Quito. 11.01.94. Este fin de semana que pasó, Eduardo Galeano lanzó su
último libro: "Las palabras andantes" en el que cuenta historias un tanto
fantásticas y privilegia los grabados del artista nordestino José Borges.
Hace algún tiempo Galeano decÃa que desde "El libro de los abrazos" darÃa
mucho más importancia al aspecto gráfico teniendo en cuenta que "cuando
pequeño me aburrÃan los libracos llenos de letras, y ahora yo hago
libracos sin dibujos que den vida. Hay que hacer libros que además de una
fiesta para la mente y el corazón sea una fiesta para los ojos".
Y a eso se dedicó el escritor. "No se si este libro será bueno de leer,
pero de seguro será bueno de mirar, es una fiesta para la mirada",
reconoce Galeano.
Y en lo que respecta a lo escrito, Galeano lo define como "palabras
recreadas, reelaboradas, reinventadas por años de delirio propio", que
dieron forma a "Cuentos delirantes de sueños y pesadillas".
A la orilla del rÃo, oculta por el pajonal, una mujer está leyendo.
Erase que se era, cuenta el libro, un señor de vasto señorÃo.
Todo le pertenecÃa: el pueblo de Lunamarca y lo de más acá y lo
de más allá, las bestias señaladas y las cimarronas, las gentes
mansas y las alzadas, todo: lo medido y lo baldÃo, lo seco y lo
mojado, lo que tenÃa memoria y lo que tenÃa olvido.
Pero aquel dueño de todo no tenÃa heredero. Cada dÃa su mujer
rezaba mil oraciones, suplicando la gracia de un hijo, y cada
noche encendÃa mil velas.
Dios estaba harto de los ruegos de aquella pesada, que pedÃa lo
que el no habÃa querido da, Y al fin, por no escucharla más o por
divina misericordia, hizo el milagro. Y llegó la alegrÃa del
hogar.
El niño tenÃa cara de gente y cuerpo de lagarto. Con el tiempo el
niño habló, pero caminaba arrastrándose sobre la barriga. Los
mejores maestros de Ayacucho le enseñaron a leer, pero sus
pezuñas no podÃan escribir.
A los dieciocho años, pidió mujer.
Su opulento padre le consiguió una; y con gran pompa se celebró
la boda en la casa del cura.
En la primera noche, el lagarto se lanzó sobre su esposa y la
devoró. Cuando el sol despuntó, en el lecho nupcial no habÃa mas
que un viudo durmiendo, rodeado de huesitos.
Y después el lagarto exigió otra mujer. Y hubo nueva boda, y
nueva devoración. Y el glotón necesitó otra más. Y asÃ.
Novia, no faltaban. En las casas pobres, siempre habÃa alguna
hija sobrando.
Con la barriga acariciada por el agua del rÃo, Dulcidio duerme la
siesta.
Cuando abre un ojo, la ve. Ella está leyendo. El nunca en su vida
ha visto mujer con anteojos.
Dulcidio arrima el largo hocico
- ¿Qué lees?
Ella aparta el libro y lo mira, sin asombro, y dice:
- Leyendas.
- ¿Leyendas?
- Voces viejas.
- ¿Y para qué sirven?
Ella se alza de hombros:
-Acompañan -dice.
Esta mujer no parece de la sierra, di de la selva, ni de la
costa.
- Yo también sé leer -dice Dulcidio.
Ella cierra el libro y da vuelta la cara.
Cuando Dulcidio le pregunta quién es y de dónde, la mujer
desaparece.
El domingo siguiente, cuando Dulcidio despierta de la siesta,
ella está allÃ. Sin libro, pero con anteojos.
Sentada en la arenita, los pies guardados bajo las muchas
polleras de colores, ella está muy estando, desde siempre
estando; y asà mira al intruso ése que lagartea al sol. Dulcidio
pone las cosas en su lugar. Alza una pata uñuda y la pasea sobre
el horizonte de montañas azules:
- Hasta donde llegan los ojos, hasta donde llegan los pies. todo.
Dueño soy.
Ella no echa ni una ojeada al vasto reino y calla, Un silencio
muy grande.
El heredero insiste. Las ovejitas y los indios están a su mandar,
El es el amo de todas esas leguas de tierra y agua y aire, y
también del pedazo de arena donde ella está sentada:
- Te doy permiso -concede.
