de la zona, que pide
la intervención del ejército ecuatoriano, porque del lado
peruano del río Chira y de la quebrada Pilares son sus
soldados los que amedrentan y "roban" las pocas aguas del
río binacional.

En las propias aguas del río Macará, que pasan bajo el
puente internacional, varias canastillas desvían el cauce
hacia el Perú. Lo irónico es que al otro lado de la frontera
el Perú construyó la represa de Pohechos, que se alimenta
de las fuentes de agua que nacen en Loja.

Para los pobladores del barrio Pichincha la preocupación
es también patriótica. Las pocas escuelas de la zona han
empezado a cerrar por falta de niños. En la de ese barrio
antes asistían 50, y ahora hay menos de 20, pero como
queda a dos kilómetros de distancia y para evitarles la sed,
los padres optaron por matricular a sus hijos en una
escuela peruana que queda al otro lado de la quebrada.
hí aprenden, claro, las versiones vecinas del problema
territorial, y en sus casas tienen que ser reeducados por
sus padres en la versión ecuatoriana.

Del lado peruano también han empezado a entrar
ladrones de cabras. A César Castillo, de 65 años, le
robaron 30 cabezas, de las 60 que le quedaban (de las
500 que tenía en mayo). La mitad de su único patrimonio.
Después descubrieron y apresaron a uno de los ladrones
porque en una fiesta de otra comunidad empezó a gastar
plata de manera ostentosa, hasta llegó a regar cerveza
por el suelo. "Ahora, mis chivas están sufridas", dice
Castillo.

La impotencia se agranda porque antes se cuidaban entre
las familias. Allá, en medio de la miseria, la palabra robo
aún es pecado mortal. Pero como ya se van todos, don
César se siente solo, él, sus hijos y una escopeta vieja.
"Por estos lados, nadie nos va a avisar cuando nos
invadan".

QUIEN SALVA A ESTA GENTE

"Como nosotros no damos votos, el gobierno y los
políticos no nos toman en cuenta", se queja una madre
de familia. Una vez a la semana llega un tanquero del
ejército a repartir agua para los que alcance. Antes
también lo hacía el municipio de Zapotillo, pero se
dañó el tanquero. La recogen en bidones, en botellas,
en lo que sea. Pero esa agua es para tomar y para los
animales. Para bañarse, la familia Castillo tiene que
recorrer dos kilómetros hasta un pozo semiseco
donde se echan un líquido verdoso y lleno de algas.

No sirve de nada, al retorno se les impregna el polvo
fino del desierto. Las enfermedades no se han hecho
esperar: los hongos abrazan la piel, y las barrigas de
los niños están infladas por los parásitos porque
comparten el agua con los animales.

El clamor por el agua obligó a un envío urgente de 200
extractoras de agua a través de Predesur (Programa de
Desarrollo del Sur). Se distribuyeron solo a quienes
tenían título de propiedad de sus fincas y acceso a un
pozo.

El mantenimiento de las bombas servirían además para
dar trabajo a centenares de jóvenes, pero los campesinos
de la zona reclaman que ya no hay ni agua subterránea, y
lo que es peor, las bombas funcionan a diésel.

"¿Quién nos pondrá el combustible?", preguntan.
Agradecen las bombas pero saben que solo son parches.
Se sienten abandonados, y algunos incluso ya se
abandonaron a sí mismos.

A la ruina económica se suma la ignorancia y la
desorganización. Es que ya no hay gente para tanto.
Más adentro de Palo Quemado, los niños se esconden
debajo de las camas cuando llegan extraños. Muchos
campesinos no tienen siquiera cédula ecuatoriana,
aunque su corazón sea más tricolor que el de
cualquiera. En Palancras, a 20 minutos de Macará por
la línea de frontera, 15 familias sobreviven y se casan
entre parientes. Los niños nacen sin brazos o sin
orejas por la degeneración genética. Cultivan lo que
pueden, y no saben en qué día de la semana se
encuentran.

Pero la sequía ha superado todos los males. No era
nada nuevo en la zona, pero desde hace tres años no
llueve y los técnicos de Predesur diagnosticaron que
desde mayo de este año al menos 13 mil hectáreas se
perdieron irremediablemente. Técnicamente es un
desierto. Es la continuación del desierto peruano de
Sechura.

