Cuenca. 05.05.93. No fue solo un deslave. Ni la más poderosa
avalancha carece de tanto poder destructivo. No fue una
emergencia más. Pasará mucho tiempo antes que los daños sean
superados. No fue nada más un violento desfogue. Las aguas no
cambian en un dÃa la geografÃa de toda una región. No fue un
gobierno comunista. Lenin no habrÃa podido utilizar al Paute.
Porque la furia de las aguas, un mes represadas, va más allá de
un dique, una central hidroeléctrica y muchÃsimas casas. El
Paute le recordó al hombre su calidad de polvo, y lo inútil de
sus esfuerzos al competir con la Naturaleza. No sirvieron las
semanas de advertencias. No alcanzaron todas las previsiones.
Queda el consuelo de pensar que pudo ser peor. Y pudo ser peor.
El Paute arrasó. Antaño respetuoso, al ser contenido más allá de
su lÃmite no resistió un impulso de destrucción. Pero al igual
que se llevó las más grandes y fuertes edificaciones, en algunas
partes ignoró las sumisas. Junto a enormes árboles arrancados de
raÃz, junto a imponentes mansiones llevadas lejos de su ancestral
origen, se yerguen pequeñas ramas. Caprichosamente.
A veces las noticias, por necesidad, son parcas. Presentan la
tragedia pero no la esperanza. Enumeran los muertos pero no los
renacidos. Calculan pérdidas pero no los anhelos. Entrevistan
damnificados y no agradecidos.
DEMASIADO CERCA...
En San Pedro de Los Olivos, pequeño caserÃo ubicado cerca de
Gualaceo, una señora no se cansa de contemplar el nuevo paisaje.
Por muchos años fue primera parte de su rutinario trabajo
cultivar el pequeño huerto familiar, alimentándolo con las aguas
del cercano rÃo. Del hasta entonces inofensivo y benéfico rÃo.
Ahora, aquella parcela solo existe en los recuerdos de su
sencillo corazón.
Conoció demasiado bien de los deslaves que originaron el
gigantesco represamiento. Su esposo, conductor de una volqueta,
fue uno de los últimos en cruzar la hoy sepultada carretera
mientras regresaba de Cuenca. Dios escuchó sus ruegos cuando el
pesado vehÃculo se averió en la zona de peligro y la montaña
amenazaba con destruirlo. Por 10 minutos no engrosó la lista de
vÃctimas.
Miembros del ejército les advirtieron a ambos que el esperado
desfogue provocarÃa daños impensados. La mujer se escondió el
sábado cuando vinieron a llevarla a los campamentos. Sus siete
hijos fueron puestos a salvo, pero ella se quedó. Al fin y al
cabo era su hogar, y querÃa estar presente cuando lo peor
llegara.
Lo que el poderoso torrente dejó a su paso fue más de lo que
esperaba. La pequeña y fértil playa se transformó en un
cementerio de piedras, adornada con madera y hasta varillas de
hierro de las casas destruidas rÃo arriba. Arboles, que ella
describe de tal grosor que era imposible abrazar, azotaron la
hacienda del conocido ex alcalde Alejandro Serrano Aguilar, hoy
presidente del comité de reconstrucción. No queda absolutamente
nada de ella. Viviendas vecinas, evacuadas oportunamente, se
vinieron abajo como castillos de naipes.
No duda en acompañarnos en el recorrido. A cada paso, donde se
amontonan enormes piedras que dejó La Josefina, recuerda sus
sembrÃos de tomatillo. Sin dejar de mirar la triste secuela,
relata que por más de tres horas observó alelada la violencia del
caudal, esperando que superara los últimos pilares de concreto de
su propiedad. Esa era la última barrera que esperarÃa, pues solo
entonces irÃa al refugio.
"Ahà estaban mis plantitas. Hasta allá llevaba a mi vaca para
que coma. Ahà habÃa un árbol donde la amarraba", dice
tristemente, mientras señala sitios familiares del pasado. Es
que el Paute movió sus fronteras. Imposible imaginarlo de no
estar presente. Lo que ayer era verdor es ahora destrucción.
Sin embargo, ella sigue cuidando lo que queda de su huerta. La
casa se mantuvo firme.
