Bogotá. 21.12.90. (Editorial) El descontento latinoamericano no sabe a qué
puerta golpear en busca de un remedio para sus dolencias. Un día apela a
los candidatos más inesperados, a los ajenos a los cuadros tradicionales,
a los jóvenes menores de cincuenta años.

Otras veces, recurre a manifestaciones violentas como fue el
"caracazo", que costó más de doscientos muertos.

En Colombia, optó por expresarse a través de la abstención
electoral.

Se trataba de elegir una asamblea constituyente para adecuar
las instituciones de 1886 a las realidades de la vida
contemporánea. Se le dijo al electorado, principalmente por
el gobierno, que la paz y la recuperación económica
dependerían de la nueva carta, fruto de la creatividad de las
últimas generaciones.

Por sobretodo, se aseguró una participación de fuerzas
sociales distintas que permitirían anticipar en diez años el
advenimiento del siglo XXI.

Cualquiera creería, con estos antecedentes, que el pasado
9 de diciembre, fecha fijada para las elecciones, el
electorado, consistente en 14 y medio millones de votantes, se
volcaría sobre las masas electorales.

Nada de ello ocurrió. La respuesta del cuerpo electoral fue
de total indiferencia, de desdén, por los ríos de leche y miel
que le brindaban a trueque de su voto.

Nunca en la historia de Colombia se había registrado un
alejamiento de las urnas como el que tuvo lugar en el día de
las elecciones para la constituyente. De cada cien electores
solo 28 concurrieron a las urnas. El resto se quedó en sus
casas sin prestar ninguna atención al evento comicial que se
desarrollaba en las calles.

Verdad que nunca fue Colombia un ejemplo de votaciones
multitudinarias. Por el contrario, una asistencia de más del
55 por ciento de los votantes, se consideraba satisfactoria. Lo
que nadie imaginó fue lo ocurrido: el 72 por ciento de los
hombres y mujeres con capacidad de elegir no hicieron acto de
presencia y el espectáculo de las grandes ciudades, en las
horas del medio día, semejaba a las del amanecer, por la poca
circulación de vehículos y el escaso volumen de transeuntes.

La consigna en el continente, así nadie la haya difundido,
parecería ser la de dar golpes de sorpresa en las justas
electorales. Ya sea con Menem, con Fujimori o con Collor de
Mello, se cumplía el dicho de que siempre lo inesperado
ocurre.

La abstención, en las proporciones que se presentó en
Colombia, es un signo más del desconcierto colectivo ante a
inflación, las alzas de las tarifas en los servicios públicos
y la carencia de inversión pública y privada, con su secuela
de desempleo. Es la expresión de un escepticismo rampante que
no cree ya ni en los hombres ni en las ideas que encarnan los
partidos políticos.

Al mismo tiempo ese tratamiento de "shock" es como una ceja de
luz hacia el futuro porque va a obligar a los colombianos a
entrar en un período de autocrítica que puede tornarse
favorable si la caída del precario edificio institucional nos
obliga a la reconstrucción de una nueva patria en todos los
órdenes.

Valiéndonos de un símil gastado, bien podríamos decir que
hemos tocado fondo, y es sabido como este género de desastres
sirven de punto de partida hacia nuevos horizontes.

Es frecuente en política ver desaparecer unas mayorías
partidistas frente al alud de votos de los contrarios. Cuando
los canales de expresión del electorado están taponados por
una dictadura, el mismo fenómeno se configura por las vías de
hecho.

Es el juego de la democracia, o como diría un analista: está
en la naturaleza de la lucha el ganar y el perder. Pero lo
ocurrido el domingo último no puede calificarse de victoria de
nadie sino de derrota colectiva, o de revés para el
"establecimiento", sus sostenedores y sus contradictores.

No ganó el partido Liberal, aún cuando aparece con una mayoría
relativa porque de una tradicional supremacía de poco menos
del cincuenta por ciento de los votantes, se redujo al 28,3
por ciento. Obtuvo la mayoría en el seno de la asamblea
constituyente, pero sale del episodio anarquizado y maltrecho
con la conciencia clara de que carece de una dirección
autorizada y de un programa respaldado por la militancia.

