JAMES JOYCE EN SUS GESTOS, por Javier Marías

España. 16.12.90. La gente solía decir de James Joyce que
parecía triste y cansado, y él mismo se describió en una
ocasión como "un hombre celoso, solitario, insatisfecho y
orgulloso". Claro que esta descripción la hizo en privado, en
una carta a su mujer, Nora Barnacle, a quien confiaba cosas
mucho más íntimas y atrevidas que a ninguna otra persona. No
por ello, sin embargo, puede colegirse que no la hiciera
también para la posteridad, a la que confiaba cosas aún más
atrevidas.

Ya de joven era un hombre algo pomposo y pagado de sí mismo,
concentrado en lo que escribiría y en su temprano (luego
perenne) odio a Irlanda y a los irlandeses. Cuando aún no
había escrito más que algunos poemas, le preguntó a su hermano
Stanislaus: "¿No te parece que existe cierta semejanza entre
el misterio de la misa y lo que yo estoy intentando hacer?
Quiero decir que en mis poesías estoy intentando darle a la
gente una suerte de placer intelectual o goce espiritual al
convertir el pan cotidiano en algo que posea una permanente
vida artística propia (...) para su elevación mental, moral y
espiritual".

Quizá cuando fue menos joven sus comparaciones fueron menos
eucarísticas y más pudorosas, pero siempre estuvo convencido
de la importancia extrema de su obra, incluso cuando aún no
existía. James Joyce parece uno de esos casos de artistas que
prodigan tanto el gesto de la genialidad que acaban por
persuadir a sus contemporáneos y a varias generaciones más que
en efecto son y han sido genios sin vuelta de hoja ni
remisión. En consonancia con este gesto, era famoso porque le
traía sin cuidado que le leyeran o no, y por supuesto las
opiniones; sin embargo, cuando apareció su Ulysses, tras
grandes dificultades para su publicación, hizo cuanto estuvo
en su mano para difundirlo, y hasta se le vio más de una vez
empaquetando el ejemplar comprado en la célebre librería
Shakespeare , Co., gracias a cuyos sello e imprenta se había
editado por fin el libro inmortal. También se sabe que
permanecía alerta a la espera de alguna mención o crítica en
la prensa, y que escribió cumplidas notas de agradecimiento a
cuantos se ocuparon de la novela. Cuando salió Finnegans Wake
mucho después y tuvo una fría acogida, se sintió herido y
descontento, y así pasó los últimos dos años de su vida, lo
cual no es una manera agradable de pasarlos, sobre todo si son
los últimos.

Pero a cambio gozó, durante casi todos sus demás años, de un
respeto y una admiración que pocos autores logran antes de su
muerte. Durante los años que pasó en París era incluso
reverenciado y temido, y nadie contravenía sus deseos ni sus
costumbres, por ejemplo la de cenar todas las noches en el
mismo sitio y a las nueve, o la de no probar el vino blanco,
por bueno que fuera. Al parecer, un oftalmólogo le había
asegurado que esa clase de vino era muy perjudicial para mucho
de sus delicados ojos. Amenazado de glaucoma, hubo de
cometerse a once operaciones a lo largo de su vida, y ésa es
la razón por la que algunas fotografías lo muestran con un
llamativo y abultado parche en el ojo izquierdo, y quizá por
eso vio Djuna Barnes en ellos "la misma palidez de las plantas
ocultas al sol durante mucho tiempo". El parche, así pues, no
lo llevaba por hacerse notar: a Joyce le bastaba con su
actitud genial, y no necesitaba disfrazarse de cazador ni
correr los sanfermines. Al contrario, era todo menos un
extravagante, y en una cena o reunión social resultaba una
angustia quedar sentado a su lado, al menos para quien fuera
sólo moderadamente hablador, ya que en tales circunstancias
Joyce no se dignaba abrir la boca, sino que esperaba que se le
entretuviera con cháchara mientras él guardaba silencio, un
silencio "cómodo pero absoluto" en palabra de Ford Madox Ford.

Sus compañeros de mesa se esforzaban por encontrar temas que
pudieran interesarle, pero Mr. Joyce (todos menos Djuna Barnes
le llamaban así) sólo contestaba "Sí" o "No". A diferencia de
los personajes de sus novelas, charlatanes interiores, el
autor era taciturno y despectivo siempre, al menos en
sociedad.

En privado a solas, era muy distinto aunque no menos altivo.
Pero se emborrachaba hasta bien entrada la madrugada y se
mostraba más amable y daba más charla, si bien con demasiada
frecuencia proponía asuntos teológicos que no interesaban a
nadie o se ponía a recitar, en sonoro italiano, largas tiradas
del Dante como un sacerdote ante la grey. En una ocasión,
estando en la Brasserie Lutétia, su compañero de mesa dijo
haber visto una rata corriendo escaleras abajo, y la reacción
de Joyce no fue muy serena. "¿Dónde, dónde?", preguntó
alarmado. "Eso trae mala suerte. "Eso trae mala suerte".
Joyce tenía infinitas supersticiones, y un segundo después de
pronunciar estas palabras se desmayó de terror. También temía
mucho a los perros, desde que en la infancia le había mordido
malamente un terrier irlandés. Pero a lo que tenía más pánico
era a las tormentas, tanto en su niñez como en su edad adulta,
aunque en ésta lo disimulaba más. De niño no le bastaba con
cerrar ventanas, correr cortinas y bajar persianas, sino que
acababa encerrado en un armario. De adulto, dicen las malas
lenguas que se tapaba los oídos y se comportaba como un
cobarde; las buenas lo niegan, y sólo admiten que si la
tormenta le pillaba en la calle, se retorcía las manos, daba
gritos y echaba a correr.