¿Tuvo miedo? "Cuando vi como se iban casas mucho más grandes que
la mÃa tuve mucho miedo. Yo me dije que me quedarÃa hasta que el
agua llegue a los últimos postes. Gracias a Dios no llegó".
Enormes rocas, colocadas desde tiempos inmemoriales en el lecho
del rÃo para prevenir crecientes, evitaron que San Pedro de Los
Olivos fuera otro de los poblados arrasados. La fuerza del
torrente era suficiente como para borrarlo del mapa. Hubo
momentos en que las aguas chocaron con la pequeña
-comparativamente- barrera preparada, atenuando su poder.
UN GRAN ESPEJO
Mientras miles de personas lamentan la pérdida de su hogar, la
Naturaleza mantiene su curso. Solo el caudal donde desfogó el
Paute semeja un gigantesco espejo, hiriente a los ojos entre
tanto verdor. Los sauces que estuvieron alejados del peligro no
han interrumpido su tarea oxigenante. Los rumiantes no dejan de
pastar. Más allá, las aves vuelan en busca de alimento. La
fauna llena con ininteligible griterÃo lo que para ellos ha
cambiado muy poco. Son pocos metros en una evolución de millones
de años.
La dueña de casa señala que cada mañana, al mirar por primera vez
el nuevo cuadro, cree estar soñando. ¿Dónde está su parcela?
¿Dónde quedó el enorme sauce donde a veces colgaba la ropa recién
lavada? ¿Qué pasó con el bosquecillo donde paseaba con su esposo
y sus hijos? ¿Por qué es tan alto el ruido del rÃo, cuando la
vegetación lo atenuaba hasta convertirlo en un leve murmullo?
"No tenemos agua para regar nuestras plantas. TenÃamos mangueras
que hacÃan un canal, pero todo se dañó. Ni siquiera hay árboles
para que llamen el agua. Lo que nos queda es remover las
piedras, pero tardará mucho", agrega.
Ella, al igual que su esposo, sus hijos y todos los habitantes
del pueblo, requieren de ayuda para salir adelante. El Ejército
se la ha prometido. No piden mucho: agua y asesoramiento. Lo
demás lo pondrán ellos. Ellos y los años que hacen falta para
olvidar y levantar lo que el Paute se llevó.
EL EMPUJON DE DIOS
Rehusa dar su nombre por temor al AltÃsimo. Solo de pensar lo
cerca que estuvo se le hiela la sangre. Y es que cuando parecÃa
que todo estaba perdido, cuando la muerte llegaba de todos lados,
un empujón divino lo libró.
Forma parte de un matrimonio que libró dos batallas distintas,
pero contra el mismo rival: la Naturaleza. En tanto su esposa
conocÃa en casa los terribles deslaves que arrasaban con la
Panamericana, el 29 de marzo, él regresaba de Cuenca a San Pedro
de Los Olivos. Su volqueta, que constituye el sustento familiar,
requirió reparaciones en Cuenca.
"Cuando pasaba por ese sector (La Josefina), la tierra comenzó a
temblar. El carro se paró y no quiso prender. CaÃan tantas
piedras y tierra que pensé lo peor", dice, mirando al infinito y
temblando involuntariamente al rememorar el suceso.
En esos momentos de angustia, tal vez producto del movimiento,
tal vez por la pendiente, quizás por un empujón del mismo Dios,
el pesado vehÃculo comenzó a rodar lo suficiente como para tratar
de encenderlo sin baterÃa. "Saqué el embrague y de repente
arrancó. No sé cómo, pero arrancó. Metà acelerador y corrà para
salir", acota.
No escapó a su vista el aterrador espectáculo de una carretera
desplomándose y cubierta por las aguas, pocos minutos después de
escapar. Su versión coincide con muchas otras en lo que tiene
que ver al número de vÃctimas, pues no eran pocos los automotores
que circulaban por el lugar tan fatÃdico momento.
Su mediana plantación se ha convertido en un valle de piedras,
que él espera remover con la volqueta para volver a sembrar.
Pero para ello hace falta mucho tiempo y paciencia. A pesar de
todo, guarda la esperanza de vender tan indeseable material a
quienes desean reconstruir sus viviendas. Si sirvió tantos años
en La Josefina, puede servir ahora.
en
Explored
Ciudad N/D
Publicado el 05/Mayo/1993 | 00:00