Las autoridades lojanas, los diputados de la provincia,
los miembros de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana
han venido pidiendo desde hace meses que se declare la
zona en emergencia. Pero hasta la fecha solo han
llegado las bombas. En Palo Quemado hubo también
una visita de la vicepresidenta Rosalía Arteaga y el
general Paco Moncayo para inaugurar una escuela con
las nuevas normas de la reforma educativa. La
vicepresidenta se comprometió a pedir al presidente de
la República la declaratoria de emergencia para Loja. Es
el único impulso para llegar con alguna solución a
cortísimo plazo.

En cambio, las soluciones a mediano plazo han sido
como el mismo desierto. "Han llegado decenas de
personas a realizar diagnósticos y estudios", los que
reposan en el santuario de los justos. Se han gastado
miles de millones de sucres en estudios, denuncia
Julio Sánchez, consejero provincial y oriundo de
Zapotillo. Lo único que se puede hacer es la
construcción inmediata del canal de riego de
Zapotillo. Cuesta 70 millones de dólares y regaría al
menos 8 mil hectáreas.

Tampoco el nuevo plan de reformas tributarias es ayuda
ante el desastre; al contrario, se pretende terminar con
el impuesto que alimenta de recursos al Plan Inmediato
de Riego para Loja. Son 45 mil millones de sucres que
se financian con el 0,45% del impuesto del 3,6% a las
transacciones bancarias en moneda nacional, cuya
eliminación fue anunciada por el presidente de la
República el primero de diciembre. Las protestas
lojanas no se han hecho esperar.

La sequía del cordón fronterizo de Loja y El Oro no
solo es la falta de agua y lluvias. Es el resultado de una
inmisericorde explotación de los bosques. La zona era
pródiga en guayacán, petrino, sauce. En 1977, la
apreciada madera del guayacán se fue para el Perú.

Pindal es la muestra patética. A fines de la década de
los 50 ese valle parecía el paraíso terrenal. Aves y
animales silvestres lo poblaron. Se cultivó la caña de
azúcar, se produjo panela y aguardiente y se crió el
árbol de nogal. Pero el mercado de los pisos de parquet
terminó con la especie y la capa vegetal. La
deforestación y los vientos cálidos convirtieron el
paraíso en desierto.

Las pésimas carreteras de esa línea de frontera se
confabula también contra el desarrollo del sector. El
Consejo Provincial de Loja logra medio mantener
algunas cuando le dan plata. Su principal, Raúl
Auquilla, sostiene que para mantener a los
campesinos en la frontera el Estado tiene que
hacerse presente con obras, y así brindar fuentes de
trabajo hasta que San Pedro se apiade de la zona. Las
quejas se dirigen también y de manera masiva contra
el Banco de Fomento de Loja. Los campesinos
acusan a sus autoridades de no ser flexibles con la
condición dramática en la que se encuentran. Nadie
quiere hacerles un préstamo para que puedan
recuperase. Dicen que no hay dinero.

Sembradores de maíz, de arroz, de maní, criadores
de cabras y vacas. Los campesinos lojanos y sus
familias, y otras miles de personas se mantienen a
puro pulso en la última trinchera ecuatoriana. "De
aquí no nos van a mover", anuncian, mirando al sur,
como un desafío. El amor a la tierra que los vio
nacer es lo único que impide que agarren sus
corotos y se aventuren por la vida.

La sequía en Loja es más que la falta de agua.
También es una legión de seres humanos, curtidos
por el trabajo y la miseria, que en estos momentos
están dándolo todo, incluso la esperanza. Como
dice Wilmer Vera, el que se fue para Huaquillas,
"estamos en una crisis, pero Virgen Santísima. Si
almorzamos no merendamos, sufrimos por
nuestros hijos enfermos". César Castillo lo
contempla desde sus ojos claros. Tiene la piel
agrietada como la tierra en que vive. Con ese
hablar cansino que da la resignación suelta una
frase que quizá alguien coloque en un bronce
cuando ya no quede nadie para leerla: "Nosotros
estamos arrinconados por aquí. Somos los
arrinconados de la patria". (FUENTE: REVISTA
VISTAZO N. 704, PP. 14-18)

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