Quito. 2 ago 2001. (Editorial) Es difÃcil renunciar a la herencia de
André Malraux, guardada en la fascinación del extremismo de sus dos
grandes contraseñas: "el hombre es un mÃsero montón de secretos" y "el
hombre es lo que hace". Los mÃseros secretos son las mezquindades y
banalidades de la vida cotidiana.
La aceptación de la mediocridad como necesaria. La acción es el
privilegio de conceder sentido a la existencia aunque sea fugaz. Puede ir
desde la aventura revolucionaria en la comunidad de los que afrontan su
destino de especie, la única que sabe de su propia muerte, o en la
soledad de la creación de la obra artÃstica. Al final, Malraux pareció
haber triunfado: su vida no era sino el equivalente de la acción.
Ambas contraseñas tenÃan sin embargo algo en común: la presencia de la
muerte, el ángel que vuelve sin sentido el paso de las culturas y de los
individuos sobre la Tierra. ¿Malraux es entonces una especie de Byron del
siglo XX, salvado del romanticismo por la lucha contra el fascismo y el
cinismo sobre el progreso que concede la anunciación de la muerte de
Dios?.
Para no ser un mÃsero montón de secretos, el hombre tiene que resignarse
a la acción, manteniendo siempre en suspenso el sentido de lo absoluto.
En 1996, Jean-Francois Lyotard publicó en Grasset, Signé Malraux. El
filósofo se ocupaba del novelista, del hombre de acción, del ex ministro,
del amante de los museos imaginarios con una condición: cuando la verdad
falta en lo que existe, se exilia en lo que se puede. De nuevo se trata
de escapar de lo cotidiano porque amenaza con su mediocridad. El
resultado es una secreta pasión por la grandeza disculpada por el
escepticismo que causa la multiplicidad de culturas en que la especie ha
tratado de arraigarse de alguna manera combinado con el estrépito
alucinante del cambio arrollador del último milenio. El hombre es lo que
hace, aunque para ello tenga que inventarlo. Lyotard rechaza como su
biografiado al mÃsero montón de secretos, pero descubre precisamente en
Malraux, que la acción, más que una creación es una metamorfosis y el
sentido que el arte rescata no es un pasaporte contra el olvido: solo
"surge en la primera civilización que es consciente de ignorar la
significación del hombre".
Por ello, concluye Lyotard, más que de creaciones habrÃa que hablar de
metamorfosis, si es que queremos mantener la condición humana centrada en
la pregunta.
Olivier Todd acaba de publicar otra biografÃa de André Malraux. AquÃ, el
periodista se ocupa del héroe de las Antimemorias bajo otra condición: si
se apuesta a la obra se corre el riesgo de perder la coartada, como
sintetizaba Bertrand Poirot-Delpech. Malraux resulta un actor, un héroe
que escribe su propia fábula, un mitómano incorregible que tiene, pese a
todo, una salida: la invención de su propia leyenda. Malraux aparece
despojado de su carné de aviador republicano y antifascista de la guerra
de España; es más bien el cansado coronel Berger que se une tardÃamente a
la Resistencia francesa y del que existen dudas de sà fue efectivamente
detenido por la Gestapo y haber estado amenazado por la ejecución. Queda
registrado el ministro gaullista: por su oficio, oculta los hechos sobre
la tortura en la guerra de Argelia y mitifica sus encuentros con Mao y
Nixon. Solo la relación con De Gaulle permanece pero con los
malentendidos inevitables.
Y sin embargo, Todd recupera al novelista. ¿Qué importa en último término
que el intento de hacer de su vida una muestra del absoluto inalcanzable
sea mentira, si La Esperanza o La hoguera de encinas, todavÃa nos
conmueven y nos llaman?
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