Tampoco triunfó en toda la línea el M-19 al cual los
encuestadores de opinión le atribuían una pujanza increible
que le iba a asegurar casi la mitad de la asamblea.

Tuvo que resignarse a representar únicamente un 26.82 por
ciento y del análisis minucioso de las intenciones de votar
deducen los encuestadores de opinión que la lealtad a los
viejos partidos políticos no ha desaparecido puesto que el
voto por el M-19 fue acompaño muchas veces de la declaración
de que quien lo hacía seguía admitiendo su afiliación al
partido liberal y al propio partido conservador.

Es tal vez lo que explica la inclusión de miembros caracterizados de estos
partidos en las listas del M-19. Su jefe, Antonio Navarro Wolf, ha dicho
que las masas colombianas el 9 de diciembre le dieron la espalda al
partido Liberal y al partido Conservador.

La versión, como puede comprobarse con la composición de las
listas, y el alcance sobre la intención de votar, no es muy
exacta. Parecería más bien que muchas gentes se subieron al
vagón del tren del M-19 con el propósito de hacer un recorrido
parcial, pero nunca con la intención de llegar a la estación
final. Llegar con visas de turismo y no de residentes.

El tono moderado y conciliador de sus cuadros directivos,
antes y después de las elecciones, inspira la convicción, no
de que las masas le volvieron la espalda a los partidos
tradicionales sino que el M-19 se ha acercado tanto a estos
que acabó por darle la espalda a sus propios seguidores de la
primera hora.

Lo han hecho muchos líderes social-demócratas en Europa una
vez instalados en el gobierno. Con frecuencia se ha dicho que
el poder conservatiza, y bien puede servir esta creencia para
explicar el fenómeno de Francia o de España.

Lo novedoso, en un partido revolucionario, es conservatizarse antes de
llegar al poder. Será necesario en futuras elecciones hacer un balance de
resultados para definir la validez de la táctica de pasar agachado.

Tampoco triunfaron las fuerzas de derecha. Por segunda vez, el
autoritarismo de la mano dura y el pulso firme, sin eclipsarse por
completo, tampoco logró avances apreciables. El movimiento de salvación
nacional, liderado por Alvaro Gómez, lejos de ganar terreno en proporción
del resto del electorado, se redujo del 22 al 15,68 por ciento. O sea que,
a pesar de haber apelado a una composición multipartidista, está peor que
cuando se presentaba como una disidencia conservadora.

El gobierno se ufana de haber creado nuevos espacios políticos, aún antes
de haber implantado sus reformas. Invoca en apoyo de su aseveración la
presencia de la Alianza M-19 con un millón de votos. Pero resulta que con
ocasión de la elección presidencial, este movimiento había ostentado 700
mil votos, a pocas semanas de haber dejado sus campamentos
guerrilleros y haber emprendido su marcha hacia el capitolio
nacional.

Es, sin embargo, un signo de los nuevos tiempos, la presencia de voceros
de los indígenas en el seno de la constituyente porque representa un
avance significativo en nuestras costumbres políticas. No es el fruto de
ninguna medida reciente.

La verdadera revelación han sido los guarismos alcanzados por
el movimiento de unidad cristiana, un grupo religioso de
inspiración evangélica. El haber alcanzado dos curules en un
país en donde la religión católica, al tenor de la constitución nacional
es la de la nación, ver deliberando en la asamblea constituyente a
pastores de una religión que hasta hace pocos años había sido perseguida
por gobiernos reaccionarios, es, sin lugar a dudas, una innovación
importante, así no se le deba a ninguna reforma de los textos
constitucionales o legales.

Todos estos síntomas, considerados en su conjunto y cualquiera
que sea su origen, indican claramente el comienzo de una nueva
era y una nueva sociedad, dentro de la cual no es inconcebible
el logro de la paz con la insurrección, si se interpretan los
resultados electorales ya no en función de la constituyente,
que no se consolidó, sino como la comprobación de que la
nación, que iba por un camino y su clase dirigente por otro,
requerirían de la ecuación entre estos dos términos en los
próximos meses.

Del buen éxito en la búsqueda de este cauce común, dependerá
el giro de la política colombiana en la década que comenzó en
1990. (IPS) (A-4)
EXPLORED
en Ciudad Bogotá

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