Además, de muy bebedor cuando bebía (pasaba periodos
abstemios), era un gran devorador de libros y había sido muy
putero en su juventud. Aunque recurría a ellas, las putas le
desagradaban, y tal vez por eso prefería imaginar, cuando le
escribía a su mujer, Nora, escenas que quizá tuvieron su
correspondiente en la realidad pese a lo teatral de las
figuraciones. Al fin y al cabo, Joyce había dicho una vez que
"anhelaba copular con un alma". Hace ya bastantes años se
hicieron célebres estas cartas obscenas, en las que su autor
solía prometérselas muy felices para cuando Nora y él
volvieran a encontrarse (él estaba en Dublín, ella en Trieste,
donde vivían habitualmente), y en las que incluso hallaba
momentánea felicidad, ya que al final de más de una confiesa
haberse corrido (son sus palabras) mientras le escribía
cochinadas: sin duda uno de los pocos escritores que han
logrado con su pluma gratificaciones tan intensas. James
Joyce, a juzgar por esa correspondencia, deseaba que su mujer
engordara para que lo golpeara, lo dominara y hubiera más
excesos, tenía ideas muy precisas sobre el tipo de ropa
interior que ella debía llevar (un poco manchada siempre, la
preferencia era invariable) y mostraba abierta predilección
por las capacidades aéreas o aún depositivas de la que había
conocido como Nora Barnacle: en suma, era un coprófilo. Pero
de tales cartas no es esto lo más chillón, sino el espíritu
inquisitivo con que interrogaba a Nora sobre su pasado y sobre
su presente, a fin de nutrir sus libros. El tipo de
interrogatorio recuerda, más que nada, al de los curas
católicos en el confesonario, como se ve en este extracto:
"Cuando aquella persona (...) te metió la mano a las manos
bajo las faldas, ¿te acarició sólo por fuera o te metió el
dedo o dedos? Si lo hizo, ¿llegaron lo bastante arriba para
tocarte esa pequeña polla al final de tu coño? ¿Te tocó por
detrás? ¿Estuvo mucho rato acariciándote y te corriste? ¿Te
pidió que le tocaras a él? ¿Lo hiciste? Si no le tocaste,
¿se corrió él contra ti y tú lo notaste?". O en este otro:
"Esta noche (...) he estado tratando de imaginarte
masturbándote el coño en el retrete. ¿Cómo lo haces? ¿De pie
contra la pared acariciándote bajo la ropa o te sientas en el
agujero con las faldas levantadas y la mano a toda máquina por
la abertura de tus bragas? ¿Te entran ganas de cagar? Me
pregunto cómo harás. ¿Te corres mientras cagas o te masturbas
hasta el final primero y cagas luego?" No se puede negar que
Joyce era un hombre puntilloso y con amor al detalle.

James Joyce sufrió varias desgracias en su vida, pero por lo
general no mostraba sus sentimientos. Cinco de sus nueve
hermanos (él era el mayor) no superaron la infancia, y su modo
de reaccionar ante alguna de esas muertes hizo que hasta su
madre lo considerara insensible. Cuando su hija Lucía tuvo
que ser internada en hospitales psiquiátricos, Joyce, en
cambio, se volcó lleno de solicitud y nunca perdió la
esperanza de su recuperación. Le escribía numerosas cartas.
Según su hermano Stanislaus, sin embargo, para James Joyce "la
infelicidad era como un vicio". Era frío y distante excepto
con los muy cercanos, pero cuando a la muerte de su madre
descubrió un paquete de cartas que le había escrito su padre
antes de casarse, se pasó una tarde entera leyéndolas "con tan
poca compunción como un médico o un abogado (...) hacen
preguntas"? Cuando terminó, Stanislaus le preguntó: "¿Y
bien?". "Nada", respondió James Joyce secamente y con algo de
desprecio. Nada, pensó Stanislaus, para el joven poeta con
una misión, pero evidentemente algo para la mujer que las
había guardado durante todos aquellos años de dejadez y
miseria. Stanislaus las quemó, sin leerlas él.

James Joyce tenía la costumbre de suspirar. Otra madre, la de
su mujer, Nora, se la observó y le dijo que así se destrozaría
el corazón. Pero Joyce no murió con el corazón deshecho por
ninguna infelicidad, sino a causa de una úlcera perforada, en
un hospital de Zurich, el 13 de enero de 1941. Lo enterraron
dos días más tarde, tras una breve ceremonia, en el cementerio
de esa ciudad.

Su propia mujer, Nora Barnacle, que no se dignó leer su
Ulysses, lo definió una vez. Dijo: "Es un fanático". (C-3).
EXPLORED
en Autor: Javier Marías - Ciudad España

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