Ella echa a bailar su larga trenza de pelo negro, como quien oye
llover, y el muy saurio aclara que él es rico pero humilde,
estudioso y trabajador, y ante todo un caballero con intenciones
de formar un hogar, pero el destino cruel quiere que enviude.
Inclinado la cabeza, ella medita ese misterio.
Dulcidio vacila. Susurra:
- ¿Puedo pedirte un favor?
Y se le arrima de costadito, ofreciendo el lomo.
- Ráscame la espalda -suplica-, que yo no llego.
Ella extiende la mano, acaricia la ferruginosa coraza y elogia:
- Es una seda.
Dulcidio se estremece y cierra los ojos y abre la boca y alza la
cola y siente lo que nunca.
Pero cuando da vuelta la cabeza, ella ya no está. Arrastrándose a
toda velocidad a través del pajonal, la busca al derecho y al
revés y por ;los cuatro costados. No hay rastros. Esa mujer se ha
desvanecido en el aire, como la primera vez.
Y el domingo siguiente, ella no viene a la orilla del rÃo, Y
tampoco viene el otro domingo, ni el otro.
Desde que la vio, la ve. Y nada más ve.
El dormilón no duerme, el tragón no come. La alcoba de Dulcidio
ya no es el feliz santuario donde él reposaba amparado por sus
difuntas esposas. Las fotos de ellas siguen allÃ, tapizando las
paredes de arriba a abajo, con sus marcos en forma de corazón y
sus guirnaldas de azahares; pero Dulcidio, condenado a la
soledad, yace hundido en las cobijas y en la melancolÃa. Médicos
y curanderos acuden desde lejos; y ninguno puede nada ante el
vuelo de la fiebre y el derrumbe de todo lo demás.
Prendido a la radio a pilas, que le ha vendido un turco de paso,
Dulcidio pena sus noches y sus dÃas suspirando y escuchando
melodÃas pasadas de moda. Los padres, desesperados, lo miran
marchitarse. El ya no exige mujeres como antes exigÃa:
- Tengo hambre.
Ahora suplica:
- Yo soy un pordiosero del amor, y con voz rota, y alarmante
tendencia a la rima, musita homenajes de agonÃa a la dama que le
ha robado la calma y el calma.
Toda la servidumbre se lanza a buscarla,. Los perseguidores
revuelven el cielo y la tierra; pero ni siquiera se sabe el
nombre de la evaporada, y nadie ha visto jamás a ninguna mujer de
anteojos en estos valles, ni más allá.
En la tarde del domingo, Dulcidio tiene una corazonada. Se
levanta, a duras penas, y de mala manera se arrastra hasta la
orilla del rÃo. Y allà está ella.
Bañado en lágrimas, Dulcidio proclama su amor a la niñacha
desdeñosa y esquiva, le confiesa que estoy muerto de sed de las
mieles de tu boca, reconoce que ni tu olvido merezco, bella
paloma, y la abruma de lindezas y arrumacos.
Y se viene la boda. todo el mundo agradecido, porque ya el pueblo
lleva largo tiempo sin fiesta y allà Dulcidio es el único que se
casa. El cura hace precio, por tratarse de un cliente especial.
Gira el charango alrededor de los novios y suenan a gloria el
arpa y los violines. Se brinda por el amor eterno de la feliz
pareja, y rÃos de ponche corren bajo las ramadas de flores.
Dulcidio estrena piel nueva, rojiza en el lomo y verdiazul en la
cola prodigiosa.
Y cuando los dos quedan al fin solos, y llega la hora de la
verdad, él ofrece:
- Te doy mi corazón, para que lo pises.
Ella apaga la vela de un soplido, deja caer su vestido de novia,
esponjoso de encajes, se saca lentamente los anteojos y le dice
no seas huevón y déjate de pendejadas. De un tirón lo desenvaina,
como si fuera espada, arroja la piel al suelo y abraza su cuerpo
desnudo y lo arde.
Después, Dulcidio se duerme profundamente, acurrucado contra esta
mujer, y sueña por primera vez en la vida.
Ella se lo come dormido. Lo va tragando de a poquito, desde la
cola hasta la cabeza sin hacer ruido ni mascar fuerte, cuidadosa
de no despertarlo, para que él no vaya a llevarse una fea
impresión. (4B)
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Ciudad N/D
Publicado el 11/Enero/1994 | 00:00